LOS ENEMIGOS DE LA VANGUARDIA. Y RAMÓN.
Para el éxito del discurso vanguardista fue imprescindible la entidad de sus enemigos. Una prueba más de que los enemigos son más fiables y productivos que los simpatizantes. En español quienes primero dieron noticia del manifiesto futurista fueron Rubén Darío y Amado Nervo, capitanes del movimiento modernista. Ambos alababan las ganas de ruido de Marinetti, lo destacaban como simbolista, y le reprochaban que su Manifiesto estuviese lleno, a partes iguales, de obviedades y propuestas escandalosas. Con mucha razón le reprochaban también que se limitara a dar por inédito a Walt Whitman. En Francia el crítico de arte Camile Mauclair cargó contra "la farsa del arte viviente". Supo ver sin embargo que lo que las vanguardias traían de interesante era la recuperación de la figura del artesano, de ahí que destacara el diseño de teteras y la decoración de paredes como gran logrro vanguardista. Pero en lo tocante a lo que académicamente se suele entender por arte, para Mauclair no había misterio: se trataba de una mera operación económica que buscaba prestigiar las ocurrencias de unos farsantes para matar el hambre de una élite. Tampoco estaba mal visto. Porque algo de eso había, naturalmente. No hay que descartar, entre las explicaciones que alientan el milagro de la expansión de la buena nueva vanguardista, su condición de negocio bursatil: en la bolsa de los valores plásticos de repente empezaron a cobrar potencia aquellos insolentes salvajes. Hubo unos cuantos adelantados que supieron ver allí negocio. Maurice Sachs cuenta en su diario cómo no era raro ver en los periódicos anuncios que dijesen: "Interesado en obras de pintura de autores nuevos. Compro obras cubistas, futuristas y expresionistas". Los artistas no tenían más que llamar al interesado para encontrarse con algún marchante.
Prueba de que a las vanguardias, al principio, la midieron y la hicieron crecer sus enemigos es la tardanza que tuvo en ser secundada en los países que iba a colonizar. En España por ejemplo. El único que prestó atención de veras a la revolución del arte nuevo fue Ramón Gómez de la Serna, que tardó un parpadeo en ponerse en contacto con Marinetti para pedirle una Proclama a los futuristas españoles. Los futuristas españoles tardaron casi diez años en comparecer desde la publicación de la Proclama de Marinetti en 1909. Pero Ramón se bastaba y se sobraba él solo: en realidad ya era vanguardista antes de que se publicara el Manifiesto. Y luego, nadie lo superó en vanguardismo. Qué raro lo que ocurre con Ramón: en nuestro canon sigue siendo -o pareciendo un autor menor- cuando -a pesar de su metro sesenta- era un gigante. Y no sólo un gigante: quizá nuestro único gigante. Es fácil de probar esto también: si se trata de descubrir qué autores de la literatura española fueron capaces de influir lejos de nuestras fronteras, yo creo que en todo el siglo XX sólo está Ramón. Ni Valle, ni Baroja, ni Unamuno, ni ninguno de los del 27 (quizá Lorca, no sé), influyó apenas fuera de nuestras fronteras. Juan Ramón Jiménez quizá llegó a influir en Colombia y México. Pero Ramón sí, sin duda, Ramón impuso su voz hasta el punto de que puede decirse sin exageración que muchas de sus grandes obras las escribieron otros: jóvenes que sentían que sus voces tenían que ser ramonianas. Ramón no escribió poemas pero el gran Poemas Automáticos de Manuel Agustín Aguirre es puramente ramoniano. Como es ramoniano todo el primer, y mejor, Girondo. Y no en vano, Alberto Hidalgo, cuando pide un prólogo a Ramón para su Química del Espíritu, lo anuncia así en cubierta: prólogo del más grande Ramón de los Ramones. POrque en España había muchos ramones -Pérez de Ayala, Juan Ramón Jiménez, Ramón María del valle Inclán-, pero quien hizo copyright de su nombre propio fue Gómez de la Serna.
Cuando Samuel Ros, ya en los años veinte, publica su libro de cuentos Bazar, el reseñista de La Gaceta Literaria escribe: "Decir de este libro que es ramoniano es no decir nada porque toda la literatura española joven es ramoniana.". Se daba por hecho que un libro joven era un libro ramoniano. De ahí que en justicia, cuando se continúe la publicación de las Obras Completas de Ramón, si se continúa (no parece que haya público para ello), lo ideal sería que no sólo se incluyeran los libros que firmó, muchos de ellos espantados de hojarasca y ganga, sino los que gracias a él otros lograron escribir. El hombre que no tenía ángel de la guarda de Antonio Cano, por ejemplo. Roque Six de López Rubio, desde luego. Julepe de menta de Giménez Caballero. Efectos navales de Antonio de Obregón. Metro de Alfonso Jiménez Aquino. Suenan timbres de Luis Vidales.
Para rebajarle la potencia poética a Ramón -cuyo gran descubrimiento podría sintetizarse así: aplicadle el microscopio al mundo, todo lo que hay en él es poético-, los enemigos de la vanguardia concluyeron que era un ingenuo, un autor para niños. Es un reproche que se aplicaba por extensión a toda la vanguardia, pues no en vano los vanguardistas se dieron a la algarabía de parvulario, a la fiesta de disfraces y a la creación de juguetes. Pero bueno, la etimología les daba la razón: porque ingenuo es aquel que nace libre, sin gota de esclavitud. Y si de un escitor puede decirse que demostró su libertad a raudales hasta el punto de saltar todas las tapias de los géneros para practicar con todos ellos un solo género -el ramonismo- ese fue Ramón Gómez de la Serna.
[Juan Bonilla]
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