Me acuerdo de estar leyendo “Veinte mil leguas de viaje submarino”, mientras en la calle Caifás y otro guaje jugaban al fútbol con una botella de lejía vacía.
Me acuerdo de Marco, el pequeño emigrante genovés de “De los Apeninos a los Andes”, y de cómo andando el tiempo me lo encontré en forma de simplón dibujo japonés, con un mono ridículo subido en su hombro.
Me acuerdo del sargento Gorila y de un larguirucho que sólo decía “ajá” todo el rato.
Me acuerdo de un libro sobre Salazar que vi en un mercadillo de Lisboa, y de uno sobre Satyajit Ray que tuve en la mano en una librería en Ginebra, y de un ensayo sobre Franco que reposaba plácidamente en un puesto de la cuesta de Moyano, y de todos los cientos de libros que he pensado comprar y no he comprado y que son los más extraordinarios de todos, como pasaba con aquellas fotos que se velaban en los lejanos tiempos en que la realidad era analógica y no un ringlero de ceros y de unos como ahora.
Me acuerdo de leer durante horas en aquella galería de mi infancia, y de cómo echaba de menos tener una gran biblioteca a mi disposición, como aquellas que aparecían en las mansiones de las películas.
Me acuerdo de la tía May poniéndole la bufanda a Peter Parker sin sospechar que en cualquier momento iba a andar cogiendo frío por los pindios tejados.
Me acuerdo del kiosco de Mariano y de aquellas columnas de papel impreso que tapizaban las paredes hasta el techo, donde lo mismo encontrabas a Marcial Lafuente Estefanía como una edición barata del Quijote o un ejemplar del “Kama sutra” pedagógicamente ilustrado.
Me acuerdo de como olían los libros de texto el primer día de colegio.
Me acuerdo de haber soñado que encontraba en la basura una cantidad ingente de libros y de mi angustia al verme incapaz de apañarlos todos.
Me acuerdo de cuando Jesús Torbado me firmó “En el día de hoy” y de lo extraño que me pareció tener delante a un ser de carne y hueso, y no la litografía de un caballero con sombrero y cuello duro.
Me acuerdo de aquel libro de misa con cintas de colores y papel biblia, donde me estremecía leyendo los tormentos de los mártires.
Me acuerdo de no saber aun leer y de desear desentrañar el misterio de los rótulos que veía por las calles, con la ansiedad de un John Silver.
[Antonio Toribios]
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