3 de noviembre de 2021

Demasiadas flores para un muerto

 




DEMASIADAS FLORES PARA UN MUERTO


Narciso fue el más reciente de los cuatro amigos que se incorporó al grupo. También era el que más había contribuido a que no dejáramos de vernos habitualmente. Desde que abrió su floristería, por nombre Musgo, tuvimos un lugar de referencia a donde acudir como punto de encuentro. Solíamos pasarnos por la trastienda con cierta asiduidad. Allí formábamos una tertulia entre los que acudiéramos a una hora determinada y azarosa, pues nunca estaba pactada de antemano. Los asuntos sobre los que versaban estas reuniones eran variados y surgían a colación de cualquier anécdota. Había momentos en que Narciso abandonaba el foro de discusión para atender a los clientes. Entonces enmudecíamos, porque nos dedicábamos a escuchar las conversaciones que mantenía con ellos. En realidad, esto era mucho más divertido que nuestras discusiones peregrinas. El alma humana, ávida de liberarse de las pesadumbres que la acucian, a la menor ocasión trata de confesárselas a cualquiera que no sea susceptible de empeorar su estado ni comprometerla; y la elección de unas flores podía ser una buena oportunidad para ello. De modo que por allí pasaban novios que elegían las azucenas o las violetas más baratas, a punto de marchitarse, porque “total, para quien son”, o por el contrario, pobres gentes que lloraban desconsoladamente ante la belleza de las orquídeas que jamás podrían regalar a una madre. Había casos que nos arrancaban hilarantes carcajadas maliciosas, crueles incluso, cuando la campanita de la puerta indicaba que se habían marchado, o por el contrario, nos dejaban sumidos en la amargura con los ojos a punto de lágrima, con ganas de intervenir y reparar la causa de la injusticia escuchada. Las visitas más frecuentes se producían a última hora de la tarde, cuando los tres salíamos del trabajo y aún faltaban dos horas para concluir el horario comercial. Aunque los sábados a media mañana era el momento en que más veces coincidíamos los cuatro al completo. En ocasiones Narciso se veía obligado a intervenir para rogarnos que habláramos más bajito, debido a la pasión con la que se sucedían los argumentos, las réplicas y las contrarréplicas. No podía permitir que el ruidoso jolgorio dialéctico causara una mala impresión entre su parroquia. Lo peor era cuando lo encontrábamos de un humor de perros; apretaba los cálices de los claveles sumergidos en el agua de unos cubos, para cerciorarse de que les quedaba poca frescura; entonces rogaba a las alturas que le concediera un muerto, para dar salidas a todas aquellas flores que, de no ser así, jamás vendería, con la consiguiente pérdida de la inversión.

El primer sábado de un otoño entró en la floristería una señora enlutada con un elegante vestido de los caros, tocada con un discreto sombrero del que caía por delante un velo también negro, cuya transparencia dejaba atisbar el rostro maduro de una mujer hermosa, de esas que salen en las fotos de las revistas del corazón en circunstancias como esta. Entre sollozos le comunicó a Narci, así le llamábamos entre nosotros, que quería encargar una gran corona de tulipanes para honrar a su esposo recién fallecido, quien se había comportado en vida como un padre ejemplar y un marido fiel, amante de la vida hogareña, según declaró orgullosa con más encendidas palabras que estas con las que relato el episodio. Después de elegir el color morado para los tulipanes, signo de lealtad, le pidió que llevara la corona a la sala número 12 del tanatorio Serenité, no sin antes ordenar que le pusiera una banda que rezara “Tu esposa no te olvida”. Se sonó la nariz con un pañuelo de encaje a juego con su atuendo y a continuación pagó con una tarjeta de crédito Visa Oro. Nada más salir, percibimos el aroma de un perfume que sobresalía sobre cualquier otro presente en el local, tan persistente que llegaba hasta desde donde presenciábamos la escena. Deberíamos aclarar que en la pared de la trastienda que da al establecimiento había una ventanita, cuyo cristal no permitía ser visto desde fuera, con objeto de que mientras a este lado Narci componía centros de mesa, ramos y demás artefactos florales, podía controlar quién penetraba en el recinto o lo que sucedía en su ausencia. Dada su pequeñez, no eran anecdóticos los empellones que nos propinábamos entre nosotros por contemplar el aspecto de quien estábamos escuchando al otro lado.

