27 de mayo de 2020

La cicatriz del elefante






La cicatriz del elefante




Jamás olvidaré el día veintidós de mayo de dos mil veinte, cuando se obligó a toda la gente a usar mascarilla en espacios públicos. Se me caían las lágrimas de emoción. Por fin tendría la misma oportunidad que los demás chicos de mi edad, e incluso más, dadas mis habilidades expresivas y literarias.
Hacía cinco años que había sufrido un aparatoso accidente, del cual me quedó una ancha y fea cicatriz en diagonal, desde la comisura izquierda de la boca hasta la mitad de la mejilla, hacia la oreja. El resultado visual era el de una sonrisa asimétrica y taimada, que imprimía a todo mi rostro una indeseada maldad, contra la que luchaba denodadamente con toda mi artillería verbal y humana, cada vez que me relacionaba con mis semejantes, quienes solían apartarse de mí con desconfianza, por resultarles mi aspecto repugnante, sin que mis palabras tuvieran la más mínima ocasión de desmentir el error, puesto que el aspecto físico en plena adolescencia es el espejo en el que acostumbramos a mirarnos. El sufrimiento me llevaba a desear con frecuencia la muerte, inclinación que mi madre intentaba mitigar, prometiéndome que cuando dejara de crecer y en mi cuerpo cesaran las transformaciones propias de la edad, me llevaría a la mejor clínica de cirugía estética, «…para que te borren con una goma mágica los excesos de un mal dibujante», concluía, a la vez que se acercaba a besarme el  horrible costurón.
El complejo de hombre elefante se instaló, como consecuencia, en mi carácter. La mayor parte del tiempo lo pasaba enclaustrado en casa, excepto cuando iba a clase o salía a dar largas caminatas al anochecer. En ambas circunstancias me ponía casi siempre una mascarilla, porque terminé por no soportar la repulsión que provocaba mi aspecto en los demás, y mucho menos cuando trataban de ocultarla bajo un gesto de falsa indiferencia, entonces se desataba en mi interior un huracán lleno de ira, pero no contra los otros, sino contra mi desgracia. Llegué incluso a ocultarme a mí mismo el rostro frente al espejo del cuarto de baño, apretando con fuerza los párpados cada mañana. Hasta llegué a ponerme la mascarilla en casa a todas horas, por sentirme observado continuamente por los oscuros vigías de la aversión.
Así las cosas, permanecer en casa durante varios meses no me resultó difícil, como tampoco salir a la calle con mascarilla. Lo que nunca pude imaginar es que todo el mundo la llevaría puesta, como así sucedió. De pronto, el padecimiento en el que vivía desapareció sin dejar rastro. Las caras cubiertas casi en su totalidad convertían las miradas y las palabras en protagonistas privilegiados de la existencia cotidiana, relegando todo lo demás a un segundo plano, como no hubiera soñado en mi vida. A partir de entonces paseé junto a las terrazas de los bares, frecuenté los centros comerciales, las bibliotecas públicas y cualquier lugar en el que pudiera interactuar con cualquier ser humano. La misantropía quedó atrás.
De este modo, llegó el día en que, sentado bajo el árbol de un parque de la ciudad, mientras tecleaba mi móvil, se acercó una chica y se tumbó en la hierba a no más de dos metros de mí. De la manera más natural trabé conversación con ella, primero sobre asuntos superficiales. Después, con el transcurso de las horas, fue derivando hacia derroteros más profundos e íntimos. Lucía poseía una voz dulce y pausada, además de unos ojos oscuros como el fondo de un insondable lago glaciar. Entre nosotros surgió una relación que nos llevó a citarnos sucesivos días en el mismo lugar, para desde allí partir juntos hacía lo que uno y otro solíamos hacer por separado, y que a partir de entonces compartiríamos. Pasadas unas semanas se diría que bastaba una mirada recíproca para que entabláramos entre ambos una conversación silente, tal era nuestro grado de compenetración al que habíamos llegado en tan breve espacio de tiempo. Así que sin mediar proposición alguna, terminamos una tarde en mi habitación, previa presentación de Lucía a mi madre, que vio en ello la justificación de mi reciente entusiasmo por el mundo, más allá de aquellas cuatro paredes. Ambos teníamos muy claro por qué fuimos allí: a buscar la redención o la condena. Por eso no dilatamos el acontecimiento. Cada uno agarramos las gomas de la mascarilla del otro por detrás de las orejas, y precedimos a retirarlas lentamente, intrigados y expectantes. Ninguno dimos crédito a lo que encontramos debajo. Si hubiéramos estado mirándonos en un espejo y uno fuera el reflejo del otro, y nuestras bocas hubieran trazado una única sonrisa, esta habría abarcado la trayectoria curva de una oreja a otra. Sin embargo, cuando nuestras bocas se tocaron, nuestras respectivas cicatrices desaparecieron de nuestra vista. Así pasamos la tarde, confirmando lo que solo había sido un remoto deseo el primer día que nos conocimos.
Horas más tarde, Lucía me encaminó, sin decirme nada, hacia la cafetería donde se reunían a unas horas determinadas chicos de nuestra misma edad. Sabía que no había superado mi reticencia a estos lugares de encuentro, a pesar de estar bajo el amparo de la mascarilla protectora. Nada más llegar, señaló hacia un grupo de compañeros de su clase con la mano y me dijo «Mauro, no eres el único, todos los elefantes tienen su cicatriz, aunque algunos más oculta que otros.» Esta fue la manera de decirme que la cicatriz de su rostro, su chirlo, había sido invención mía, y así mostrarme su incondicional afecto. Aún hoy, muchos años después, me sigo preguntando en qué consistía la herida de Lucía, una herida sin huella externa, sin el consuelo de poderla palpar, encarnar, para tener la certeza de que no crecería más allá de sus límites deformes.
                                                        

José Miguel López-Astilleros





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