9 de diciembre de 2016

Secuelas




Secuelas

Desde lo alto de la pared, con disimulo, la cabeza del chivo observaba cómo el variopinto grupo, entre risas y vocerío, daba buena cuenta de las viandas servidas en la mesa. A la par que menguaban las raciones de chivo y las botellas de Prieto Picudo, crecían las risotadas y la algarabía. Agradaba aquella ruidosa caterva a la cabeza de chivo, y cualquiera que la hubiera observado un rato vería más de una sonrisa es sus renegrecidos belfos. También hubiera observado el ejercicio estrábico que hacía con sus ojos de cristal para mirar a la vez a la que llamaban Scheee y a la musa de Dioni, las novedades que hacían que aquel hatajo no sólo oliera a choto. Al la testa de chivo le temblaron las barbas al ver cómo en mitad de la comida Scheee se acariciaba los labios con una barra de carmín rojo rojísimo y estampaba un sonoro beso en el interior del cuadernillo sicalíptico que al parecer era el motivo de aquella reunión.

Cuando quedaron repulidos los platos y exhaustas las botellas, la cabeza de chivo supuso con pesar que tocaba a su fin aquel cenáculo. Al punto sus temores se vieron confirmados al proponer alguien  ir a sacarse la última foto a las puertas del jubilado puticlub La Sirena. En estampida salieron todos aquellos traficantes de las letras, con el buche lleno de chivo y la cabeza nublada de Prieto Picudo. Casi levitando sobre los charcos recorrieron los apenas cien pasos que les separaban del puticlub. El sol se iba, dejando en su declive caer los últimos jirones de luz vespertina sobre la fachada de La Sirena. Los rayos crepusculares habían girado el color morado de cuaresma de la fachada al verdoso de la herrumbre del bronce. Arracimados sobre la exigua portezuela, despreocupados y dicharacheros posaban los bulliciosos tarambanas cuando alguien perdió el equilibrio empujando a otros dos o tres que fueron a chocar contra la puerta. Ésta cedió y fueron engullidos por el  local, en ovillo rodante, buena parte de los que se apiñaban bajo el dintel. El antro exhaló un vaho tibio, con olor a humo de tabaco rancio, moho y ambientador barato. En tropel entraron los que se habían quedado mirando la escena. En un silencio reverencial y guiándose con las linternas de los móviles se adentraron en el garito. Los haces de luz rasgaban el ambiente espeso descubriendo un sinfín de partículas ingrávidas. Una linterna acertó con una bola facetada con mil espejuelos que colgaba  del techo. Inmediatamente comenzó a girar enloquecida lanzando reflejos de mil colores por todo el local que impactaban en los cuerpos de los exploradores. Los juegos de luces y sombras hacían aparecer y desaparecer a  los desprevenidos profanadores que, desorientados, comenzaron a deambular por el local viendo a su alrededor sombras que se materializaban al contacto de los haces luminosos de la bola de los mil espejos. Atónitos contemplaron cómo aparecían entre ellos juguetonas señoritas envueltas en vaporosas telas. Si aquello fuera un sueño y aquella no fuera una covacha de lenocinio bien pudieran ser aquellas unas hadas, aunque un tanto mundanas.

Todavía aturdidos por los acontecimientos, entre las tenues partículas flotantes apareció un tipo semidesnudo, solo cubierto con un antifaz negro y un tanga de leopardo marcando paquete. Le delataban ante los demás del grupo las gafas redondas sobre el antifaz negro. Era malabia el editor sicalíptico, que látigo de cuero en mano diestra y cuadernillo rojo en mano siniestra, declamaba encaramado sobre un pedestal de escayola descascarillada. La espesura del ambiente distorsionaba la voz, pero los chasquidos del látigo, activado entre verso y verso, le daba un efectismo que rayaba la chifladura. Sonaba música disco de los años 70 que cambiaba al ritmo de los destellos de la luz de los espejuelos. Alguien del grupo señaló al pinchadiscos. Si no fuera porque no había asistido a la comilona, todos jurarían que el inquieto pinchadiscos era el  Bombita. Desnudo, sólo enfundado en unas botas altas de pescar y tocado con una montera, intentaba sintonizar una rebelde radio galena.

