19 de marzo de 2022

Trilogía de la barbarie

 



TRILOGÍA DE LA BARBARIE


I
EL PARAISO RECOBRADO


Los domingos por la tarde me gustaba salir a campo abierto por la región de Kolymá en el viejo Lada Zhiguli que heredé de mi padre. El petardeo renqueante del motor, el paisaje desolado y el intenso olor a gasolina no impedían que me abstrajera en mis pensamientos, mientras conducía con lentitud de manera mecánica. Durante el último de estos paseos solitarios, cuando apenas quedaba media hora de luz, me dispuse a regresar a Magadan antes de que me sorprendiera la noche con el recrudecimiento de la helada, algo que evitaba a toda costa por miedo a quedar tirado en medio de la oscuridad con el automóvil averiado, circunstancia que me avocaría a morir por congelación si no era recogido con prontitud por algún conductor caritativo. Me había desviado por una carretera secundaria para romper un poco la monotonía, con lo cual había alterado la hora prevista de llegada. Antes de tomar la carretera principal para encarar la dirección hacia la ciudad, pasé por las cercanías de un antiguo campo de trabajo abandonado. Las ventanas sombrías de las celdas de cada edificio emanaban un horror que parecía no haber concluido tras decenas de años sin presos. Esta impresión se vio complementada por la presencia de una débil luz en una de ellas, perteneciente a uno de los pabellones del este, en el tercer piso. Supe entonces que la información del canal uno de la televisión estatal no se correspondía con la verdad. La presencia de aquel resplandor solo podía indicar que el primer administrador general, Eduard Petrovich Berzin, ejecutado a pesar de los servicios prestados, había abandonado su tumba con la intención de reabrir los campos de nuevo. Dos nuevas lucecitas en otros pabellones me confirmaron que el camino hacia el antiguo paraíso recobrado había comenzado en algún lugar del país, quizás más allá, o lo que es peor, dentro de nuestras...


II 

ATARDECER ROJO


Durante los primeros días de las hostilidades el pequeño Oleg salía al atardecer con su madre a la terraza del apartamento, en la séptima planta, desde donde observaban cómo las lejanas y apenas audibles detonaciones de los obuses teñían de rojo una franja del cielo. El espectáculo le llenaba las pupilas de celebraciones mágicas, que su progenitora hubiera reprobado de haberlo sabido. Dos semanas después, un atardecer rojo incendió el skyline más cercano, a varios centenares de metros de distancia, produciendo un estruendo que lo dejó sumido en el desconcierto. Su madre, presa de un temor que Oleg no comprendía, determinó que a partir de entonces dormirían en el cuarto de baño, él en la bañera y ella en un colchón sobre el suelo, lejos de las ventanas exteriores de las demás estancias. Al día siguiente no se asomaron a contemplar el atardecer, porque les bastó con percibir un ronco temblor en las inmediaciones, para sentir cómo se acercaba hasta dónde se encontraban. Allí estuvieron durmiendo durante varios días, hasta que un amanecer Oleg se incorporó y vio deslizarse bajo la puerta el color rojo más espeso que uno pudiera imaginar, al tiempo que escuchaba tras la puerta sordas voces imperativas y ruidos de pisadas presurosas, que se aproximaban hacia ellos. Supo entonces que por fin vería de cerca los ojos del atardecer rojo.


III

LA PERSISTENCIA DEL ESPANTO


Hacía veinte años que la guerra había terminado en todo el país. Sin embargo, contra todo pronóstico, cada día hacia las cinco de la tarde aparecían sobre el cielo capitalino como mínimo un par de aviones de combate, que dejaban caer sin discriminación una buena carga de bombas sobre la ciudad. Por fortuna nunca se registró ninguna víctima, porque se había decidió no reconstruirla, sino crear una nueva cincuenta kilómetros más al norte, en la margen derecha del río que antes la había dividido en dos partes.

Nadie sabía de dónde procedían aquellos mastodontes voladores, dado que la paz había sido firmada por los contendientes, como es sabido, hacía dos décadas. Pero tampoco les preocupaba en absoluto a los supervivientes y sus herederos este pormenor. Allá para cuando algún curioso, o quizás nostálgico de venganzas malsanas, solía subir a un cueto distante desde el que observaba con rencor el constante bombardeo de los escombros.

Para evitar los molestos ruidos de las explosiones a las poblaciones colindantes, se trazó un diámetro de cuatro leguas desde el centro urbano, dentro del cual nadie edificaría ninguna construcción ni desarrollaría actividad alguna, como si aquella circunferencia constituyera un espacio tácito inexistente, suspendido en la dolorosa memoria de los testigos de su destrucción.

Durante los primeros años de la postguerra hubo quienes teorizaron sobre el sentido de aquellos bombardeos pertinaces. Unos argüían que lo hacían por costumbre, otros que pretendían reducir los escombros a pedazos cada vez más pequeños, tal vez a ceniza. Hubo incluso quien, aceptando esta última explicación, fue aún más lejos, aduciendo que el destino final era pulverizarlos hasta llegar a convertirlos en moléculas, o en átomos, llegó a explicitar un estudiante de Física que participó de manera ocasional en las discusiones. En lo que sí se ponían de acuerdo con facilidad era en considerar el sinsentido de aquellas operaciones, aunque un reputado psiquiatra se atrevió a disentir solo desde un punto de vista clínico, de este modo razonó que los pilotos y sus altos mandos militares pretendían librarse de toda responsabilidad a través del absurdo mantenimiento de aquellas acciones, quizás con la pretensión vana de ser exculpados por los horrores provocados con el argumento de la locura.

El poderoso instinto de supervivencia hizo que superaran pronto aquellas diatribas, hasta el punto de que años después los descendientes más jóvenes comenzaron a visitar la extinta ciudad desde uno de los promontorios donde se situaba uno de los depósitos de agua que había resultado indemne, como si se tratara de un parque temático. Lo que más aplausos arrancaba a la concurrencia juvenil era cuando aquellas naves puntiagudas, de cuyos cruentos ataques habían oído hablar a sus padres y abuelos con verdadero pavor, comenzaron a precipitarse en los profundos cráteres de tierra calcinada sin que mediara ningún agente externo a ellos, y producían una burbuja incandescente de fuego al estamparse en picado. Cuando regresaban a casa, estas narraciones eran recibidas por los más viejos con esperanza, como un indicio de que el tiempo había comenzado a transformar aquel espacio en un lugar exclusivamente para la historia.


 Jose Miguel López-Astilleros


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.