Felices y sin casa
Aunque el paisaje es limitado,
desde una ventana abierta al mundo algo se ve. Más aún si es una ventana
indiscreta, hitchconiana. A mediados
de abril, en plena reclusión, a las siete de la tarde dos indigentes sentados
en el suelo comparten litrona y un chiflo que se han liado. Y charla animada y
risas. Despreocupados de virus y de separaciones mínimas, de guantes o de hidrogeles,
de cualquier espíritu de alarma. No hay distancia física entre ellos, hay
distancia social con los demás. Ya la había.
Ellos, los desposeídos, sin
futuro desde hace mucho, son los más tranquilos; ahora los vulnerables somos
los demás, los que tenemos algo que perder, siquiera la salud.
Después, mientras uno tira
educadamente el tetrabrik en la
papelera, el otro se alivia con una micción gloriosa en la pared. Al fin
(alguien habrá avisado, sospecho; demasiado vigilante espontáneo) dos policías
les dispersan sin problema; dócilmente se han alejado.
Se me ocurre que el Estado,
padre protector, les imponga una sanción. Sí, una sanción económica, que tiene
mucha gracia en su caso. Multados… ¡por ser más felices!
[JVNT]
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