30 de junio de 2020
La lengua paterna
29 de junio de 2020
Acromatopsia
Acromatopsia
I
Hacía
dos meses que el editor me urgía para que entregara la novela por la que ya
había cobrado un adelanto por mis derechos de autor. Siempre le decía que
estaba a punto de concluirla para tranquilizarlo, aunque de sobra sabía que
estaba perdiendo la paciencia, a juzgar por las palabras cada vez más
malhumoradas que me dedicaba, tanto por teléfono como por correo electrónico. No
era un capricho mío el no entregársela de una vez por todas. La redacción del
último capítulo se había complicado con otros compromisos inexcusables, que me
tenían de un lado para otro, dando una conferencia tras otra sobre el
Romanticismo alemán y su influencia en la literatura europea hasta mediados del
siglo XX. Por esta razón la pandemia vírica y el posterior confinamiento de la
población me vino de perlas. Debo aclarar que no hay ninguna intención frívola
por mi parte en esta declaración, no sea que algún malintencionado ya haya
echado mano de la picadora de carne, a la que somos tan aficionados.
Me
enclaustraría en el ático en el que solía escribir, lejos de la familia, así
lograría terminar la novela prometida. Viviría como un absoluto robinson
urbano. Pasaría todo el tiempo escribiendo y leyendo. Me comunicaría con mi
esposa y mis hijos una vez al día por videoconferencia durante breves minutos, a
instancia mía, para confirmar que tanto ellos como yo estábamos bien de salud,
al fin y al cabo Karina era una mujer fuerte y los gemelos estaban en su último
año de carrera. Mi presencia no era indispensable para ellos, además
comprenderían la necesidad que tenía de este retiro. Asimismo, como pensaba
desconectarme del mundo, telefoneé a mi hermana Carmen Isabel para que, después
de explicarle mi decisión, me avisara cuando se terminara la reclusión
obligatoria, solo de este modo estaría seguro de no sufrir ninguna
interferencia del exterior.
Tracé
el plan de un modo tan pormenorizado, como solía hacer con los detalles de cada
una de mis obras, con la precisión de un neurótico inseguro. Almacené alimentos
imperecederos y todo lo necesario para un largo período de tiempo. Metí el
reloj de pulsera en un cajón, además del despertador, al cual extraje la pila,
para evitar ese molesto ruido del mecanismo, que en el silencio de la noche me provoca
irritación cuando tengo insomnio. A estos les acompañaría el móvil, silenciado
al completo previamente, salvo las llamadas telefónicas entrantes de la familia
por si alguna emergencia. Probaría a escribir a mano en las libretas que solía
utilizar hacía diez años y que sustituí por el ordenador. Aún me quedaban
varias decenas de ellas. Incluso rescataría mi caja de plumas estilográficas,
de donde elegiría a la privilegiada que me serviría para pergeñar el manuscrito del capitulo final.
Las
primeras noches necesité tomar un hipnótico para dormir. No iba a ser fácil
acostumbrarme a esta nueva situación. El ático, elegido como lugar de trabajo,
no daba a la calle para evitar distracciones y facilitar la concentración. Tanto
el salón como la cocina, el baño y el pequeño dormitorio, poseían dos grandes
claraboyas el primero y una más pequeña cada una las demás habitaciones. El
aislamiento acústico y visual era casi total, solo unos cuantos rectángulos de
cielo en el techo abuahardillado me servían de vínculo con el mundo de fuera.
La luz cenital que penetraba por estas marcaba de modo impreciso el tiempo. Con
la claridad me despertaba, abría la lucerna más baja para ventilar, y el tiempo
de la ficción comenzaba cada día, bien el de mi relato o el de los libros que
leía, porque me instalé en ellos con una entrega incondicional, religiosa
podría decir, en recuerdo de la fe con la que profesaba en mis inicios al
oficio de escritor y al deleite compulsivo e impetuoso de lector apasionado.
