12 de diciembre de 2021

Los sueños de la Impala

 



LOS SUEÑOS DE LA IMPALA


I Libros nuevos


Tenía diez años cuando mi madre me colgó en el cuello la llave del piso en el que vivíamos, a las afueras de la ciudad. Aprovechando que ni ella ni mi padre estaban en casa por la tarde, llegaba del colegio y, en lugar de hacer los deberes de Lengua o Matemáticas, encendía el televisor y veía lo que echaran a esas horas. Hasta que no llegaba uno de los dos ─mi madre del centro comercial donde trabajaba de reponedora o mi padre de la obra en la que estuviera alicatando y solando cuartos de baño─ no la apagaba para irme a mi habitación, no a escribir redacciones sobre el otoño, ni a hacer divisiones, ni a nada por el estilo, sino a mirar repetidamente los cómics y los cromos de fútbol que tenía en una caja de zapatos bajo la cama. Todo lo que me intentaban enseñar en la escuela me parecía tedioso y falto de utilidad. Quizás fuera esta la razón por la que un atardecer mi padre, que casi siempre llegaba mucho antes que mi madre, se aseó y me dijo que si quería acompañarlo a dar una vuelta en la Montesa Impala de color cereza, que había comprado de segunda mano hacía unos años. Me extrañó que no bajara al bar, como de costumbre, donde permanecía tomando cañas y charlando con los vecinos hasta que viera aparecer a mi madre y subiera con ella. La verdad es que algunas veces renunciaba a esta práctica, arrancaba la moto y regresaba más o menos hacia la hora de encontrarse con ella. Nunca supe adónde iba hasta entonces. El caso es que le dije que por supuesto iría con él. Disfrutaba yendo de paquete a toda velocidad, sintiendo el aire en la cara. Me gustaba asomarme a un lado de su espalda para tener la sensación de que era yo quien giraba el manillar al entrar a una curva y aceleraba lentamente una vez dentro, cambiaba de marcha, y volvía a acelerar a la salida de ella, ahora con más brío. No era una gran sorpresa que me diera una vuelta cuando se le antojaba. Lo que sí fue una sorpresa es que llegáramos hasta el centro de la ciudad, algo insólito en él, porque solo me llevaba por las carreteras secundarias de los alrededores, habida cuenta que no tenía permiso de conducir motos de 250 cc y no quería arriesgarse a que lo pillaran sin él, aunque en aquella época no era usual que te parara ninguna autoridad, si no cometías ninguna infracción escandalosa.

La Montesa Impala volaba entre los coches, los sorteaba como si fueran obstáculos en la pantalla de un juego virtual. Solo los semáforos nos detenían. Arrancaba, sonaban las sucesivas marchas, frenaba, giraba a la izquierda, retorcía el mecanismo del puño hasta arrancarle un bramido al motor, volvía a frenar, reducía una marcha tras otra, giraba de nuevo, a la derecha, una calle, otra, a la izquierda, hemos dejado las grandes avenidas para internarnos en el casco viejo, en sus pendientes pronunciadas que exigen velocidades menores, las calles se estrechan. Detiene la Montesa delante de un luminoso encendido. Apaga el motor y me pide que me baje. La iluminación mortecina de las farolas presta a la atmósfera un aire irreal, a pesar de que varios transeúntes animan el espacio. Me debió ver reticente a apearme, porque me tuvo que repetir la orden. Nada más poner los pies en la acera, sentí el cuerpo anestesiado por el viento invernal que nos había dado de frente durante casi todo el trayecto. La falta de ropa adecuada para el viaje a tal velocidad y mis problemas pulmonares me llevaron a tal extremo, tanto que terminó desencadenándome una tiritona enfermiza, además de un acceso de tos seca. Después de aparcar la Impala y encadenarla a una señal de tráfico con un candado, me dio unas friegas con sus manos para que entrara en calor. Como viera que aquello no daba mucho resultado y no lograba articular palabra, para decirle si me encontraba bien, me tomó de la mano y me llevó hasta un bar de las inmediaciones. Entramos y pidió con premura un vaso de leche caliente, que tomé de inmediato junto a una estufa de gas con todas sus placas encendidas. Poco a poco fui recobrando el ánimo hasta que estuve en disposición de decirle que ya me sentía mejor. Era absurdo haber padecido aquel gélido, desagradable incidente, para terminar en el bar Las cumbres, en el barrio donde se concentraban la mayor parte de las librerías de la ciudad. ¿Qué pintábamos allí, sobre todo a aquellas horas? Con el estómago bien caldeado, el mío por la leche, y el suyo por el carajillo de orujo que se tomó igualmente, salimos a la calle, aunque antes me echó sobre los hombros su cazadora de cuero, para volver a donde habíamos dejado la moto. En la creencia de que regresaríamos a casa, me adelanté unos pasos hacia la parte trasera del asiento. Sin embargo resultó que estaba equivocado. Él se desvió hacia el escaparate de enfrente, situado bajo el luminoso que nos había dado la bienvenida. Se quedó allí en silencio, mirando los libros, abstraído, como si estuviera solo en el mundo y su salvación dependiera de un secreto presente entre aquellos volúmenes, cuyo descubrimiento estuviera a punto de revelársele. Desde donde estaba me interesé por el nombre de la librería, Ágape, ponía con caracteres en cursiva el letrero de metacrilato, apenas iluminado desde dentro. Tras unos minutos esperando que despertara de aquella extraña abducción, y viendo que no tenía pinta de que sucediera en un corto espacio de tiempo, me acerqué a él y le toqué el brazo, con la intención de que saliera del trance con mi presencia. No había duda, aquel era el motivo por el que habíamos venido hasta aquí, pensé. Aun teniéndolo claro, no me satisfizo la conclusión, porque nunca imaginé que le interesaran los libros. Jamás lo había visto leer más de cinco minutos seguidos, y no libros, sino algún periódico deportivo en el bar, y ni tan siquiera eso, pues lo que miraba no era el texto sino las instantáneas más llamativas de los goles marcados. De cualquier modo... si le interesaban, ¿por qué en casa solo teníamos los míos del colegio? Quizás fuera una tontuna pasajera, no había otra explicación. Venga, vámonos, papá, le urgí, hace frío y mamá estará a punto de llegar. Sí, espera un poco, me contestó, desplazándose lateralmente hacia la puerta cerrada, a través de cuyos cristales apenas se veían las sombras borrosas de una mesa y varios anaqueles. El misterio se intensificó cuando caí en la cuenta de que todos los establecimientos habían cerrado hacía casi una hora, con lo cual... si no había venido a comprar uno... ¿a qué habíamos venido? Levantó los brazos, metió los dedos entre los agujeros de la persiana metálica y acercó el rostro a ella, tratando de vislumbrar en la oscuridad no sé qué. Mira, Gabi, es maravilloso, allí dentro, aunque no los veas bien, hay muchos más, dijo con una voz henchida de asombro. Aquella declaración me conmovió por el tono grave de amante entregado. Se diría que quien hablaba era un ser distinto al que conocía, como si hubiera salido de otro mundo distinto al que habitábamos.

