7 de agosto de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas







II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


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BAÚLES SIN SOMBRA


Durante mis idas y venidas por los anaqueles de la trastienda, tuve que trepar un sinnúmero de veces por los dos misteriosos baúles que allí había apilados, uno sobre el otro. Muchas fueron las cábalas que hice sobre su contenido, pero como me hacía feliz soñar con libros herméticos con herrajes de plomo o ediciones perdidas de autores desconocidos, rutas marítimas extraviadas en otros tiempos o diarios de navegantes cósmicos, no intenté jamás averiguar la identidad de sus moradores, ni siquiera colarme por el agujero de sus cerraduras reventadas, quién sabe si de un hachazo en alta mar tras ser arrebatados a un galeón español en el siglo XVII. Tampoco me aventuré a preguntarle al mismo librero Barbadillo sobre sus posibles ocupantes. Sólo así preservaría mis sueños, que comencé a depositar allí cada noche. Conforme me fui abasteciendo de arte, ciencias y letras, una voluntad nacida al margen de mi consciencia fue elaborando el manual de construcción La densidad del espacio en los templos bizantinos, las teorías amatorias de Vivencias de un psiquiatra en las orillas de río Lorazepam, los versos clásicos y atonales de Un noctívago herido por la locura, los Procedimientos para la obtención de pigmentos y miradas en la pintura barroca, las Quimeras constructivas de Isidoro de Mileto y Antemio de Tralles o las singulares e irracionales aportaciones a la narrativa del siglo XX Novelas ejemplares de letrina y corrupción, y muchísimas más, sin mencionar las obras más intimistas, que por albergar mis momentos de máxima duda y aflicción, no refiero un sólo título, para no ser responsable de ningún contagio, porque digan lo que digan, la devastación del alma se propaga como el peor de los más letales virus conocidos, con consecuencias impredecibles, y si no que se lo pregunten al aizcolari Julen Biztinaga, quien tras leer las Epístolas de un amante ausente, recopilación inventada y escrita por  un supuesto anónimo con mala fe en el siglo XIX, se presentó al día siguiente en la fiesta de Ondárroa, y cuando se dispuso a asestar el primer corte al tronco, la melancolía se le echó encima y falló el golpe, su pie izquierdo quedó como consecuencia dividido en dos, ante la atónita mirada de su amada Maitane Garmendia, quien ante el espectáculo sanguinolento del futuro tullido, renunció a llevar a cabo sus planes de abandonarlo por el harrijasotzaile Laskain Basterrechea, por considerar que era una señal del otro mundo, para que cumpliera en este lo que hasta ese momento el destino había dispuesto para ella, pero lo que más influyó en su decisión fue la sonrisa de ofrenda que su prometido le dedicó, antes de hundirse en el dolor; así fue que Julen, según se decía por los mentideros de la comarca, jamás pudo alegrarse de haberse enternecido con aquellas melifluas y empalagosas epístolas de desamor, aunque para mí, qué quieren que les diga, pues estoy seguro de que el aizcolari utilizó aquel libro como germinativo de su valor y su propia y ruda expresión. Sea como fuere, el par de baúles, a juzgar por el olvido en el que estaban, inmóviles y permanentes a cuantos cambios se sucedieran en la trastienda, eran el lugar ideal para atesorar mis propias obras, que no la memoria, sometida a la penuria y decadencia de la edad. A ellos sentí conectadas todas mis neuronas cada vez que una lectura me creaba una nueva necesidad o mi imaginación llegaba a superarla, como si fueran la prolongación y materialización de un deseo irrefrenable. A lo largo de días, semanas, meses… las obras fueron creciendo sin parar, con sus títulos sincréticos faltos de todo recato y prejuicio. Al mismo tiempo que se apiñaban en sus interiores unas contra otras, me crecía al mismo tiempo la soledad, no la soledad desde la que habían sido creadas, que eso era obvio e ineludible, sino la soledad de no compartir todo aquel caudal varado en el olvido. El remedio a este sentimiento de náufrago llegó cuando a Jerónimo Barbadillo se le ocurrió un día abrirlos. No pudo dar crédito a lo que contemplaban sus ojos. Leyó conturbado y sobrecogido los títulos durante horas, acarició maravillado con sus pupilas todos los ejemplares, lloró en silencio, elevó los brazos al cielo y se inclinó con reverencia en señal de gratitud. Ni ese día, ni ningún otro, se atrevió a leer nada más, no fuera que se desvaneciera la reciente realidad descubierta. Se limitó a comunicarme, que aquellos baúles estaban destinados desde su adolescencia a cobijar todo lo que escribiera en el futuro, y que por un extraño viraje del bucle del tiempo, vivencial o narrativo, allí estaban, libres, ajenos a él mismo, aunque incógnitos. Nunca le desvelé el verdadero origen de todas aquellas creaciones, pues todo lector de algún modo es un usurpador, como también lo era yo. Me bastó con participar de sus visiones, y a él de las mías, sin someternos a humillaciones de ninguna clase sobre principios creadores estériles. 

José Miguel López-Astilleros



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