LOS ÁNGELES NO CANTAN
Alfonsina me abandonó hace una semana después de quince años de amor. No se lo reprocho, porque nuestra diferencia de edad me había terminado por convertir en un carcamal, con quien ya no se podía ir a muchos sitios sin un neceser repleto de medicamentos y una infinidad asfixiante de prohibiciones.
Despertar a su lado cada día era una fiesta arrolladora. Se levantaba y abría la ventana del dormitorio de par en par conmigo aún entre las sábanas, lo cual me catapultaba violentamente hacia la cocina, donde desayunábamos café con leche y bizcocho de zanahoria, su preferido, que solía hacerle cada lunes por la mañana, para que así durara por lo menos hasta el viernes.
Si había algo que me encantaba hacer junto a ella, era ir al supermercado. Primero poníamos en el carrito todo aquello que iba a necesitar yo para hacer las comidas. Después le tocaba a ella. Resultaba divertido hasta extremos surrealistas los ingredientes que elegía para las cenas. Nunca pude adivinar con certeza qué platos iba a preparar, ni cuál sería el resultado final. El caso es que la zarzuela de todos aquellos sabores, olores, colores y texturas despertarían la sensualidad dormida del más insensible de los comensales. Aunque no creo que pensara lo mismo su primer marido, a quien le parecía una mujer demasiado agresiva, y no solo por sus gustos culinarios.
Nunca he sido nostálgico ni melancólico, pero... ¿cómo librarse de la tristeza de la soledad en una situación como esta? Me costaba horrores abrir los ojos y encontrar un motivo para dejar la cama al comienzo del día, respirar aire puro, bajar a hacer la compra y hasta alimentarme. De continuar así no duraría mucho con vida.
Para intentar sobreponerme a mis adversidades, comencé por airear toda la casa. El oxígeno y el perfume de cada amanecer me darían ánimo. Me asomé a la calle por la ventana de la salita, a través de la cual observé la crueldad que suponía ver el bullicio del tráfico, de los transeúntes hormigueando por la avenida, de los repartidores distribuyendo sus mercancías, mientras yo pugnaba por algo tan elemental como sobrevivir a un fracaso amoroso y seguir en pie.
De entre el ruido urbano, tras varios minutos, pude discriminar un sonido agudo muy diferente al que hacían los automóviles, sirenas y ruidos de toda naturaleza. Sonaba como un silbido. Después se transformó en una melodía un tanto anárquica. Agucé el oído todo lo que pude hasta llegar a la conclusión de que era el dulce canto de un pajarito. Por más que miré en todas direcciones, no lo vi en las ramas desnudas de los plátanos del bulevar, ni en ninguna de las terrazas de los bloques de enfrente. Se diría que el cielo estaba desafiando con aquel sonido delicioso al estruendo callejero. Me quedé allí asomado hasta que el frío de finales de otoño me arrancó varias toses. Cerré la ventana, me vestí y salí a comprar café y unas pastas para después de comer, pero antes me daría una vuelta por el barrio. Cuando llegué de vuelta, achaqué este cambio de humor a la vitalidad que me había insuflado aquel canto.
En días sucesivos observé que el supuesto pajarito, porque no podía ser otra cosa, solo cantaba hasta mediodía. Llegué incluso a determinar la hora a la que comenzaba, las diez de la mañana. El efecto balsámico de aquellos trinos sobre mi atribulada alma era lo único que me importaba, porque además me duraba todo el día. Gracias a ello comencé a edificar mi nueva vida sobre las ruinas de la antigua. Me compré ropa más juvenil, asistí a conferencias y a presentaciones de libros, y sobre todo recuperé mis horas de lectura, así como la escritura de poesía, a la que tan aficionado había sido en mi juventud.