Aquellas visitas se repitieron a menudo durante muchas tardes. A las librerías Cástor y Pólux, Amberes, Néstor, Atenea, Maguncia... Con una camiseta de felpa suplementaria y el abrigo me libré de las consecuencias dañinas del aire helado que cortábamos a lomos de la Impala. Gracias a aquel estado de confort pude prestar atención a las muestras de asombro de mi padre, y por ende compartir plenamente con él ese mundo de escaparates y libros. Hacíamos comentarios sobre el color y el diseño de las cubiertas, las fajitas que ceñían las hechuras de algunos, el sorprendente grosor de otros o la escualidez de unos pocos, que solían coincidir, estos últimos, con los de poesía. También hacíamos chistes sobre ciertos nombres de autores, sobre todo los extranjeros, de tan difícil pronunciación que terminábamos por bautizarlos con un mote pretendidamente ingenioso. Lo que no se nos ocurría nunca era referirnos a ellos sin el debido respeto, algo que estaba fuera de toda duda en la consideración de mi padre hacia ellos. Es más, tenía a los libros como objetos mágicos, portadores de cualidades cuasi mistéricas. Pero lo que más tiempo ocupaba nuestras conversaciones eran las elucubraciones en torno a los títulos, epítomes y guardianes de las esencias que contenían, cuyos entresijos acabábamos por imaginar de viva voz, dando rienda suelta a nuestras someras inquietudes, al margen de la verdad, que no se nos pasaría por la cabeza perseguir; aunque lo imaginado eran solo los temas sobre los que parecían versar y las posibles historias narradas, como si las palabras que los conformaran perteneciesen a un conocimiento hermético, solo apto para iniciados, entre los cuales no estábamos nosotros. Aun así, con frecuencia surgían disputas entre ambos sobre el contenido de aquellos objetos, tenidos como tabernáculos sagrados por mi progenitor, quien al final imponía su criterio sin más argumento que su sabiduría atesorada durante años de observación. A veces argüía que conocía otras obras del autor objeto de discusión, y que aquel título no escondía un relato sobre un viajero solitario por rincones ignotos de Asia, según mi manera de interpretarlo, ni un tratado sobre el comercio en tierras remotas, como aduje como segunda opción; sino la historia de su familia a través de los tiempos, con toda seguridad, como los otros títulos suyos, desconocidos para mí. Con esta singular autoridad siempre caía derrotado, con lo cual no me quedaba otra que admitir su propuesta, hasta el punto de que hubiera rechazado cualquier testimonio, escrito o hablado, que me intentara convencer de lo inverosímil de aquellos razonamientos paternos, por mucho que se basara en la mismísima lectura del libro en cuestión.

