27 de marzo de 2022

LA PALOMA DE LA SUERTE





LA PALOMA DE LA SUERTE



Estar dentro de un pequeño quiosco vendiendo lotería durante varias horas puede llegar a ser asfixiante. Cada día, cada hora, minuto, segundo, semana tras semana, un mes, dos..., un año detrás de otro, hasta cumplir los veinte que llevo con la misma rutina. Abro la puertecita, una vez dentro saco del bolso los billetes y algunos los coloco en la cristalera frontal para que se vean bien desde fuera. A continuación me quito el abrigo si la temperatura lo permite, o por el contrario me cubro los hombros con una mantita si es invierno. Los días de primavera y verano son los mejores, porque a pesar del calor basta con dejar abierta la puerta para mitigarlo. Al principio los nuevos sonidos me llamaban la atención, habida cuenta que solo puedo ver sombras más o menos nítidas a través de mis gruesas gafas. Me llenaba de zozobra el estruendo de los camiones acercándose, frenaban entre bufidos si el semáforo los pillaba en rojo y aceleraban con violencia al arrancar de nuevo. Temía que en una de esas maniobras se llevaran por delante la casetita de metal conmigo dentro. En otras ocasiones el ruido emergente de las sirenas acercándose y alejándose a toda velocidad bajo el efecto doppler me dejaban al borde del síncope. Tardé mucho en acostumbrarme, sabedor de la indefensión en la que me hallaba, a merced de cualquier eventualidad sobrevenida, dado que mi puesto estaba en una esquina a solo un metro de la calzada de cuatro carriles, con un tráfico denso según el momento del día. En honor a la verdad también debo decir que me sorprendieron otros sonidos, que lejos de atemorizarme, me transportaban al sosiego de mi barrio antes de que me diagnosticaran la retinopatía. Así el jolgorio de los niños recién salidos del colegio acompañados por sus progenitores o abuelos, o las risotadas de pandillas compuestas por adolescentes en dirección hacia el centro urbano. Aunque lo más sorprendente eran las islas auditivas que se producían allá para cuando, dentro de las cuales el silencio dejaba escuchar durante unos segundos el piar de los carboneros en las proximidades de la primavera, el susurro de alguna confidencia de un viandante a otro, e incluso los monólogos de quienes mantenían perturbadoras luchas dentro de sí mismos.

Con el tiempo me fui adaptando a este ambiente, y con ello comencé a focalizar mi atención en los clientes habituales. Basándome en el tono y la inflexión de su voces tracé los mapas psicológicos de sus respectivas personalidades, aunque no todos merecían esa atención, como comprobé poco a poco. Los timbres que almacenaba con más persistencia en la memoria pertenecían a los más miserables, en cambio los que correspondían a los más bondadosos no gozaban de una persistencia tan férrea, perspectiva que me espantaba, porque se oponía a mis principios morales. Por mucho que intenté revertir tal particularidad, no fui capaz, siempre se imponía la seductora maldad sobre toda consideración. Llegué incluso a pensar que me estaba escorando sin remedio hacia la simpatía por la abyección, hecho que traté de contrarrestar pensando que obedecía a una preferencia meramente literaria, pues siempre había sido muy dada a fantasear con la realidad, a transformarla para redimirla de una existencia vulgar.

─¡Buenos días, Marisol! ¿Qué tal estás hoy, guapa? Por favor, elígeme el cupón que desees y me cobras ─solía decirme con aterciopelada amabilidad y respeto Azucena, una maestra jubilada que siempre iba acompañada por Luno, su diminuto yorkshire.

─A ver, señora, quiero un cupón de los que van a tocar, uno de esos que tiene escondidos para los amigos, y no como los que me ha dado hasta ahora ─me recriminaba con frecuencia Lisandro en un tono displicente y áspero, un anciano rentista adinerado que había roto con sus hijos, a los que acusaba de querer asesinarlo para quedarse con su fortuna antes de tiempo.

─Deme un cupón con premio. Si no me toca de una puta vez, pensaré que me tiene manía ─me reprendía Juventino con cristales afilados en la vibración de sus palabras, un funcionario de mediana edad que se pasaba el día lamentándose con resentimiento de que otros compañeros habían logrado acceder a un nivel superior, mientras él llevaba anclado en el mismo desde el principio.

Aunque podría citar más ejemplos, estos tres son solo una pequeña muestra de los clientes más representativos en los que reparaba con más detenimiento, sobre todo los dos últimos, cuyas ambiciones y mezquindades eran exhibidas con absoluta insolencia, como si la anomalía estuviera en la actitud opuesta. No obstante, jamás me escucharon ni una sílaba de reprobación a sus intervenciones, y eso que hubo momentos en los que sus palabras herían mi orgullo como misiles devoradores.

Una mañana fresca de comienzos de otoño, estando en compás de espera en mi cubil, abstraída en los ensueños de la noche anterior, escuché un repiqueteo sobre el pequeño mostrador de acero inoxidable sobre el que atendía a los jugadores. Me desperecé, me ajusté las gafas y tratando de enfocar infructuosamente la ventanita, atisbé la silueta de un gran pájaro que picoteaba el metal. Sin duda era una paloma, no podía ser otra clase de animal, encaramado allí, con ese volumen. De un manotazo la espanté, a la vez que le chistaba a grito pelado pero sin inquina, no fuera que se aligerara el cuerpo y me espantara a los compradores que comenzarían a llegar.

