10 de septiembre de 2015

Perturbación



          Foto JMLA


PERTURBACIÓN


El impresor y encuadernador húngaro Aurél echó el cerrojo a su taller a los ochenta años, porque ni sus manos respondían ya al tacto del papel ni sus ojos a los distintos tipos de letras. No obstante, decidió elaborar un libro al año por mantener vivo el recuerdo de la profesión con la que tanto había disfrutado. Cuando hubo dado los últimos toques al primero, lo depositó en un viejo bolso de bandolera, se lo colgó al hombro en diagonal y comenzó a tomar el metro un día de cada verano en algún lugar del Bronx. Se apeaba en la parada de la calle 86 y bajaba por la Avenida Lexington hasta la 72, por la que accedía a Central Park. Allí se sentaba en un banco, sacaba su libro con las hojas en blanco y fingía leerlo cuando alguien se le aproximaba. Transcurridas unas dos horas bajaba por el Mall hasta la Quinta Avenida, a lo largo de la cual, sorteando con dificultad a los numerosos viandantes, se dirigía a la Biblioteca Pública de la ciudad. Nunca entraba por la puerta principal para no tropezar con ningún turista atolondrado, sino por la calle 42, aunque antes se acercaba a Bryant Park, se tumbaba en el césped y sometía al libro a un ritual parecido al de una consagración religiosa, levantándolo ceremoniosamente hacia los cielos como si fuera a ofrecerlo a alguna divinidad. Concluidos los movimientos sacerdotales y empapado el libro de la atmósfera, rostros, vidas y emociones circundantes, lo guardaba y entraba a la biblioteca, siempre a la misma sala, donde se sentaba también siempre en el lugar menos visible para el empleado más cercano. Volvía a sacar el libro y de nuevo fingía leerlo cuando sentía sobre él la mirada de alguno de los presentes. Alrededor de media hora antes de finalizar la jornada, abandonaba el libro sobre la mesa y salía a toda velocidad en silencio, con el fin de que nadie pudiera devolvérselo. Como de costumbre, también el mismo bibliotecario desde que comenzaran estas prácticas, lo recogía, comprobaba que no pertenecía a los fondos de la biblioteca, ni poseía dato alguno sobre su dueño, ni título siquiera, ni ISBN, ni nada que permitiera averiguar su precedencia, o al menos su autor. Era un libro de encuadernación rústica, pero de proporciones armoniosas y cubierta discretamente coloreada. Cuando el bibliotecario Cosmas, poeta secreto de sótanos, plaquettes domésticas e inquietudes inconfesables, leyó los hermosos y extraños poemas que contenía aquel primer libro, lo colocó entre las obras de poetas menores que no habían sido solicitadas desde hacía miles de años por ningún lector, allí estaría a resguardo de indiscreciones, en tanto no resolviera el enigma, pues a partir de entonces soñó con conocer al autor anónimo. Tras el tercer verano y el tercer libro, dejó de estar al acecho porque temía que aquellos versos dejaran de aparecer un día de agosto. 
Años más tarde el flash de la cámara de un turista iluminó el rincón donde solía sentarse Aurél. El bibliotecario sintió el fogonazo dentro de sí mismo como la detonación de lo irreversible, como el presagio de una catástrofe urdida por destructoras fuerzas de ocupación. El desasosiego lo había paralizado y cubierto de insectos que le mordían la lengua con sus feroces mandíbulas y aguijones, sin atreverse a escudriñar el lugar donde fueron apareciendo los poemarios desde hacía diez años. Esperó hasta casi la hora del cierre para darle a la esperanza una oportunidad, por ver si todo aquello que lo arrojaba al lecho pedregoso de un río seco carecía de fundamento. Pero no, sobre la silla sólo quedaba un finísimo rescoldo de luz irisada, y sobre la mesa un libro con la mitad de sus páginas en blanco, que perdía por momentos la poca consistencia de la tinta con la que habían sido impresas sus palabras, y no llegó a saber que asimismo las palabras de los otros nueve libros, porque ese atardecer decidió no regresar jamás a la biblioteca, no fuera a descubrir que el resplandor hubiera usurpado a su vez la única memoria que le quedaba a aquellos libros, quién sabe si su propia su existencia, a salvo en la huida.

José Miguel López-Astilleros





No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.