Hubo un momento en que nos sabíamos de memoria todos los escaparates del barrio de los libreros. El goteo escaso de novedades que incluían cada poco, ya no ofrecían suficiente atractivo para repetir. Así que mi padre decidió con mi anuencia, explorar otros barrios y otras calles de la ciudad en busca de librerías con escaparate, y digo con escaparate porque dimos con algunas sin expositor. Eran estos unos establecimientos extraños, distintos a los que hasta entonces conocíamos, y a los que no dimos carta de existencia, de modo que los ignoramos. Por el contrario, en las calles aledañas a las arterias urbanas principales, dimos con unas fastuosas. Utilizo este adjetivo en relación con sus enormes y asépticos escaparates perfectamente proyectados, con centenares de libros de mil tipos y dispuestos de mil maneras, en arquitecturas de papel dignas de los alarifes más primorosos.

En ningún momento de aquellos viajes dejé de pensar que la creación de aquellas mistificaciones perseguían alentar mi pasión por los estudios, en vista de que comenzaba a dar muestras de aversión a los mismos, como bien sabían tanto mi padre como mi madre. Hasta que un atardecer llegamos a Horacio Libros. Como la puerta estuviera abierta de par en par y no parecía que la hora de cierre hubiera llegado hacía media hora antes, me asomé al interior, donde vi a un hombre con unas gafas caladas a media nariz tras un mostrador, atareado con la máquina registradora, de la que obtenía unos datos que anotaba en un cuaderno. Aprovechando esta circunstancia le sugerí que entrara y comprara alguno, o por lo menos echara un vistazo. Desconcertado y contrariado, me contestó que una vez te haces con el primero, ya no puedes parar, porque aquel acto inocente se convierte en una costumbre que arraiga en lo más profundo del alma, y además exige una práctica diaria, cuya dilación provoca un síndrome de abstinencia que desemboca en la locura, por eso antes hay que asegurarse de que tienes recursos suficientes, tiempo para dedicárselo y no llegar a casa reventado, con un cansancio tan atroz que le hurte a tu biblioteca la dedicación requerida. El escepticismo desangelado que mostré ante tal declaración, hizo que concluyera diciéndome que le gustaban los libros, pero no para leerlos, que prefería soñarlos, añadió visiblemente malhumorado ante la encrucijada a la que lo había conducido. Esa fue la última vez que me pidió que lo acompañara en sus correrías librescas antes de la cena, lo cual indicaba que me había equivocado en mi apreciación sobre el objetivo que perseguía respecto a mi nula inclinación por los estudios, para que diera el paso que no había dado él, participar de todos aquellos placeres y conocimientos que prometían las lecturas, aunque eso implicara destruir ciertos sueños como los que él había construido con su ignorancia.


II Libros viejos


Jamás le pedí explicaciones, y mucho menos le reproché nada en absoluto, porque, entre otras cosas, no estaba en mi naturaleza aprovechar la oportunidad de comprender mejor el mundo y todo lo que acontecía y había acontecido en él a través del estudio, además de optar a ganarme la vida de una manera más cómoda. Si bien terminé trabajando también en la construcción, no lo hice realizando trabajos que implicaran un esfuerzo físico como en su caso, sino manejando el control de una grúa, debido a las limitaciones impuestas por mis delicados pulmones. Esta circunstancia no tuvo como consecuencia que la influencia de aquellas cabalgadas en la Montesa con mi padre hacia ese peculiar universo suyo, quedaran en el olvido ni mucho menos. Con frecuencia pensaba en ello cuando lo veía bajarse de la moto. Me quedaba absorto mirando su misteriosa sonrisa, su apariencia enajenada procedente de su inmersión en el tráfago de sus figuraciones, y fantaseaba con los libros que acababa de concebir en su mente partiendo de un título, el diseño de una portada, el nombre o apellido de un autor, o cualquier detalle que le pareciera significativo, susceptible de actuar como detonante de todo un cúmulo de abstracciones vagas, que satisfacían plenamente la intriga por saber lo que nutría todas las páginas de principio a fin, entre la cubierta y la contracubierta.

Debo confesar que, conforme fue transcurriendo el tiempo, más de una vez no pude remediar tenerlo como un pobre y viejo loco, digno de lástima y conmiseración. Al final terminaba reprochándome a mí mismo dichos juicios, que me dejaban la mala conciencia de una culpabilidad que tampoco merecía. De ahí que tratara de no pensar mucho en aquella monomanía, y sobre todo de alejarme cuanto pudiera de todo lo que tuviera que ver con libros y librerías. De sucumbir a dicha flaqueza, quién sabe si terminara tan zumbado como Don Quijote, aunque este llegara a ese estado tras atiborrarse de lecturas poco recomendables, pensaba. Si a este personaje le había ocurrido esto, no quería imaginar lo que me podría ocurrir a mí si cayera en ese vicio, no de la lectura, sino lo que es peor aún, de la invención de las lecturas, que ya era el colmo. Temí por la salud mental de mi padre después de establecer este parangón, pero no hubo lugar a que tomara ninguna determinación para corregir su desvarío, porque un enfisema pulmonar y un principio de cirrosis hepática nos privó de su presencia.

