II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM
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J
Espero que no se hayan tomado a mal la broma de dejarlos con el alma en vilo, por no desvelar el contenido de J. Nada más lejos de mi pretensión que hacerles responsables del mismo, para lo contrario hubiera tenido que tener las cualidades de uno de esos narradores, que con unos cuantos recursos técnicos pergeñan historias en la mente de los lectores, que jamás se les hubieran ocurrido a ellos. Claro que si les digo que en el momento de escribir ustedes no existen, qué sentido podría tener la suspensión de la revelación, si no es la propia vanidad de creerme capaz de mantener expectante al mismísimo lenguaje, o cuando menos a ese “ustedes” del otro lado, quimérico; pero dejémoslo aquí, no sea que la deriva del razonamiento nos haga desviarnos de lo esencial. Tampoco estaba exento de ironía Barbadillo, cuando me dijo que podía hincarle el diente a cualquiera de las dos jotas, en vez de invitarme a disfrutar de su genio literario, para así hacerme partícipe de la ignominia de Serafín Otamendi, cometida contra él. La cuestión no es qué había dentro de J, sino qué era J. Pero antes, permítanme recordarle la elección que les propuse en la entrega anterior. De nuevo no tengo remedio, les decía esto, sabedor de que habrían escogido el nuevo J, en detrimento del que estaba en blanco, y es lógico que así lo hayan hecho. Este es el ardid de quien, como yo, persigue distanciarse de lo ordinario para distinguirse, quizás de la uniformidad animal; pero es una treta sin ingenio, puesto que es fácil para quien maneja los resortes autoritarios del argumento. Así es que, sí, elegí el viejo libro de Jerónimo Barbadillo, su vieja J. Por varios motivos, porque era el que me había intrigado desde el principio y porque si había intuido algún temblor en él, algún misterio me aguardaría entre sus páginas, incluso a sabiendas de su vacuidad. Porque si Barbadillo era capaz de leer aquella tinta del deseo, cómo no había de ser capaz de leerla y descifrarla yo, aunque sólo fuera por orgullo intelectual. Y cómo no, porque da igual lo que encontrara o no encontrara, si ustedes sólo van a poder averiguarlo por mis palabras, reales o ficticias, fingidas o veraces. Barbadillo no mentía sobre la ausencia de palabras en negro sobre blanco, efectivamente allí no había trazo alguno mecánico o manual, nada que mi vista percibiera. No crean que la literatura es sólo cuestión de escritura, como había pensado hasta entonces. El aterrador impacto que me produjo el silencio del papel amarillento, comenzó a dibujar una duna tras otras en mis oídos, hasta formar un desierto vivo, un mar ondulante de arena, que poco a poco se fue transformando en un lenguaje de sonidos, de susurros, de gestos, de miradas, de vientos, de ecos, de banderas ignotas, de gritos marinos, alados, estelares, de todo lo más inimaginable que a nadie se le pudiera ocurrir que albergara el vacío, y todo ello pronunciado al unísono se concretaba en una música, de palabras absolutas, perfectas, de esferas puras, de elipses circulares, de círculos elípticos, de contradicciones demiúrgicas. Supe entonces que la tripulación de escarabajos, de una nave fletada por un blaps de fortuna, para descubrir el reino de la sabiduría y el amor, sólo podría existir en aquella nueva dimensión, en la melodía callada de las palabras inexistentes. Supe que allí, los filósofos de la vida y la metafísica de lo elemental sólo penetran en la verdad, cuando van cubiertos con su toga de queratina negra y rinden sus ojos compuestos a la contemplación de la diversidad. Allí, donde la carne es al fin una sola carne, de madera, nube, agua, atmósfera, hueso, mineral. Donde todos los ojos pertenecen al mismo rastro de la historia, sin distinciones bioquímicas o clasificatorias. Allí, donde no es el paraíso, pero es el único reducto que nos queda para el sueño, para la supervivencia de la dignidad, quizás hasta para la bondad, o la maldad sin exterminio, por no renunciar a la costumbre de la muerte, y así plenamente humanos todos. No, el libro que Jerónimo Barbadillo no había escrito, y que llevaba siempre consigo, no contenía nada, salvo la poesía para la que no había nacido aún su poeta, a la que sólo es posible acercarse lejos del significado de las palabras. Sólo un librero soñador de libros podría haber escrito una obra como aquella, sin haberla escrito, porque el J de Serafín Otamendi había sido únicamente una invención suya para acrecentar mi apetito. En fin, JOTA, nuestra jota, desde la vibrante a la simple aspiración.
José Miguel López-Astilleros