Mezclado con la música tartamuda, desde la oscuridad de un reservado se acercaba el estridulante timbre de una bicicleta. Con traje de marinerito de primera comunión (versión pantalón corto) pedaleaba, sobre un diminuto triciclo, Gromov. Portaba una ancha caja de madera suspendida del cuello por una cinta, al estilo de los viejos vendedores de tabaco de los partidos de fútbol, repleta de cajitas envueltas en celofán. Flanqueado por dos señoritas que lo empujaban, a voz en grito se le oía decir:

¡¡ Cooondones, cooondones finooos,
cooondones de erooos,
cooondones, cooondones para los ultramarinooos
cooondones para ponerooos !!

y a quien se acercaba a tomar su mercancía le contaba la etimología de la palabra condón que proviene del latín condes que significa receptor. Pero no le dejaba ir sin contarle que también podía derivar del doctor Condom, médico del rey Carlos II de Inglaterra. Sobre la barra del bar, el Cuervo embutido en mono de escayolista, sacaba de una caja de zapatos y contaba ávido los billetes de 5 Euros que habían salido de las donaciones por la libretilla sicalíptica. De vez en cuando picoteaba un billete, al parecer para cerciorarse que era de curso legal. Sólo dejaba de contar cuando una señorita retozona le cogía el billete que clandestinamente se guardaba en el interior del mono. Ella, picaruela, lo escondía entre sus pechos. En el ajetreo por recuperarlo se le desparramaban todos los billetes por el suelo y con paciencia de banquero jubilado comenzaba de nuevo el recuento.

Sentados al estilo buda, trajeados con bata azul de tienda de ultramarinos y pajarita de lunares, uno al lado del otro y cogidos de la mano estaban Morti y el Amanuense, con las cabezas agachadas para que sobre sus calvas brillantes puedieran  escribir con barra de carmín rojo rojísimo Scheee y la Musa de Dioni, quienes como única indumentaria contaban con el cuadernillo rojo que cubría su aparato del placer. Según iban acabando los versos se intercambiaban de calva. Subidos a los lomos de sendas señoritas macizas y rubicundas Tinofc y Dioni leían, con voz cazallosa éste y de tenor aquel, los versos sobre el cuero brillante de los esmirriados budas con guardapolvos de ultramarinos. Al intercambiarse las escritoras las calvas, también intercambiaban la voz los lectores.

De entre el polvo surgió Toribios trajeado con medio frac que sólo le abrigaba el torso. Iba a su aire. Leía, mientras caminaba con zapatos de charol a la pata coja, la libreta sicalíptica. Cada saltito que daba los apéndices colgantes, en su bamboleo, producían un sonido como de campano boyero. Respondían a la llamada seis o siete señoritas que le seguían también a la pata coja. Entre ellas se podía ver al Poeta de la intemperie, pertrechado bajo un paraguas transparente y ataviado con un chubasquero también transparente, dándoles una conferencia sobre las sincronicidades como principio de conexiones acausales. Se le oía citar a Jung, a Pauli y a otro más que al pronunciarlo se sentían como manotazos en la cara…¡Plaff!, ¡Plaff!, ¡Plaff!

- Oíga ¿qué hace usted ahí?
- ¡Eh!, ¿qué pasa? Ya llegó el chuloputas ¿Dónde están las chicas? ¿Esto no es el puticlub?
- ¡Pero bueno!, cómo que chuloputas, cómo que puticlub, ¿qué se ha creído? ¿Qué hace usted ahí debajo de la mesa? Haga el favor de salir. Venga hombre, a casa que vamos a cerrar. ¡Habráse visto María!
- Mariano, te lo tengo dicho, esto te pasa por dejar entrar al bar a estos raros de los libros.

Me levanto golpeándome la cabeza contra la mesa y mareado de Prieto Picudo veo sobre mi castigada testa la del chivo que sobresale como un negro pecado de la pared lisa…  Sé que estoy algo mareado y no creo que fuera una sonrisa lo que colgaba sobre las barbas el chivo cuando me iba, pero no dejo de pensar que se estaba descojonando de mí. ¡Qué cabrones los ultramarinos que me dejaron allí tirado! ¡Vaya horas! a ver qué le cuento a mi mujer cuando llegue a casa…

Lo peor no fue llegar a casa resacoso y con la cabeza como un botijo, fue peor cuando mi mujer vio toda mi calva garabateada de carmín, y donde arranca la oreja izquierda impresos un par de labios carnosos rojos rojísimos.

¡Si es que se fijan en todo!

[El Amanuense]



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