Amanda
en la ventana
Para un lector desconocido, que se preguntó por la historia
de Amanda cuando leyó “El espejo de la mantis”. Sin su curiosidad no hubiera
existido este relato.
La
discreción siempre ha sido una de mis virtudes más celebradas por los demás.
Creían que tal comportamiento era por deferencia hacia ellos, pero no solo,
puesto que antes lo era por mí misma. Siempre me pareció mezquino, de idiotas
más bien, alardear ante mi propia conciencia. Incluso si hubiera tratado de
engañarla con la tan practicada falsa humildad, que es la peor de las
soberbias, no me lo hubiera permitido. Lo comprobé durante el confinamiento al
que nos sometieron las autoridades sanitarias a toda la población, debido a la
letal pandemia vírica que asoló el mundo por aquel tiempo.
Tras
varias semanas de convivencia a solas con todos los desdoblamientos posibles de
mi personalidad, presentí que mi integridad psíquica comenzaría a flaquear,
hasta dudé si recuperaría la lucidez anterior a este encierro. Para hacer frente
a dicha debilidad, reivindiqué con orgullo desmedido todo lo que había
conquistado en la vida, dejando de lado las renuncias y los dolorosos jirones
de mi concepción ética del ser humano en una celda apartada, sellada,
amurallada y cercada con alambre de espinos, con el fin de que la falta de luz
y agua acabaran con la más mínima
fracción de remordimiento, testigo este de que no podría reclamarme como
ejemplo de nada, como tampoco para nadie. Las interrogaciones espetadas con
vehemencia desde mi interior, fueron a la vez las respuestas que me devolvieron
la discreción y la dignidad como principios insoslayables de mi pensamiento,
amalgamadas por una humildad sincera. Estaba claro que el camino emprendido no
me llevaría a ningún lado. Debía cambiar de rumbo en mis disquisiciones.
Para
apuntalar mi estado anímico, lo mejor sería afirmarme en mi proyección afectiva
y social. El carácter afable y tolerante que me caracteriza, me había llevado
al matrimonio dos veces, aunque desgraciadamente otras tantas a divorciarme, y
no por iniciativa mía, sino de mis exmaridos, para quienes el concepto de
lealtad era una cuestión unidireccional. No me considero una persona solitaria,
ni un ser misántropo, ni creo que mi estado ideal sea el de vivir sola, retirada
como una anacoreta, desconocedora de la intimidad de mis congéneres, de hecho
mis parejas masculinas me duraron veinte años, en los cuales, salvo el último
de cada una, fui muy feliz. Después he llegado a convivir durante lustros con
amigas, unas veces en sus casas, otras en la mía, y otras pasando una parte del
tiempo cada una en la suya, excluyendo siempre las relaciones amorosas, ya que ni
mis inclinaciones amorosas ni las de ellas iban por ahí. Pero como suele
suceder, llegados a una cierta edad, para muchas personas es difícil adaptarse
a las manías y rarezas de las otras, así es que la cohabitación terminaba por
agriarse. De modo que la situación en la que me encontraba durante la reclusión
iba en contra de mi voluntad, puesto que soy capaz de ceder hasta la nausea con
tal de compartir una cena, una tarea doméstica, un paseo… toda mi pequeña cotidianeidad,
en definitiva. Una no podía salir a la calle y cazar a lazo una pareja o una
compañera de vida cuando lo deseara. No dependía de mí sola, sino de la
disposición de quienes estaban en la misma tesitura, aparte de lo difícil que
resultaba coincidir en el mismo lugar y en el mismo minuto para el encuentro y
conocimiento mutuo. Con frecuencia pienso que el acaecimiento de tal
circunstancia es un verdadero milagro. A pesar de las dificultades, jamás me
quedé en casa lamentándome, había decenas de oportunidades que tenía que
aprovechar. Como me gustaba la lectura, frecuentaría un club de lectura, donde
encontraría a otros con la misma afición. Lo mismo haría con el senderismo, con
el interés por la historia y el arte de mi ciudad y con la esgrima, deporte que
me inculcó mi padre de niña y tenía olvidado. Llegué a tener una vida social
muy satisfactoria y plena, aunque no era mi ideal, dada la superficialidad de
estas relaciones, así lo reflejaba un viejo aforismo popular que decía que para
conocer de verdad a alguien, había que comerse con él arroba y media de sal.
Este
frenesí de clubes, reuniones y citas, al final no me libraron de la desolación
de sentirme abandonada y sola durante el confinamiento, puesto que ya solo eran
recuerdos sin un presente arraigado y fortaleza suficiente como para llenar
tantas horas de razonamientos y sueños, terapéuticos y cicatrizantes. Con
objeto de paliar mi incomunicación y desamparo, decidí asomarme a una ventana a
la que jamás se me había ocurrido hacerlo, las redes sociales de internet, por
albergar la sospecha, no sabía si fundada o no, de que sus espacios virtuales
eran junglas tenebrosas rebosantes de hienas hambrientas disputándose los
restos de una carroña no siempre irreal. Pese a esta execrable concepción y a
los potenciales e inciertos peligros que entrañaba, según mi idea, creé una
cuenta en dos de las más conocidas y populares, Facebook y Twitter.