Tras darle sepultura, nos fuimos a casa para enfrentarnos al duelo ya sin la parafernalia de las exequias. Pero como mi madre se refugiara en una suerte de catalepsia emocional, sentada en silencio frente al televisor apagado, sin que se le moviera un solo músculo, y hasta los párpados quedaran vitrificados con la dureza de sus ojos resecos, por haber derramado todas las lágrimas, la casa se fue poblando de ausencias, de propósitos pendientes que solo alcanzaron el grado de olvidos premeditados, de palabras jamás pronunciadas, que ya solo formaban parte de una herrumbre de pesar al haberse marchado el destinatario.

Tenía que enfrentarme a esta nueva situación tratando de que la conciencia no envenenara la sucesión de mis días futuros. Para ello no había más alternativa que hundir mis dedos en la llaga, en busca de una catarsis que me liberara para siempre de toda persecución. Con esta intención acaricié la mejilla de mi madre y la besé en la frente; le dije que volvería a la hora de comer y, aprovechando que tenía el resto del día libre gracias al permiso de la empresa, fui a buscar la Montesa Impala al garaje. Monté en ella por primera vez solo, dispuesto a pilotarla. Tuve la sensación de que al hacerlo, todo mi cuerpo se embutía en el molde invisible del cuerpo de mi padre, y que este me ahogaría por transgredir su voluntad de que nadie más que él tomara posesión de aquel asiento. Mas después de algunas reticencias, la arranqué, aceleré hasta medio puño y el rugido me produjo un sentimiento de poder, de jovial arrogancia respecto a la realidad que había a mi alrededor y bajo mis pies. Metí la primera marcha, la segunda, y salí a la calle. Al principio me comporté con precaución, sin apurar en exceso cada una de las velocidades, con el freno siempre dispuesto ante cualquier eventualidad, al menos hasta que tuviera la certeza de que dominaba todos sus secretos. Esta disposición hacia la máquina hizo que ella, entendiendo que obraba con pusilanimidad, tomara el mando de la dirección y el itinerario a seguir. Así fue como me dejé llevar hacia donde deseara. Ni siquiera porfié en litigar con ella el principio de autoridad que se arrogaba, de la misma manera que tampoco hice siquiera un solo ademán de tomar las riendas. Es posible que mi subconsciente diera por hecho fehaciente que estaba imbuida por el espíritu de mi padre, y sucediera como a las caballerías que suelen hacer siempre el mismo trayecto, que acaban por repetirlo sin necesidad de orden alguna. Hubiera podido cerrar los ojos y dejar que me llevara de aquí para allá, por calles, avenidas y costanillas. En un momento determinado desembocamos en los aledaños del barrio de los libreros, adonde me había llevado mi progenitor hacía muchos años por primera vez. Estaba claro que se dirigía hacia las primeras librerías que me enseñó su dueño y señor. Tuve, entonces, miedo de que la Impala fundiera mi identidad con la de mi padre hasta convertirme en trasunto suyo, hasta el punto de obligarme a heredar sus sueños locos y su inocente paranoia. Esta aprensión motivó nuestro primer altercado, que se saldó agarrando por mi parte el manillar con todas las fuerzas, para desviarme del destino que la máquina me tenía designado. Noté una resistencia en la rigidez de su esqueleto metálico, a la postre vencida por la determinación de mi empeño. Deambulé así disputándole cada viraje, pletórico por el resultado de la doma, que no tenía otro significado que el de saberme en el buen camino, cuyo premio era el de la liberación de la pena que me afligía, y la superación de la hegemonía que todo padre ejerce sobre su descendencia. Recalamos frente a una librería sin escaparate, Librería Anticuaria Blaisten, que recordaba vagamente por haber pasado por allí con mi padre hacía mucho tiempo, así como igualmente recordaba que él no tenía en mucho aprecio este tipo de establecimientos con escaparates exiguos, o directamente sin ellos; pormenor que resultó definitivo para que no me opusiera al último intento de la Montesa de ejercer su voluntad, deteniéndose frente a dicha tienda. Al fin y al cabo él habría pasado de largo, de modo que no podría decirse que claudicaba ante ella si condescendía. Me apeé de la moto, la apoyé en una farola próxima y me dirigí hacia la puerta, a través de cuyos cristales me asomé para fisgonear desde fuera el interior, repleto de pilas de libros sobre el suelo cubierto por una tarima parduzca de madera, sobre la cual se erguían a lo largo y ancho del recinto innumerables estanterías llenas de ejemplares con sus lomos decolorados, que daban al aire una transparencia grisácea y lo espesaban. Dentro de aquel limitado cubículo, percibido por mí como un laberinto de tiempos pretéritos, se movía de un lado a otro un hombrecillo de provecta edad con un semblante melancólico, bigote cano y ataviado con un pantalón de tergal, un casquete de fieltro y una chaqueta de lana a tono con las irisaciones que las nerviosas partículas de polvo en suspensión hacían al paso de alguna fluorescencia de los tubos colgados del techo, y de la débil luz que ocasionalmente se filtraba por los vidrios de la puerta. Ante tal contemplación, eché mano de toda la audacia que pude reunir y entré. Los pernios giraron sobre sus goznes emitiendo un leve chirrido a partir de un determinado ángulo. El morador recibió así el aviso de que me debía parte de su atención desde el momento en que traspuse la puerta, una atención discreta y distante, como se suele en estos lugares. Plantado en la entrada, tras soltar la puerta y dejar que el muelle la cerrara, mirando de arriba abajo y de izquierda a derecha, sin detenerme en ningún detalle concreto, así me quedé, tal si estuviera en la sala más insólita de un museo de ciencias naturales, frente a criaturas sobre cuya naturaleza dudaba. El anfitrión se apostó tras una mesa coronada con varias torres de libros, entre las cuales asomaba tímido sus ojos de abubilla. Esta ocultación parcial me animó a dar unos pasos y acercarme hacia el más próximo de los anaqueles. La humedad y el frío reinantes, junto al dulce olor a vainilla y almendras que exhalaban los libros, daban al local una apariencia de intemporalidad. El silencio y el sosiego solo se veían alterados por el crujido de los listones de madera en el desplazamiento de mis pies. Miraba y miraba con afectada atención, pero no veía más que volúmenes y volúmenes de distintos grosores y colores. Y como miraba sin ver, no leía los títulos de sus lomos, ni aun los más llamativos impresos en letras doradas con troquel. La respiración y el corazón acelerados testimoniaban la emoción que me embargaba. No supe exactamente por qué, si por el aroma de santuario en decadencia de aquel ambiente, o por el privilegio de aquel santero. No di muchos más pasos sin dar por sentado que el guardián del templo estaba escuchando mis latidos, cada vez más convulsos, y que por ende intervendría de un momento a otro, para interpelarme sobre cualquier materia, y así conjurar posibles daños sobre mi salud física, tal vez psíquica, que a este nivel de concreción no llegué. Para acabar con aquella incipiente incomodidad decidí marcharme, pero lo haría con un libro en la mano, puesto que si no lo hubiera hecho, pensé que ya no tendría excusa para regresar, ni sería bienvenido, tal era mi desconocimiento sobre el comportamiento de lectores, bibliófilos y demás fauna libresca. De modo que por puro azar puse los dedos sobre un ejemplar de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, editado en 1940 por la editorial mejicana Séneca, creyendo que sería más barato que los de más envergadura. Lo saqué y me dirigí a la mesa que hacía de mostrador.

