31 de diciembre de 2021

Trilogía de la granja




TRILOGÍA DE LA GRANJA



I VENGANZA MUTANTE

A la oveja negra de Monterroso, en el primer centenario del nacimiento de su creador.


Después de que las ovejas blancas de la granja fusilaran a la última oveja negra, luego de muchas generaciones, comenzaron a cambiar de color todas a la vez y de improviso. Cuando se dieron cuenta de la mutación, la nueva unanimidad les llevó esta vez a exterminarse entre sí con eficacia industrial.


II UN NEGOCIO DIFERENTE


Los animales de la granja se reunían todos los días antes de irse a dormir. Aunque solían charlar sobre cualquier asunto relacionado con su vida cotidiana, lo que más les gustaba era recordar a aquellos que habían desaparecido recientemente. Al grupo se unió un cerdo de nueva adquisición. Al parecer había sido vendido por su anterior dueño, porque al no engordar como es debido, no era apto para la matanza, ya que poco podía aprovecharse de él por su delgadez. El nuevo granjero confió en que el cambio de aires le abriría el apetito. Se tumbó en un lugar discreto a observar cómo se desarrollaba el encuentro. Con sus ojos pequeños y vivaces, y en silencio, siguió las intervenciones de un pavo, un conejo, una ternera y un gallo altanero que miró con desprecio su aspecto desmejorado. Cuando le tocó el turno a un hermoso cerdo, sonrosado y entrado en arrobas, este se lamentó de que si bien había vivido como un rey hasta ahora, cualquier día de estos el matarife pondría fin a sus días de tranquilidad y buena alimentación. A dicho lamento se sumaron todos, incluso un par de burros que, como es sabido, no forman parte de la gastronomía humana. La tristeza devino en una amargura, que terminó en un desconsolado llanto por el aciago porvenir que les esperaba.

El recién llegado pidió la palabra. Les contó que él se había librado del matadero en numerosas ocasiones. Y no solo eso, pues había conocido a una gallina que se libró, así mismo, de ser degollada y servida como caldo.

Una oca que, a pesar de haberse retrasado, llegó a tiempo para escuchar estas últimas palabras, intervino para decir con sorna que ella también había escuchado la fábula de la rebelión en la granja.

El cerdo famélico arguyó que no se trataba de ninguna rebelión en sentido estricto, sino de utilizar la inteligencia para librarse de un insoslayable destino fatídico, si es que estaban dispuestos a ello.

Un buey en la edad frondosa de pasar a mejor vida lo interrumpió para expresar su conformidad con la proposición; pero eso sí, habría de explicar el fundamento teórico

de su plan, y no solo las cuestiones prácticas dirigidas a tal fin. Así podrían valorar en profundidad la conveniencia o no de tal planteamiento.

De acuerdo, continuó el otro, trataré de explicarlo de la manera más sencilla. Si os dais cuenta, el granjero nos envía al sacrificio cuando estamos en sazón, es decir, cuando tras atiborrarnos durante meses, llegamos a tener el aspecto rollizo que ha previsto, justo el momento en que más rendimiento obtiene a nuestra carne. De modo que permanecemos a salvo mientras no alcancemos ese estado. En cambio, cuanta más igualdad reine entre nosotros después de pasado un tiempo, más cerca estaremos del fin colectivo. Si por casualidad uno de nuestra misma especie se adelanta al engorde por haber comido más que los demás, no os quepa la menor duda de que será el primero en ocupar el patíbulo. Así es que cuanto más tardemos en ganar kilos y más nos diferenciemos entre nosotros, más lejos estaremos de una muerte segura. Esta es la razón de mi escualidez y por qué a mi edad aún sigo entre vosotros.

Una yegua, deslumbrada por el impecable razonamiento del cerdo, se adelantó para contribuir a desarrollarlo todavía más. Amigos, mi propuesta es que no nos ciñamos exclusivamente a no alimentarnos adecuadamente para no llegar a tener el aspecto y el peso que el granjero desea, porque nos veríamos abocados a una enfermedad por desnutrición, lo cual nos llevaría a la tumba más pronto que tarde. Debemos complementar la nueva dieta con potenciar cada uno nuestra individualidad: unos tiñéndose la mitad de sus plumas con un color diferente; otros sus manchas blancas con uno verde, o púrpura, o el que sea; otros podrían imitar el sonido de un manantial en vez de emitir graznidos; otros lanzarían estertores de truenos en vez de rebuznos; otros harían figuras en su vuelo en vez de arrullar a sus parejas a todas horas; otros haríamos cabriolas circenses a dos patas en vez de relinchar; y así según le dicte el gusto, la imaginación y sus aptitudes a cada uno de nosotros. La argumentación y las ideas de la yegua fueron ovacionados en señal de que así lo harían.

Meses después los animales de la granja mostraban un ánimo exultante, no solo por haber descubierto que la singularidad los hacía más felices y libres, ni por haber evitado su sacrificio, sino porque el granjero, viendo su extraordinario comportamiento, lejos de deshacerse de ellos, decidió explotarlo exhibiendo sus habilidades y rarezas ante los escolares que llegaban desde todos los rincones del país, en unas ocasiones acompañados de profesores y en otros de sus familias. Eso sí, previo pago de una cantidad suficiente para mantener el negocio.


III ESCLAVOS


Dos años de intensa sequía había menguado la cantidad de animales en el monte, y por tanto la caza para alimentarnos. Razón por la cual mi padre arrastró a toda la manada fuera de nuestro territorio. La supervivencia así lo exigía, contra toda costumbre atávica.

Tras muchas horas al trote atravesando ríos y vaguadas, subimos a un cueto, a cuyos pies observamos una granja. Guardamos silencio porque al fin entendimos el motivo de nuestro agotador viaje a las vegas del río Porma. Allí nos apostamos hasta el anochecer, hasta que bajáramos con sigilo hacia el redil de ovejas, el animal más numeroso e indefenso de cuantos había en la explotación.

Mi madre se puso a mi lado para ilustrarme sobre las distintas clases de especies domésticas allí presentes y sus costumbres, sobre todo respecto a aquellas que, debido a mi inexperiencia y juventud, sería más fácil zamparme. Al llegar a dos perros careas de color rojizo, me alertó de que habría de tener cuidado con ellos, pues eran nuestros peores enemigos. Aguzando la vista pude ver con envidia cómo estos saciaban su hambre, comiendo a placer de una fuente blanca desconchada. Mi padre, al ver que la saliva me caía de entre las fauces, me contó que hacía miles de años hubo un lobo que aceptó, por primera vez en nuestra historia, un pedazo de carne que un ser humano le ofrecía. Con ello renunció a la vida en libertad. De aquella aceptación y aquella renuncia surgieron los lobos esclavos, llamados “perros” desde entonces, concluyó altivo y malhumorado.

Vencida la resistencia de los careas por los cinco lobos que componían la manada, a excepción mía, recibí la orden de entrar en acción. De camino hacia el redil, pasé al lado del comedero de los perros, en el que aún quedaban unos apetitosos restos de pollo cocido. Los miré con avidez, pero antes de sucumbir a la tentación de hincarles el diente, la luz plateada de la luna llena reflejada en la mirada de mi madre y el olor a sangre impregnando la atmósfera de la noche, me recordaron mi orgullosa naturaleza y a qué instintos debía obediencia.


José Miguel López-Astilleros



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