De
la experiencia salí muy maltrecha, tanto que tuvo consecuencias para mi vida
futura, como ahora detallaré. Comencé explorando Twitter, bueno, comencé y ahí
me quedé, porque tras el descubrimiento de lo que allí se cocía, se me quitaron
las ganas de intentarlo con Facebook. Había multitud de etiquetas sobre muy
variados temas: políticos, profesionales, televisivos, etc. Al principio me
resultó divertido, pero solo al principio, porque pronto descubrí las opiniones
de compañeros de trabajo, de excursiones, de campeonatos… sobre muy diversos
asuntos, según la etiqueta en la que opinaran. Pedro Margallo, un hombre
pacífico con ideas políticas moderadas y tolerantes, según se desprendía de sus
intervenciones en las charlas de café, aparecía allí insultando a los del otro
extremo como un fanático radical lleno de odio, me imaginé su rostro inflamado
de ira y desencajado, no podía creer que aquel hombrecillo de apariencia tan
frágil como una hoja seca fuera capaz de transformarse de esa manera. Marianela
Aizpuru, una mujer de unos cincuenta años, afable y cariñosa, que siempre me
había mostrado un afecto sincero, o eso me hizo concebir por su trato conmigo
durante varios viajes a distintos itinerarios de montaña, se desahogaba contra
mí de un modo amargo y desaforado sin nombrarme directamente, con insultos
exagerados e invenciones falsas, porque durante un viaje en autobús para
disfrutar de una caminata en el campo, preferí sentarme con Carla Suárez, a
quien estimaba por su cultura y sencillez. Me quedé estupefacta, máxime
teniendo en cuenta que en la última rampa de subida hasta el refugio, en
aquella ocasión cargué con su mochila para ayudarle, debido a su dificultad
para seguir el ritmo general del grupo, por la onerosa carga que llevaba en su
abdomen y nalgas. Martín Gómez, unos treinta años, atlético, bien parecido, en
buena forma y rápido de reflejos con el florete, se expresaba como un resentido
porque en su opinión había que apartar del arte de la esgrima a las mujeres, o
por lo menos impedir que hubiera combates mixtos, y todo porque lo vencí en el
primer y único combate entre ambos, que entonces supe había tomado como una
humillación. Y así podría citar muchos testimonios más para sorpresa y
desilusión mía, mayor aún si tenía en cuenta que todos estos participaban con
su propio nombre, por el cual pude identificarlos. Me pregunté qué barbaridades
e infundios llegarían a escribir aquellos otros que se ocultaban en el
anonimato de nombres ficticios, qué clase de bestias inmundas, parapetadas en
esas identidades pretendidamente falsas, daban rienda suelta a la bilis de su
alma torturada. El mundo que me había rodeado hasta entonces se me vino abajo.
La puntilla me la dio el wasap que me envió mi jefa, Sonia Espejo, la dueña de
las cuatro tiendas de ropa cuya administración llevaba desde hacía muchos años
con profesionalidad y entrega. Jamás había mostrado ningún interés por mí más
allá de lo concerniente a sus negocios. Siempre amable y considerada, pero distante y renuente respecto a cualquier
asunto que tuviera que ver con la vida personal. A diferencia del trato que en
mi caso le dispensaba, cercana y dispuesta a interesarme por los problemas que
trascendieran lo laboral. En cambio, ahí estaban sus mensajes, cargados de una
inusitada emoción por ver llegada la hora en que pudiéramos comenzar no sé qué
nuevos proyectos, incluso en nuestras relaciones personales. Me resultaron tan
hipócritas e impostados en quellas circunstancias, que no le contesté.
El
resultado de aquella reclusión y los descubrimientos que hice sobre quienes me
rodeaban, me llevó a escribirle un correo a Antonella Lombardi, directora de marketing de la casa Prada de Milán,
quien en más de una ocasión me había propuesto que me trasladara a su ciudad
para trabajar con ella. Le recordé su repetido ofrecimiento cada vez que me
personaba allí para firmar contratos o asistir a alguna pasarela. No tardó ni
dos horas en aceptarme entre sus colaboradores más cercanos, con la promesa de
percibir un sueldo notablemente superior al que percibía trabajando para Sonia.
Sabía que de este cambio no cabía esperar que la naturaleza humana de aquellos
con los que trabajaría e intimaría, se comportara de una manera distinta, eso
era incuestionable, pero al menos trataría de mantenerme ignorante, lejos de
las ventanas que dan a las sentinas del alma humana. Así sobreviviría a la descarnada
verdad en mi nueva vida.
José
Miguel López-Astilleros
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