8 de mayo de 2020

Amanda en la ventana



Elena Rodríguez





Amanda en la ventana


Para un lector desconocido, que se preguntó por la historia de Amanda cuando leyó “El espejo de la mantis”. Sin su curiosidad no hubiera existido este relato.




La discreción siempre ha sido una de mis virtudes más celebradas por los demás. Creían que tal comportamiento era por deferencia hacia ellos, pero no solo, puesto que antes lo era por mí misma. Siempre me pareció mezquino, de idiotas más bien, alardear ante mi propia conciencia. Incluso si hubiera tratado de engañarla con la tan practicada falsa humildad, que es la peor de las soberbias, no me lo hubiera permitido. Lo comprobé durante el confinamiento al que nos sometieron las autoridades sanitarias a toda la población, debido a la letal pandemia vírica que asoló el mundo por aquel tiempo.

Tras varias semanas de convivencia a solas con todos los desdoblamientos posibles de mi personalidad, presentí que mi integridad psíquica comenzaría a flaquear, hasta dudé si recuperaría la lucidez anterior a este encierro. Para hacer frente a dicha debilidad, reivindiqué con orgullo desmedido todo lo que había conquistado en la vida, dejando de lado las renuncias y los dolorosos jirones de mi concepción ética del ser humano en una celda apartada, sellada, amurallada y cercada con alambre de espinos, con el fin de que la falta de luz y agua acabaran con  la más mínima fracción de remordimiento, testigo este de que no podría reclamarme como ejemplo de nada, como tampoco para nadie. Las interrogaciones espetadas con vehemencia desde mi interior, fueron a la vez las respuestas que me devolvieron la discreción y la dignidad como principios insoslayables de mi pensamiento, amalgamadas por una humildad sincera. Estaba claro que el camino emprendido no me llevaría a ningún lado. Debía cambiar de rumbo en mis disquisiciones.

Para apuntalar mi estado anímico, lo mejor sería afirmarme en mi proyección afectiva y social. El carácter afable y tolerante que me caracteriza, me había llevado al matrimonio dos veces, aunque desgraciadamente otras tantas a divorciarme, y no por iniciativa mía, sino de mis exmaridos, para quienes el concepto de lealtad era una cuestión unidireccional. No me considero una persona solitaria, ni un ser misántropo, ni creo que mi estado ideal sea el de vivir sola, retirada como una anacoreta, desconocedora de la intimidad de mis congéneres, de hecho mis parejas masculinas me duraron veinte años, en los cuales, salvo el último de cada una, fui muy feliz. Después he llegado a convivir durante lustros con amigas, unas veces en sus casas, otras en la mía, y otras pasando una parte del tiempo cada una en la suya, excluyendo siempre las relaciones amorosas, ya que ni mis inclinaciones amorosas ni las de ellas iban por ahí. Pero como suele suceder, llegados a una cierta edad, para muchas personas es difícil adaptarse a las manías y rarezas de las otras, así es que la cohabitación terminaba por agriarse. De modo que la situación en la que me encontraba durante la reclusión iba en contra de mi voluntad, puesto que soy capaz de ceder hasta la nausea con tal de compartir una cena, una tarea doméstica, un paseo… toda mi pequeña cotidianeidad, en definitiva. Una no podía salir a la calle y cazar a lazo una pareja o una compañera de vida cuando lo deseara. No dependía de mí sola, sino de la disposición de quienes estaban en la misma tesitura, aparte de lo difícil que resultaba coincidir en el mismo lugar y en el mismo minuto para el encuentro y conocimiento mutuo. Con frecuencia pienso que el acaecimiento de tal circunstancia es un verdadero milagro. A pesar de las dificultades, jamás me quedé en casa lamentándome, había decenas de oportunidades que tenía que aprovechar. Como me gustaba la lectura, frecuentaría un club de lectura, donde encontraría a otros con la misma afición. Lo mismo haría con el senderismo, con el interés por la historia y el arte de mi ciudad y con la esgrima, deporte que me inculcó mi padre de niña y tenía olvidado. Llegué a tener una vida social muy satisfactoria y plena, aunque no era mi ideal, dada la superficialidad de estas relaciones, así lo reflejaba un viejo aforismo popular que decía que para conocer de verdad a alguien, había que comerse con él arroba y media de sal.

Este frenesí de clubes, reuniones y citas, al final no me libraron de la desolación de sentirme abandonada y sola durante el confinamiento, puesto que ya solo eran recuerdos sin un presente arraigado y fortaleza suficiente como para llenar tantas horas de razonamientos y sueños, terapéuticos y cicatrizantes. Con objeto de paliar mi incomunicación y desamparo, decidí asomarme a una ventana a la que jamás se me había ocurrido hacerlo, las redes sociales de internet, por albergar la sospecha, no sabía si fundada o no, de que sus espacios virtuales eran junglas tenebrosas rebosantes de hienas hambrientas disputándose los restos de una carroña no siempre irreal. Pese a esta execrable concepción y a los potenciales e inciertos peligros que entrañaba, según mi idea, creé una cuenta en dos de las más conocidas y populares, Facebook y Twitter.