El librero, al verme sin brillo en los ojos e indiferente por mi elección, se atrevió a ofrecerme otras ediciones más recientes de la obra y menos onerosas para mi bolsillo. Aquel ofrecimiento me reveló que se había percatado de que nada sabía de libros, y menos tan viejos. Negué con displicencia moviendo la cabeza de un lado a otro, sin pararme a pensar en las palabras “onerosas” y “bolsillo”. Cómo iba a hacerlo si no sabía el significado de la primera, aunque la segunda me habría tenido que llamar la atención sobre lo que escondía el ofrecimiento. Sea como fuere, ya no había marcha atrás, Blaisten introdujo el libro en una bolsa de papel del mismo tamaño y me la entregó pronunciando el precio. De nuevo tuvo que darse cuenta de que estaba ante un neófito, porque abrí los ojos desmesuradamente por la sorpresa que me causó tal cantidad. No crea que es caro, está por debajo del precio medio del mercado, aseguró. Pude haberle dicho que no me interesaba, pero como a pesar de todo disponía del dinero en efectivo, tragué saliva con dificultad, le entregué el importe y salí hacia la Montesa.

Durante varias tardes inspeccioné el libro de arriba abajo, por delante y por detrás, cada una de sus páginas, las letras rojas de dos de las palabras del título, así como el año de edición. Pero lo que más me llamó la atención no fue el poema de Antonio Machado, ni el prólogo de José Bergamín, sino dos de los cuatro dibujos que incluía. En uno aparecía en primer plano un hombre unido a una especie de máquina de la cual salía un cable hacia el pecho, que le producía un sangrado terrible, de cuya herida partía a su vez un filamento rojo que iba enlazando a unos monigotes de seres humanos erguidos cada uno sobre una pirámide blanca. El otro consistía en la figura de un busto masculino, calvo y con los ojos vacíos, de los cuales salían unos hilillos que semejaban raíces o delgados y sinuosos tallos de plantas. Toqué el libro por los cuatro costados con todas las yemas de mis dedos, incluso con mis labios, con mis mejillas. El tacto de la superficie ofrecía sensaciones muy diferentes, dependiendo de qué parte del cuerpo se aplicara a ella, a pesar de que su textura por regla general fuera la misma. Escuché el sonido sordo que hacía el papel al pasar sus hojas y al doblar la cubierta y contracubierta, un sonido diferente según fuera el movimiento que realizara con mis manos o el ángulo de ataque, y por supuesto según hubiera envejecido el papel en una u otra parte. Me lo llevé incluso a la nariz; el resultado de esta operación fue el descubrimiento de que poseía un sentido del olfato muy desarrollado; descubrí así las emanaciones gaseosas de sus compuestos químicos, un conjunto de matices odoríferos que me evocaban sustancias frutales; pero no quedaron ahí mis percepciones olfativas, porque llegué incluso a discriminar olores humanos incrustados en algunas partes, y hasta un ligero aroma salino que envolvía el conjunto. Solo me faltaba conocer mi Poeta en Nueva York con el sentido del gusto, pero, como para ello tenía que someterlo a una amputación, desistí; me conformaría con aplicar un poco de sinestesia basada en la apreciación de los otros sentidos e imaginar así el sabor de aquella celulosa. Puesto que no conocía la historia de ese libro, conocería al menos todo lo que me pudieran dictar mis sentidos sobre él. Quedaba lo más importante, leerlo, para completar la comprensión a la que podía aspirar dentro de mis exiguas capacidades. Bien sabe Dios que lo leí con detenimiento y dedicación, y que hice todo lo posible por llegar a lo más profundo de su sentido, pero solo conseguí que aquellos poemas me provocaran un tropel de impresiones desconcertantes e incomprensibles para mi sensibilidad e inteligencia. Así que, tras el fracaso de esta aproximación, profundicé aún más en el dictado de mis sentidos.