Con la llegada de la oscuridad desde las alturas, el tiempo de la ficción daba
paso con docilidad a la realidad del sueño, otro tiempo de ficción distinto,
pero esta vez escrito en el magma acuoso donde ni los deseos ni las
frustraciones sobreviven al despertar. Solo el instinto de alimentarme cuando
el reloj biológico me lo demandaba, interrumpía durante no más de lo necesario
las distintas cronologías ordenadas por la coherencia de mi misma obra o la de
los demás autores en las suyas. Establecí en mi itinerario vital tres vértices,
en los que recalaba de uno en otro cada día: el escritorio, el diván, la cama y
la cocina, convertidos estos últimos en uno solo por tratarse de exigencias
digamos… domésticas, aunque eximidas de este calificativo las actividades
oníricas derivadas, que con frecuencia utilizaba en mi creación.
Quiso
la fortuna que transcurridas muchas semanas, vi cumplido un viejo deseo
postergado sine die, leer por fin los
tres tomos de las Vidas paralelas de
Plutarco y el monumental Reloj de
príncipes de Fray Antonio de Guevara. Al tiempo de llegar al final de este
último, coincidió que también puse punto y final al cometido principal que me
había llevado hasta esa vida de ermitaño. No solo había concluido el capítulo
pendiente de la novela, lo había corregido hasta la saciedad y hasta tecleado
en el ordenador portátil. Pero no solo esto, también coincidió que sonara la
melodía del teléfono que identificaba la llamada de mi hermana. Me comunicó que
a partir del día siguiente se levantarían las restricciones a la movilidad. Dadas
las circunstancias concurrentes, envié el texto a mi editor antes de abandonar
el ático y me dispuse a salir a la calle. La última noche me acosté con la
tranquilidad y satisfacción del que acaba de consumar unos cuantos anhelos. Sin
embargo, durante el sueño todo eso fue sustituido por pesadillas
incomprensibles, relacionadas con mi incorporación a la inminente realidad del
otro lado, sobre la que me habían crecido unas sospechas imprecisas, que
trascendieron las horas nocturnas, para afincarse durante el despertar en una
parte de mi conciencia. Pensé que se debía a las consecuencias de haber estado
durante tres meses tan abstraído en cuestiones intelectuales, lejos del mundo
de los sentidos. Quizás necesitara un corto período de adaptación, pensé.
II
Abrí
la puerta del ático, pulsé el botón del ascensor y, mientras esperaba su
llegada, la volví a cerrar con dos vueltas de llave. Cada uno de los dos golpes
secos de la petaca introduciéndose en la pletina metálica del marco, me
parecieron los últimos redobles de un tambor patibulario. El silencio reinante aumentaba
el efecto dramático de cualquier ruido por leve que fuera. Incluso el zumbido
sibilante del ascensor prestaba a la escena una cierta atmósfera de irrealidad.
Ya dentro de la cabina tuve la sensación cinematográfica de que posiblemente estuviera
solo en el mundo, y de que tal vez fuera uno de los pocos supervivientes de una
hecatombe apocalíptica, de la cual me había librado sin saber cómo. Atravesando
el primer piso, le sonreí con ironía a mi reflejo en el espejo del panel de
enfrente, como reproche por tales ocurrencias, más dignas de un adolescente que
de un escritor que se preciara de imaginación.
Me
dirigiría a casa lo antes posible, eso es lo que le prometí a Karina. Caminaría
hasta allí, cincuenta minutos de paseo me vendrían bien para activar la
circulación y los músculos, bastante agarrotados según pude comprobar más
tarde. Pero antes me detendría en el café San Marcos a tomar uno de sus
deliciosos expresos, acompañado por una de sus también deliciosas rosquillas
crujientes. ¡Qué diantres, con tanta imaginación calenturienta, el mundo
seguiría donde estaba, con todos sus placeres esperándome! Con este pensamiento
inducido por la necesidad que tenía de optimismo, me eché a la calle sin mayor
preocupación.