De este modo, aquel invierno, fuente de oscuridades e infortunios, según preveía, no representó para mí la señal definitiva de que el ocaso se acercaba a mi existencia con pasos febriles. El estado en el que me encontraba era tan exultante, que no veía el modo de agradecérselo no sé a quién. Esta inclinación me llevó a intentar averiguar de dónde procedía aquella música sanadora. Estuve paseando por los aledaños del portal de mi edificio durante varias mañanas, haciendo oído. A pesar de que localicé el lugar de dónde surgía, alguno de los pisos justo enfrente del mío, no di con pájaro alguno ni con nada semejante. Pensé entonces en abandonar la búsqueda ante tal imposibilidad. Total, qué más daba si el milagro se obraba en mí cada día sin faltar uno. Tuve miedo de que todo fuera una invención de mi necesidad, y de que si llegase a darme cuenta, regresara a mi postración anterior. Así que me conformaría con escuchar la voz de mi salvación sin cuestionarme nada más.
El secreto me fue revelado por el azar una mañana que me adelanté unos minutos a abrir la ventana. Una diminuta anciana salió a la terraza del primer piso del edificio de enfrente. En sus manos llevaba una pequeña jaula con un pajarito, que colgó en la cara interna del pilar que la dividía en dos. Después de marcharse y cerrar la puerta tras de sí, el avecilla entonó el armonioso gorjeo que tanto bien me hacía. La visión de la anciana portando al pajarito cantor, me tranquilizaba tanto como ver los rayos de luz por los agujeros de las lamas superiores de la persiana mal cerrada, testimonio visible de que aún podía albergar la esperanza de incorporarme a la vida de ese nuevo día. Llegué a perfilar en mi mente los rasgos físicos de aquella mujer por completo, a pesar de la distancia que nos separaba. Si la viera por la calle, estaba seguro de poder identificarla. Sin embargo no traté de hacerme el encontradizo con ella. Respetaría el misterio que emanaba su presencia, su rostro candoroso y su pajarito, cuya especie no fui capaz de averiguar por el sonido.
Con la llegada de la primavera y el buen tiempo, los trinos fueron mucho más audibles, y hasta más complejos y alegres. Estas variaciones actuaron en mi cabeza y articulaciones como un potente analgésico, qué digo analgésico, como un elixir rejuvenecedor. Ni jaquecas, ni entumecimiento de huesos hube de soportar ya. Me veía más erguido, con un rostro más luminoso, tal si me hubieran despojado de las consecuencias más perniciosas de la edad.
Así anduve, pletórico de entusiasmo, sintiéndome con muchos años menos, por dentro y por fuera. Tuve hasta la osadía de ir a una academia de danza, con la intención de aprender bailes de salón; aunque la verdad es que pretendía ampliar mi círculo de amistades, ahora vacío, o lo que es lo mismo, relacionarme con el sexo opuesto, ya era hora, resolví. Y efectivamente, allí conocí a Karen, una hermosa inglesa oriunda de Liverpool algo más joven que yo, con quien formaría pareja de baile, saldría al teatro, compartiría comidas en restaurantes, y con un poco de paciencia, pues...
Con el propósito de afianzar nuestra relación de una manera más íntima, la invité a una cena en mi apartamento. Prepararía algo especial para impresionarla, que remataría con un postre a base de frutas exóticas. Después abriría una botella de Moët & Chandon para terminar de sorprenderla. A tal fin, esa tarde bajé al supermercado, donde me proveí de todo lo necesario. Al disponerme a pagar en la cola de una de las cajas, reconocí delante de mí a la dueña del pajarito prodigioso. Cuando le tocó el turno, la cajera se dirigió a ella con familiaridad «¿Qué tal el canario, Nina?» Le preguntó, esperando la respuesta de siempre. «Se me murió hoy mientras dormía la siesta» Le contestó con voz temblorosa. «¡Vaya, cuánto lo siento, Nina, porque los ángeles no cantan!» Concluyó con pesar, entregándole el cambio. La anciana, antes de emprender la marcha, me miró a los ojos y repitió moviendo la cabeza de un lado a otro «No, no cantan».
José Miguel López-Astilleros
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