Tardé varias semanas en sentir de nuevo la llamada de la Impala. El aire frío amenazaba mis bronquios maltrechos con postrarme en cama, e incluso, como ya había sucedido, con llevarme al hospital a causa de una neumonía severa, desatada en una de mis cabalgadas por las librerías de lance, como relataré a continuación. Debido a mis afecciones respiratorias, determiné que debía limitar mis viajes a la ciudad. Bien es cierto que podría haber ido en autobús o en metro, pero sin la compañía de la Montesa aquellas incursiones perdían su significado, cuyo porqué nunca supe concretar ni descifrar, todo lo más intuirlo de un modo confuso. Antes, durante muchas tardes me había llevado al encuentro de librerías de viejo, situadas casi siempre en estrechos callejones, travesías ausentes en los mapas callejeros, traseras de catedrales, semisótanos mal iluminados, sobrados de casas desvencijadas... pero como siempre llegaba cuando estaban cerradas, solo me quedaba el recurso de asomarme al interior por la puerta y huronear lo poco que podía escudriñarse desde fuera, porque solían ser locales de aspecto lóbrego con poca ventilación, que pasaban desapercibidos para todos menos para quienes las frecuentaban. No merecía la pena pillar una pulmonía por llegar a las fachadas de Robinson. Libros antiguos, El trastero. Libros de ocasión, El desván de Tino... y mirar a través de sus celosos y oxidados cierres metálicos, para cosechar tan solo un indeterminado sentimiento de frustración. No merecía la pena, no, sobre todo después de haber entrado en la librería de Ricardo Blaisten. La Impala lo entendió antes que yo, por eso se resistía a continuar con aquellas carreras, a pesar de que había sido ella quien me había inducido a ello, así como mi padre, ya no me cabía la menor duda. Debió sospechar que las inclemencias de esas horas intempestivas acabarían con mi vida y con ella en una chatarrería. Así pues, solo concebí como posible un contacto material y tangible con aquel mundo de libros usados, descatalogados, raros y antiguos; lo contrario solo era motivo para la invención literaria.

Bajaríamos a la ciudad los sábados por la mañana, para de este modo comenzar una nueva etapa, ya presagiada con mi experiencia en Blaisten. En sucesivas semanas probé a entablar conversación con quienes regentaban la Librería Apolodoro, Sansón Carrasco y Librería Larsen. Raros y olvidados. No considero pertinente relatar cómo me fue con ellos, porque no fue esto lo más reseñable, dado que en este gremio uno se puede encontrar desde personajes reservados que guardan celosamente cualquier información sobre sus adquisiciones, a otros cuya vanidad les lleva a disertar durante horas sobre sus conquistas bibliográficas, pero todos con una paciente bonhomía al servicio de cualquier amante de aquellos libros tan exclusivos. Aun así, en ninguno de estos establecimientos encontré la magia que había en los anaqueles de Blaisten, ni el suspense con que se refería Ricardo al proceso de descubrimiento de cada uno de los ejemplares que tenía en su tienda a disposición del público. Esta fue la razón por la que entablé una estrecha amistad con él, gracias a la cual ofició de Virgilio en mi camino iniciático hacia el conocimiento de los secretos de aquel universo de papel viejo. Así pasaría muchos sábados, conociendo a multitud de traperos, bibliotecarios ladrones, rastreros... que ofrecían su mercancía al mejor postor, con la sola exigencia de guardar debida discreción en el trato. Con todo, lo que más me llamaba la atención era cuando cerraba la tienda y nos marchábamos a tasar o expurgar bibliotecas, particulares o de alguna institución pública. En estas circunstancias es cuando Ricardo mostraba tanto su gran sabiduría bibliófila, como la astuta habilidad para negociar los precios de aquello que le interesaba. Resultaba prodigiosa la estrategia que diseñaba según el caso, como si se tratara de un campo de batalla en la cual todo valía con tal de ganarla, y en la que, por supuesto, el engaño y la simulación eran recursos corrientes. Solo en el caso de que su contendiente pusiera en danza el valor de una obra determinada por su aportación a la literatura, la geografía, la historia, el derecho, la psicología o la materia de que tratara, entonces callaba y esperaba el momento en que se relacionara su importancia con la fecha de edición, ejemplares en el mercado, estado de conservación... y no con su contenido. En aquellas cuestiones no entraba por carecer de erudición suficiente y por no serle de utilidad en la consecución de su propósito final.