Salí
tan obsesionado con la idea de recuperar viejos hábitos, de disfrutar de esas
pequeñas cosas cotidianas que a la postre son las que más se echan de menos,
que apenas me percaté de la alteración visual sufrida por mis retinas, no por
haber perdido la noción de la perspectiva, consecuencia lógica por otra parte,
al no haber superado mi campo de visión no más de cinco o seis metros durante
este período de encierro, sino porque en un principio noté que la riqueza de la
gama cromática de colores había menguado. Conforme fui reparando en mi
alrededor, en pocos minutos me di cuenta de que mi apreciación inicial se había
quedado muy corta. Todos los colores se reducían a una extensa escala de
grises, como las antiguas fotografías, mirara donde mirara. Cerré y abrí los
ojos varias veces, agité la cabeza, quizás con el propósito de sacudirme el
susto del mismo modo que se hace con algún resto pegajoso adherido a una mano. Me
resultó chocante que este síndrome hubiera aparecido al abandonar el portal del
edificio, no antes, como recordaba. Seguí caminando atribulado y con pesar. La
situación no era estática, pues para mi sorpresa, aparecieron los primeros
colores al fijarme en las copas de unos árboles, su verdor me regocijó, como me
regocijaron los variados colores de las flores y el azul celeste del cielo. En
cambio todo lo demás permanecía sumido en un gris mustio, inexpresivo,
carbonífero. Me animé pensando que poco a poco iría recuperando la sensibilidad
para captar los pigmentos de los edificios, los automóviles, los semáforos,
todo, incluso de los viandantes, ahora seres sumergidos en la indiferencia
monocroma de sus rostros y figuras. Aunque no a todos estos últimos afectaba
esta veladura plomiza. Los niños se distinguían entre ellos por sus sonrosados
mofletes y su frecuente indumentaria de vivos estampados, con una luminosidad
que podría decirse sobrenatural, por ser emanada su energía desde la inocencia
interior. Cuanto más tiempo transcurría, más alterado me mostraba con esta
circunstancia y con las que observé más adelante. Esta otra me llamó la
atención cuando pasé por delante de una oficina de empleo. Había una larga cola
esperando el turno de entrar. Tuve la sensación de que la figura de cada una de
las personas allí presentes hubieran sido modeladas con ceniza compacta,
semejante a la impresión que me causó el grupo escultórico de Rowan Gillespie,
titulado Hambruna, y situado en
Custom House Quay en Dublín. La tristeza de sus rostros me llevó a pensar en la
posibilidad de que no estuviera aquejado de una acromatopsia parcial, como todo
parecía indicar, sino, por qué no, fuera el mundo quien padeciera una
deficiencia desconocida de la pigmentación, provocada por algún extraño
fenómeno que de momento no alcanzaba siquiera a intuir como tampoco a imaginar.
Varias
manzanas tuve que dejar atrás en mi trayecto, para constatar que no cabía
esperar ninguna evolución más en mi estado, dado que se me había estabilizado
la captación del cromatismo, al cerciorarme de que nada ni nadie más había
escapado a la tiranía de las sombras. Al fin y al cabo era más fácil asumir
intelectualmente el error cometido por un par de ojos, que el de todo cuanto me
rodeaba, porque en este caso supondría que tal vez me hubiera pasado toda mi
vida anterior percibiendo una mentira sin haber tenido conciencia de ello. Toda
esta arquitectura de disquisiciones se me vino abajo, cuando un furgón
carcelario gris perla fue deteniéndose al llegar a una intersección, para girar
a continuación a la derecha. Desde su interior pude escuchar unos golpes contra
la chapa, a la vez que una voz desesperada gritaba con nitidez «¡Todo es gris.