La mañana siguiente, mientras ordenaba los cupones en el cristal, aquella paloma, digo aquella porque imaginé que era la misma del día anterior, se presentó de nuevo, pero esta vez, el picoteo sonaba distinto, como si lo hiciera sobre una superficie que lo amortiguara. Me quedé inmóvil para afinar cuanto pude mi pobre vista, a la par que mi capacidad para la deducción, con el fin de averiguar qué estaba sucediendo. La única posibilidad era que estuviera tratando de horadar los ejemplares que había dejado sobre el mostrador para ir dispensándolos los primeros. Sin pensármelo dos veces, comencé a mover las dos manos haciendo aspavientos, emitiendo esta vez malhumorados gritos de alarma. Así evitaría que el pájaro deteriorara alguno, con la consiguiente pérdida de su valor. Cuando hubo echado el vuelo, pasé la superficie de mis dedos sobre toda la tira expuesta, con objeto de cerciorarme de que ninguno había quedado inservible. Por fortuna, solo en uno habían quedado unos ligeros arañazos, imperceptibles para quien no tuviera bien desarrollado el sentido del tacto. Minutos más tarde se presentó el primer comprador. Se trataba de Joel, un personaje hermético por quien sentía verdadera aversión, más aún, una repugnancia que procedía tal vez de mi intuición malsana respecto a sus sospechosas, a pesar de desconocidas, costumbres. Me solicitaba todos los días un boleto con dos golpes de sus nudillos sobre el mostrador, sin mediar palabra alguna. Tras recogerlo, me arrojaba con desprecio las monedas de su coste, una a una, en la suave depresión que hacía la bandeja, con una estridencia tan ofensiva que me desquiciaba. Como interpretara que el cupón picoteado por la paloma encerraba un perverso augurio, lo recorté y se lo tendí con la idea de estar oficiando una secreta venganza, aunque hubiera deseado pensar que con aquel acto pretendía reparar un desafuero cometido por su sola presencia en el mundo, quizás enmendar una aberración de la naturaleza. Estas dos últimas fueron las cavilaciones idealizadas con las cuales hice frente a las posibles objeciones de mi conciencia.

Cuando por la noche encendí la radio para conocer el número premiado de la jornada, me quedé estupefacta. ¡No podía ser, iba contra toda lógica matemática y ética! Pensé. Sin embargo ese era el número y serie premiados, el mismo que la paloma había señalado y yo elegido para el pérfido Joel. No cabía ninguna duda, estaba totalmente segura, porque fue el único ejemplar que despaché de toda la tira, al haber retirado todos los demás como último recurso por si llegara a vender los demás, hecho que no sucedió. Quizás hubiera actuado una justicia poética inversa para contrarrestar mis intenciones, fueran cuales fueran, pormenor sin importancia visto el resultado final.

A la mañana siguiente me fue difícil concentrarme en el tanteo de mi bastón hasta incorporarme al trabajo. Por eso tardé el doble de tiempo en transitar por las calles hasta llegar al quiosco. Así mismo, me costó un esfuerzo ímprobo realizar los sencillos preparativos rutinarios antes de comenzar la dispensa de billetes, perdida como estaba en un océano sideral de confusa perplejidad. No obstante logré sentarme en la silla, aun presa de una inquietud nerviosa, frente a la ventanilla, con una tira elegida al azar que posé sobre el exiguo mostrador, delante de mí. Tres horas más tarde solo me quedaban dos boletos, colocados lo más a la vista posible de los transeúntes y al alcance de sus manos. Con dicha táctica pretendía provocar en ellos la tentación de la fortuna, y así alcanzar unos objetivos adecuados de venta, que con un poco de viento favorable se incrementarían durante la tarde. La hora de cierre se acercaba sin que la racha continuara para poner el broche de oro a la sesión matinal. Quien se acercó a la ventanilla a unos minutos de darla por concluida, fue la paloma de la suerte. Sin titubear, la cerré con celeridad y eché el cerrojo para impedir que picoteara de nuevo ninguno de los billetes expuestos. No podía fiarme de que el señalado por su pico terminara de nuevo en poder de un destinatario tan vil, según mi manera de entender el concepto de merecimiento. No podría soportar de nuevo que mi voluntad contribuyera de manera activa a difundir tamaña injusticia, o por contra una falsa y errónea ilusión.

No quedó ahí el asunto. Los encuentros con la paloma de la suerte se sucedieron en varias ocasiones más, tras los cuales, ante mi negativa a darle cabida en el destino de la fortuna, reaccionó picoteando con tanta violencia los cristales, que temí por ellos, y hasta por mi integridad llegado el caso. Así es que el primer día del invierno, cuando escuché su aleteo cerca, antes de visualizar la opacidad de su silueta parda, busqué en mi bolso de mano una cajita metálica que había contenido pastillas juanolas, la abrí y la coloqué en el vado metálico, en la proyección exterior de la ventanilla, así no tendría que introducir su cuello dentro para acceder a los suculentos granos de trigo de color rojo. No llegó a ingerir siquiera la cuarta parte, cuando escuché el golpe sordo de su cuerpo al desplomarse sin vida sobre la acera. De este modo preservé el misterio inmanente al azar en mis cupones. Y así justifiqué lo que ahora no dejo de considerar un crimen, a pesar de no tener ningún cargo de conciencia.


José Miguel López-Astilleros



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