El añoso Ricardo Blaisten, sabiéndose en sus últimos años de ejercicio, me tomó como un heredero a quien le cedería todo su saber. Solo falté a la cita de los sábados el año que me diagnosticaron EPOC y me concedieron la incapacidad permanente absoluta. Circunstancia esta que después me permitiría aumentar la frecuencia de mis visitas a la librería, cuando mi estado de salud me lo permitiera. Con el fallecimiento de mi madre estuve también alrededor de seis meses sin ir por allí, debido al lamentable estado en que me dejó tan triste pérdida.

El día que Ricardo y yo festejamos nuestro reencuentro, me invitó a comer en un restaurante donde solían hacerlo los empleados de una oficina cercana. Antes de abrir de nuevo lo acompañé a comprar un radiador eléctrico para el invierno, sus huesos ya no soportaban la temperatura invernal de la tienda, me dijo. Pero de sobra sabía que lo hacía por mí, porque el frío aumentaba mis accesos de tos y tenía que marcharme de inmediato. A partir de entonces recibí su magisterio y él mi compañía con un bienestar tal, que daba pereza abandonar el local bien caldeado en las estaciones más gélidas. Había momentos de máxima comunión entre los dos cuando nos quedábamos en silencio, mirando absortos las estanterías repletas de libros, cuyos títulos nos sabíamos de memoria. En un instante de aquellos llegué a la conclusión de que mi padre estaba en lo cierto al soñar los libros que se publicaban recientemente, porque eran libros todavía sin historia, sin una legión de lectores perdidos en el tiempo, libros a merced de la voluble libertad de cada uno. En cambio, en la Librería Anticuaria Blaisten eran los libros viejos quienes soñaban a los lectores, lectores del pasado a los que habían sobrevivido, y que permanecerían entre sus páginas mientras perduraran; pero aun me atrevería a decir, haciendo un ejercicio de anticipación, que también soñaban a los del presente, porque estos lectores, tras haberlos disfrutado y más tarde desaparecido de entre los vivos, también serían soñados por ellos sin la provisionalidad de lo reciente, en la paz vívida de aquellos cementerios librescos donde los tiempos se confunden. Por eso me gustan los libros viejos, porque a esta hora alguno me está soñando sobre mi Impala, y si me está soñando, me está viviendo, incluso no habiéndolo leído, porque mi sustancia está hecha de la materia de los grandes lectores, que no son otra cosa que soñadores a lomos de Impalas, en tan alto grado como lo fueron los autores. Soñar, vivir, adorar los libros viejos y los canales luminosos por los que transitan, desde las polvorientas y abandonadas bibliotecas de los muertos, los estantes de las librerías anticuarias y de lance, los rastros donde pecorean los buscadores de tesoros, las manos de los traperos ubicuos y los chamarileros extravagantes, hasta los predios de los degustadores de inveterada celulosa, quizás para venerarlos en las heladas noches de invierno sobre sus rodillas con ojos miopes, quizás para penetrar en su corazón y leerlos, aunque sean los menos.