De la experiencia salí muy maltrecha, tanto que tuvo consecuencias para mi vida futura, como ahora detallaré. Comencé explorando Twitter, bueno, comencé y ahí me quedé, porque tras el descubrimiento de lo que allí se cocía, se me quitaron las ganas de intentarlo con Facebook. Había multitud de etiquetas sobre muy variados temas: políticos, profesionales, televisivos, etc. Al principio me resultó divertido, pero solo al principio, porque pronto descubrí las opiniones de compañeros de trabajo, de excursiones, de campeonatos… sobre muy diversos asuntos, según la etiqueta en la que opinaran. Pedro Margallo, un hombre pacífico con ideas políticas moderadas y tolerantes, según se desprendía de sus intervenciones en las charlas de café, aparecía allí insultando a los del otro extremo como un fanático radical lleno de odio, me imaginé su rostro inflamado de ira y desencajado, no podía creer que aquel hombrecillo de apariencia tan frágil como una hoja seca fuera capaz de transformarse de esa manera. Marianela Aizpuru, una mujer de unos cincuenta años, afable y cariñosa, que siempre me había mostrado un afecto sincero, o eso me hizo concebir por su trato conmigo durante varios viajes a distintos itinerarios de montaña, se desahogaba contra mí de un modo amargo y desaforado sin nombrarme directamente, con insultos exagerados e invenciones falsas, porque durante un viaje en autobús para disfrutar de una caminata en el campo, preferí sentarme con Carla Suárez, a quien estimaba por su cultura y sencillez. Me quedé estupefacta, máxime teniendo en cuenta que en la última rampa de subida hasta el refugio, en aquella ocasión cargué con su mochila para ayudarle, debido a su dificultad para seguir el ritmo general del grupo, por la onerosa carga que llevaba en su abdomen y nalgas. Martín Gómez, unos treinta años, atlético, bien parecido, en buena forma y rápido de reflejos con el florete, se expresaba como un resentido porque en su opinión había que apartar del arte de la esgrima a las mujeres, o por lo menos impedir que hubiera combates mixtos, y todo porque lo vencí en el primer y único combate entre ambos, que entonces supe había tomado como una humillación. Y así podría citar muchos testimonios más para sorpresa y desilusión mía, mayor aún si tenía en cuenta que todos estos participaban con su propio nombre, por el cual pude identificarlos. Me pregunté qué barbaridades e infundios llegarían a escribir aquellos otros que se ocultaban en el anonimato de nombres ficticios, qué clase de bestias inmundas, parapetadas en esas identidades pretendidamente falsas, daban rienda suelta a la bilis de su alma torturada. El mundo que me había rodeado hasta entonces se me vino abajo. La puntilla me la dio el wasap que me envió mi jefa, Sonia Espejo, la dueña de las cuatro tiendas de ropa cuya administración llevaba desde hacía muchos años con profesionalidad y entrega. Jamás había mostrado ningún interés por mí más allá de lo concerniente a sus negocios. Siempre amable y considerada,  pero distante y renuente respecto a cualquier asunto que tuviera que ver con la vida personal. A diferencia del trato que en mi caso le dispensaba, cercana y dispuesta a interesarme por los problemas que trascendieran lo laboral. En cambio, ahí estaban sus mensajes, cargados de una inusitada emoción por ver llegada la hora en que pudiéramos comenzar no sé qué nuevos proyectos, incluso en nuestras relaciones personales. Me resultaron tan hipócritas e impostados en quellas circunstancias, que no le contesté.

El resultado de aquella reclusión y los descubrimientos que hice sobre quienes me rodeaban, me llevó a escribirle un correo a Antonella Lombardi, directora de marketing de la casa Prada de Milán, quien en más de una ocasión me había propuesto que me trasladara a su ciudad para trabajar con ella. Le recordé su repetido ofrecimiento cada vez que me personaba allí para firmar contratos o asistir a alguna pasarela. No tardó ni dos horas en aceptarme entre sus colaboradores más cercanos, con la promesa de percibir un sueldo notablemente superior al que percibía trabajando para Sonia. Sabía que de este cambio no cabía esperar que la naturaleza humana de aquellos con los que trabajaría e intimaría, se comportara de una manera distinta, eso era incuestionable, pero al menos trataría de mantenerme ignorante, lejos de las ventanas que dan a las sentinas del alma humana. Así sobreviviría a la descarnada verdad en mi nueva vida.

                                             


José Miguel López-Astilleros





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