31 de mayo de 2020

Centrifugado




Centrifugado




Después de varios meses de reclusión, salí a pasear por la ciudad con la certidumbre de que todo seguiría como antes. ¿Acaso se me había ocurrido albergar la más mínima duda de que podría no ser así? En mi lento y perplejo deambular pronto descubrí que muchas cosas habían cambiado durante mi ausencia. Así, para asentir con la cabeza había que moverla de un lado a otro, y para negar de arriba abajo, como hacían los búlgaros. Las sonrisas eran consideradas gestos de afrenta. Cuando los semáforos se ponían en color verde, el tráfico se detenía, en cambio los peatones con el suyo en el mismo color unas veces cruzaban y otras no, de manera arbitraria, aunque no parecía tal por la unanimidad incuestionable de estos y la ausencia de titubeo en ninguno de ellos. Tampoco tuve claro el significado de los carteles de abierto y cerrado de las tiendas, según deduje de la reprimenda que me llevé al empujar la puerta de una papelería en horario comercial, para comprar unos cartuchos de tinta para mi Waterman. A estas singularidades se sumaron otras muchas. Estaba claro que para sobrevivir tendría que aprender nuevos códigos sociales y de costumbres para interpretar la nueva realidad. Lo que más me inquietó fue la sospecha de que las transformaciones hubieran afectado también a las bases del pensamiento, el arte, la ciencia,  e incluso a cuestiones más trascendentes para la estabilidad emocional. La acumulación de tantas  y extrañas novedades comenzaron a producirme una ansiedad sofocante, por eso decidí regresar a casa con el propósito de pensar en ello con más sosiego, en vez de continuar observando y aprendiendo. Pero antes necesitaba poner la mente en blanco y tranquilizarme, de lo contrario me sería imposible concentrarme en el análisis pormenorizado de los detalles contemplados. No encontré consuelo en mi café favorito con pastas de jengibre, ni en el capítulo más intrigante de mi serie preferida de televisión, ni siquiera el amor reflexivo logró que mi cuerpo y mi mente se distendiera, nada conseguía ese estado de tonta felicidad que precede a la alienación de las emociones. A punto de elegir entre un comprimido de ibuprofeno o trankimazín de la cestita de medicamentos, que siempre tenía bien nutrida sobre la mesa de la cocina, me llamó la atención el ruido de la lavadora, puesta en marcha hacía más de dos horas. Había comenzado el programa de centrifugado. Me asomé al ojo de buey transparente con una curiosidad insólita pero decidida, y sentí cómo mis ojos eran abducidos por el movimiento de la ropa girando vertiginosa en el tambor de acero inoxidable. El premio por dejarme caer en el sopor de la mansedumbre sin resistencia, fue entrar en un letargo higiénico, tras el cual supe que se habían instalado en mi cerebro las claves necesarias para mi futura supervivencia. Apenas pude determinar que había sido sometido a un reseteado neuronal, dada la dificultad para recordar cualquier suceso de mi antigua vida. Hasta me pareció extraño el desasosiego que todavía persistía en ínfimos retazos en mi memoria. Ahora soy feliz en el paraíso donde solo es necesaria la voluntad del centrifugado.


                                                                                  José Miguel López-Astilleros

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