III Libros de la consumación


Aquella tarde de comienzos de otoño no fui yo quien faltó. Como encontré la librería cerrada, merodeé por los alrededores durante media hora por si a Ricardo le hubiera ocurrido algún percance y se retrasara en la llegada. Transcurrido el plazo de cortesía, arranqué la Impala y me marché. No supe a qué achacar su ausencia, porque su puntualidad era propia de un exquisito aristócrata de siglos inmemoriales. Al día siguiente seguía cerrada, y al otro, y al otro... Probé a ir por la tarde, a pesar de que no había el más mínimo indicio de alteración, por si acaso hubiera restringido el horario sin decírmelo. Bastaron unos días más para que me preocupara. Lo lógico hubiera sido telefonearlo o presentarme en su casa, pero caí por primera vez en la cuenta de que no sabía el número, caso de disponer de aparato, como tampoco dónde vivía. Claro que él tampoco tenía ningún dato de contacto mío si hubiera sucedido al contrario. Lo más sorprendente es que... ¡No sabíamos nada uno del otro! ¿Cómo era posible después de tanto tiempo compartido? Me resultó incomprensible que nos hubiéramos olvidado totalmente de la vida, de nuestras respectivas vidas. Aunque por otra parte, bien mirado, significaba que nuestro deseo había sido considerar nuestra mutua intimidad, como algo subsidiario de nuestra pasión bibliófila. Así es que no me torturaría con reproches, por mucho que me pusiera en lo peor. Ni tampoco trataría de reparar dicha carencia en caso de volver a verlo. Tampoco estaba tan mal encontrarnos dentro de las páginas de algún ejemplar añejo, como dos de sus personajes que respiran su viejo perfume de almendras y vainilla, y se quedan extasiados ante sus atardeceres amarillos de lignina.

Dos semanas más tarde decidí pasarme por allí cada tres días, después cada semana. Hasta que a comienzos de aquel invierno crudo, encontré un cartel en la puerta que rezaba “Saldos. Se traspasa”. Con el alma en vilo, entré con la esperanza de que aquello no fuera cierto. Los anaqueles habían sido saqueados, los grandes huecos que quedaban semejaban la dentadura corroída de un carcamal en las últimas. Una aire desolador y decrépito campaba por todos los rincones. La misma desolación y decrepitud del aspecto de Ricardo, fatigado y enfermo, vencido, sin el menor ánimo ni fuerza para mantenerse en pie. Tienes que quedarte con la tienda, Gabi, yo ya no puedo más, me dijo, soslayando cualquier otra explicación, que por otro lado tampoco le pedí.

A pesar de que ya había vendido los ejemplares más valiosos, negocié con él el traspaso por el precio que podía pagar por ello, puesto que mi economía no se podía permitir muchas alegrías. Confié en que sería capaz de salir adelante haciendo unas cuentas elementales. Poco a poco repondría con nuevas adquisiciones las estanterías, con el fin de amortizar el desembolso antes de doce o catorce meses, según mis cálculos. Después de la transacción nos dimos un abrazo de despedida. Antes de que Ricardo Blaisten se perdiera en el vientre de una hiena, de una residencia de ancianos cuyo nombre no quiso revelarme, me dijo con voz compungida: ¿Sabes? Siempre quise tener una Impala para salir de aquí, en cambio a ti te ha traído. Me sorprendió tanto la declaración, que me costó entender que su sueño más recóndito había consistido en ser un hombre de acción.

A mediados de enero el invierno se recrudeció hasta límites hirientes. Los boletines meteorológicos advertían de la llegada de varios frentes polares, que sumirían a la provincia en varias olas de intenso frío durante semanas. Si cerraba la tienda para evitar el enorme gasto en calefacción, la falta de ingresos me llevaría a la ruina y al cierre. Si por el contrario decidía abrir, solo me libraría de una neumonía severa si mantenía el radiador eléctrico enchufado, pero en este caso el recibo de la luz se comería con creces las ventas, si es que se producían, porque con esas temperaturas la gente es reacia a salir de casa, sobre todo esta clientela, formada en su mayor parte por personas de avanzada edad.

El destino de la librería, que mantuve con el mismo nombre, se fraguó en las primeras heladas. Encendía unos minutos el radiador de aceite, ponía sobre él unas toallas, que luego de apagarlo, me colocaba bajo el abrigo o sobre aquellas partes del cuerpo más frías. Pero como quiera que el tercer día por la mañana entrara un hombre alto de mediana edad, más interesado en mí que en libro alguno, según pude constatar, y me sorprendiera con una toalla liada en la cabeza a modo de turbante, su rostro dejó traslucir una alarma sarcástica al verme con ese atavío. El cuarto día entró únicamente aquel hombre de nuevo, desafiando a un día que amenazaba con quebrar hasta el aire de la calle, solo que esta vez mantuvo su rostro impávido. El quinto día volvió a repetirse la visita sin que mostrara la menor predilección por siquiera uno de los ejemplares que aparentaba hojear. El sexto día ya no regresó. Pero sí el domingo, aunque no a la tienda. Allí estaba su foto, en uno de los periódicos locales, con las facciones graves de un juez decimonónico. Bajo ella pude leer el título de su artículo titulado “Libros de la consumación”, en el que, entre otras cosas, mantenía que el nuevo propietario de la Librería Anticuaria Blaisten era la estampa, viva o muerta, de un pobre loco excarcelado por el autor de alguno de aquellos libros afantasmados. El lunes contacté con el propietario del local para rescindir el contrato de alquiler. Por la tarde le di una propina a unos vecinos para que me subieran por la escalera la Impala a la salita, donde juntos nos marcharíamos de allí, como había soñado Blaisten.


José Miguel López-Astilleros




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