Al mismo tiempo que la viuda atraía hacia sí la puerta con la manilla, alguien la empujaba desde fuera con la intención de entrar. Solventado el trance de quién tenía la prioridad de paso, un hombre de aspecto melancólico, prematuramente avejentado, se acercó al mostrador, donde Narci arrancaba de una libreta la hoja con los datos que había tomado anteriormente. Quería enviar una corona de flores para ofrendar al director fallecido de uno de los departamentos de la central bancaria donde trabajaba, quien durante los últimos cinco años le había ido prometiendo, siempre con buenas palabras, que sería el elegido para el próximo ascenso de categoría, esperanza que vio agostada por su repentina desaparición. El hecho de que el promocionado siempre hubiera sido otro, no solo no había menguado su confianza en él, sino que aun en estas circunstancias, le estaba agradecido por mantenerle viva la ilusión, por darle a entender que era inminente el cumplimiento de su deseo. En señal de cariño y sincera gratitud eligió unas rosas de color rosa, así como un tamaño mediano para la corona; al fin y al cabo no le había dejado instalado en el puesto al que aspiraba. Tanatorio Serenité, sala 12, ese era el destino de la misma. “De tu subordinado Alberto”, le dictó para que pusiera en la cinta. Abonó el pago en efectivo y se marchó emitiendo un suspiro entrecortado. Era relativamente común que algunos clientes se empeñaran en justificar ante Narci lo que consideraban un dispendio en flores, quizás les arredrara la duda sobre si el agasajado, o en este caso el finado, lo merecía, aunque a una parte de ellos es presumible que los animara más que nada un motivo de carácter social, de puro exhibicionismo hipócrita. Pero... qué se le va a hacer, estas debilidades forman parte de esa conducta oscura que en determinados trances guía nuestros pasos.

Para abandonar el establecimiento no tuvo que abrir la puerta. Un anciano de estatura diminuta y mirada humilde, ataviado con una americana raída gris marengo, pasada de moda, irrumpió en el interior con sigilo. Sostuvo la puerta con deferencia y cortesía, pero con suspicacia, a fin de que el otro saliera lo antes posible. Con este movimiento consiguió la intimidad y la reserva que iba buscando. Quería despedirse del hombre al que había encomendado los ahorros de toda una vida de arduo trabajo, con la promesa de obtener pingües beneficios. Pensó que la mejor manera era enviarle a la sala 12 del tanatorio Serenité una pequeña corona de begonias, porque en el lenguaje de las flores significaba paciencia, y que por tanto estaría dispuesto a esperar la rentabilidad para dentro de unos años, destinada a pagar la entrada de un piso a su único hijo, parcialmente incapacitado debido a un accidente laboral. Ordenó que en la filacteria pusiera “De Germán”, y seguidamente, sacando una cartera de piel deslucida atada con una goma, satisfizo el precio con manos temblorosas. Nos resultaba curioso que la espesa, mórbida e insana atmósfera húmeda de flores y plantas creara un ambiente tan singular, propicio para dar rienda suelta a confesiones tan personales, como si con ello los visitantes fueran a obtener la absolución de sus pecados, o estuvieran sobre el diván de un psiquiatra, cuya sesión les ayudara a desembarazarse de una culpa anclada y amordazada en y por el subconsciente.

Tras media hora sin que entrara nadie más, dimos por concluida la concatenación de encargos para la sala 12 del tanatorio Serenité. Hecho que nos resultó gratificante, porque de algún modo dicha insistencia nos había generado una ansiedad creciente. Y eso que estábamos ante el óbito de un hombre ejemplar, según podía deducirse de los testimonios. No imaginábamos las revelaciones que nos depararía el resto de la mañana en la trastienda.

La primera sorpresa nos la proporcionó la presencia de una mujer cuya edad frisaba los treinta o treinta y cinco años. Lucía un sugerente vestido rojo cereza bien ceñido al cuerpo, que marcaba su escultural figura y hacía sobresalir sus generosos pechos, redondos y artificialmente tersos, en el escote. Por el resto de complementos lujosos y maquillaje excesivamente vistoso sospechamos que estaba acostumbrada a relacionarse con personajes de alto standing, aunque de su falta de discreción y naturalidad, y por su porte vulgar, podía deducirse que, cuando menos, estábamos ante una advenediza entre ellos, o quizás... El caso es que deseaba enviar un ramo funerario a una persona fallecida con la que había compartido un voluptuoso amor e innumerables placeres, pero no sabía qué flores serían las adecuadas. Narci, haciendo gala de una perspicacia inusitada, antes de concretar los detalles, se atrevió a preguntarle a qué sala y a qué tanatorio habría de llevarlo. Como respondiera que a la sala 12 del tanatorio Serenité, le recomendó las gardenias blancas, sin advertirla de que simbolizaban los amores secretos. “Tuya. Hermelinda” pondría con letras doradas sobre una banda púrpura. Concluyó el trámite extendiéndole una tarjeta Visa Oro para que se cobrara, se ajustó las gafas de sol Christian Dior al rostro y salió dejando el espacio impregnado con un perfume sofisticado.