¿No se dan cuenta? Todo es gris!». El furgón aceleró con un ruido bronco, tan
violento que terminó por ocultar el eco de las palabras del supuesto preso,
mezcladas a la postre en su naturaleza inaprensible con la opaca, lóbrega,
humareda que dejó tras de sí el vehículo. En un primer momento no sé si hice un
ademán físico de seguirlo, de seguir la declaración que corroboraba una de mis
paranoicas sospechas, o si en realidad fue solo una intención de mi voluntad. De
cualquier modo, la rápida velocidad a la que desapareció todo vestigio de tal
testimonio, me sumió en un sueño alucinado, del cual no sabía cómo librarme.
Por si fuera poco, nada más reiniciar la marcha tras la parálisis sobrevenida,
dos calles antes de llegar a casa, comencé a distinguir que, entre los
viandantes, alguno que otro presentaba un tono sepia. Estos, al pasar junto a
mi lado, me miraban de soslayo, sonreían muy levemente y apresuraban el paso en
dirección opuesta a la que me dirigía. Primero fueron dos mujeres, después tres
hombres, todos con distintos matices en su tonalidad, lo cual les prestaba una
distinción entre ellos, a diferencia de los otros, los grises, faltos siquiera
de un rasgo ostensible de individualidad. Me asaltó la idea de que los sepia
fueran los disidentes de no sé qué, aunque solo fuera porque constituían una
muy pequeña minoría, pero también me llevó a pensar a qué bando pertenecía yo.
Me resistí a extender mis brazos para cerciorarme de su color, porque en todo
caso no sabía qué significaría poseer uno u otro. ¿Entrañaría algún peligro ser
descubierto, en caso de no formar parte de la mayoría? Me pregunté. No, razoné,
puesto que se movían con confianza y sin temor entre la multitud, lo cual
indicaba que los grises no discriminaban esa coloración. Así deduje que… sí,
era uno de ellos, porque hasta desde lejos podía advertir algo así como una
proximidad hacia ellos que iba más allá de la distancia espacial. Efectivamente,
mis manos, mis ropas, mi rostro reflejado en el escaparate de una tienda de
paraguas, todo yo estaba tintado de color sepia. El caso es que me pareció raro
que no me preocupara esta extravagante peculiaridad. En lugar de ello, me sentí
imbuido de una heterodoxa responsabilidad todavía sin nombre.
Antes
de llegar a casa, recordé que en un viaje a Budapest, un húngaro me contó que
durante las cenas y comidas familiares, allá por los años cincuenta del siglo
XX, todos guardaban un silencio tenso, todos eran sospechosos, todos eran
delatores, todos eran disidentes, todos eran traidores.
III
Frente
a la puerta, tuve miedo al introducir la llave de color sepia en la cerradura
gris. El silencio, cruel, permanecía impasible a mi recelosa expectación.
José Miguel López-Astilleros
26 de junio de 2020
Vanidad
Vanidad
La
noticia sobre la pandemia y el confinamiento mundial me pilló con el cañón en
la sien y un dedo en el gatillo. Posé entonces el revólver sobre la mesa y
abandoné la idea del suicidio, al menos de momento. No podía permitir que nadie
interpretara mi muerte como el triunfo de algo tan minúsculo como un virus, por
muy deletéreo que fuera. En cambio… ¡Qué hermoso hubiera sido imaginar un
segundo antes del disparo, las poéticas teorías de mis amigos sobre las razones
de tal decisión, justo en el mejor momento de mi carrera!
José Miguel López-Astilleros
25 de junio de 2020
Axolot (Viaje alrededor de mi cuarto)
Las malas lenguas
CGR
Quizás el secreto del arte de González-Ruano esté en la perfecta armonización de los contrarios. De ahí que su prosa tan resabiada y sutil sea a la vez tan aparentemente vigorosa y espontánea, tan llena de pasión y de escepticismo, de ternura y de crueldad, de curiosidad por todo y de desgana ante todo. En pocos escritores se adivina tan a las claras como en él que el estilo es el hombre, que vida y estilo deben corresponderse íntimamente, sin frivolidades ni componendas, en la obra de todo verdadero escritor.
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