No dábamos crédito a lo que habíamos visto y escuchado, y a las relaciones que establecimos con la viuda sin nombre del mismo individuo al que se había referido la tal Hermelinda. Poco tiempo nos dio a elucubrar sobre aquella historia suscitada porque, luego de unos minutos, llegó un hombre alto y obeso embutido en un traje cruzado de sastre, pelo engominado y gesto displicente, toda una caricatura de la soberbia. No tardó mucho en expresarle a Narci el deseo de mandar a la sala 12 del tanatorio Serenité un ramo de flores, daba igual cuales. Había que cumplir con la obligación social de estar presente en el funeral de alguien que había colocado a su hijo en un puesto de relevancia, en vez de a un pobre desgraciado que, aunque más cualificado y con más méritos, andaba detrás del mismo. Narciso le sugirió que con unos lirios quedaría muy bien ante la concurrencia. Tampoco a este le advirtió lo que representaban dichas flores: el poder. En la cinta aparecería el nombre del hijo con la leyenda “En agradecimiento. Aurelio”. Del bolsillo interno de la chaqueta extrajo una enorme cartera y pagó el estipendio por el servicio con un billete de cien euros. Partió hacia la calle con la misma premura que vino, como si aquel cometido le desagradara sobre manera.

A estas alturas en nuestra imaginación comenzaban a perfilarse tanto la etopeya del difunto como el retrato de estas cinco personas con las que se había relacionado. Estábamos seguros de que antes de cerrar se personaría la sexta, que oficiaría de antagonista de Germán. La lógica narrativa de aquella mañana imponía que se cerrara de esa manera el círculo de aquellos relatos. Y así sucedió. Casi a punto de tomar la decisión de echar la trapa, hacia las dos del mediodía, vimos cumplido nuestro vaticinio. Allí estaba. Esta vez se trataba de una mujer joven. Iba vestida con un elegante vestido ejecutivo, compuesto por una chaqueta y una falda ajustada hasta la rodilla, de color negro. Un discreto collar de perlas alrededor de su delgado cuello bien torneado le daba un aire grave a su aspecto. Quería que Narci llevara un ramo de flores, cómo no, a la sala 12 del tanatorio Serenité, donde reposaba el cadáver de su jefe. Tuvo suerte en morirse antes de que alguno de aquellos a los que había engañado con una inversión fraudulenta decidiera retirar su capital, porque no lo encontraría. Afortunadamente él firmaba siempre estas operaciones, aunque era ella quien gestionaba la documentación; le contó a Narci, arqueando los labios en un gesto de absoluta indolencia, de desprecio, no se sabía si hacia las víctimas o hacia quién. Pero bueno... qué se le va a hacer, la vida es así, apostilló, urgiendo a su interlocutor a que le aconsejara sobre las flores mirando en derredor. Nuestro amigo, en un arrebato de amable ira silenciosa, le aconsejó las rosas amarillas. Por un momento creyó que la clienta se había dado cuenta de la celada que le había tendido, por la mueca de desagrado que hizo al oír la sugerencia. Detestaba las rosas amarillas desde que su último novio le comunicara el fin de su relación con un ramito de ellas, acompañadas de una tarjeta, donde aclaraba que estaba saliendo desde hacía varias semanas con una chica bastante más joven que él; le aclaró con sorna. Lo que no sabía es que a aquel ramo le había sobrado la explicación de la tarjeta, habida cuenta que las rosas amarillas encarnan el engaño y la traición. Narci tuvo que apretar los dientes y los labios para evitar una sonrisa catártica. De su exclusivo bolso Louis Vuitton tomó una cartera rectangular de la misma marca, de la cual sacó unos billetes, que puso sobre el mostrador en vez de entregárselos en la mano tendida. Se miró en un espejito que había colgado en una de las paredes mientras cerraba el bolso, y taconeando con desenvoltura hacia la salida, dejó el local.

Antes de que se desatara un torbellino de comentarios entre nosotros, Narci nos alertó de que iba a cerrar ya mismo.Tenía que volver temprano, después de comer, para confeccionar los seis encargos. Aun así nos dio tiempo a preguntarnos por la identidad del protagonista de aquellas seis historias con sus tres mentiras. Demasiadas flores para un muerto, balbuceé mientras Narci buscaba en el periódico la esquela funeraria, ansioso como nosotros por conocer su filiación. Sí, demasiadas flores para un... articuló con aversión al dar con ella. Dobló la hoja y nos la enseñó. Después de leer el nombre y los apellidos, así como los de todos sus familiares, la vergüenza y el pudor nos impidió reconocer que en algún momento pasado de nuestras vidas... Nos limitamos a pasar de la cólera por la humillación a la que habían sido sometidas aquellas tres personas, a marcharnos indignados en silencio, sin apenas mirarnos. Ya no había lugar para pensar en la tormenta que se desataría en el tanatorio, cuando nuestro amigo Narci colocara juntas aquellas flores, a la vista de todos los presentes, en particular Mercedes ─su viuda─ Alberto y Germán.


José Miguel López-Astilleros


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