Kafka en su infierno
Héctor se despertó con el nombre de Franz. Se percató de que
no era el suyo, porque al pronunciarlo en voz alta, su tímpano vibraba con movimientos
extraños, y porque en su documento de identificación personal aparecía impreso sobre
los vestigios de una raspadura grosera. El desconcierto ante lo que creía una
imaginaria eventualidad absurda, fruto de tantos meses de confinamiento, le
produjo una parálisis transitoria del ánimo, incluso de su menguada masa
muscular. Se quedó sentado en el sofá sin más reacción que la perplejidad ante
el vacío que se extendía ante sí. Desde la ventana, abierta de par en par, llegaba
por primera vez desde hacía tres meses el bullicio de la realidad. Ni esta
circunstancia lo sacó del sopor en el que estaba sumido. No sabia qué hacer con
su nuevo nombre, qué libros le gustarían, cómo tomaría el café, solo, con
leche, cortado..., ni qué actitud tomar ante el nulo efecto de las palabras que
le iba proponiendo para familiarizarse con él. Franz guardaba un silencio
inquietante, como si estuviera esperando la oportunidad alevosa de un
conspirador. De todas maneras, qué le importaba ese nombre, si en el fondo
seguiría siendo el mismo de siempre. No se dejaría manipular en todo caso por
él, pensó, le impondría su personalidad, quisiera o no, además... es posible
que cuando saliera a la calle, todos sus conocidos recordaran su verdadero
nombre y le restituyeran con ello su deseada
vida cotidiana. Así acabaría con esta pesadilla léxica.
Sobreponiéndose al entumecimiento de la voluntad, se despojó
del pijama que no se había quitado en mucho tiempo, buscó la ropa de calle utilizada
la última vez y se vistió con la lentitud ritual de un torero, pero antes se
duchó y se afeitó la larguísima y poblada barba que le había crecido durante su
aislamiento.
—¡Hombre, Franz, me alegro mucho de verte! ¿Qué tal te ha
ido? Aunque ya veo por tu buen aspecto que has sobrevivido fenomenal a la
pandemia —le dijo Bernardo, el panadero, nada más poner el pie en el local—. Ahora
mismo te doy tu hogaza de espelta —continuó sin esperar a que formulara su
petición.
No dio crédito a lo que oía. Hacía treinta años que su pan
favorito era el de harina de Kamut, y los mismos que Bernardo no se equivocaba.
Se asustó tanto, que se dio la vuelta sin siquiera pararse a desmentir los
dislates del panadero.
—Déjalo, Bernardo, volveré mas tarde —le espetó con prisa
por marcharse a la floristería de Rosa, a la cafetería de Alba y a la carnicería de Alfredo, para verificar
que no estaba siendo objeto de una broma pesada.
—Pero... Franz, si yo no me llamo... —fue lo último que
escuchó tras cerrarse la puerta a su espalda.
Minutos después comprobó que a Franz le gustaban las
gardenias, el café expreso en vaso y las carrilleras de ternera, y que Rosa se
llamaba Alicia, Alba, Maricarmen, y Alfredo, Marco. La seguridad y discreción
con que se habían dirigido los cuatro a Franz, no albergaba la más mínima duda
de que no estaba siendo objeto de una burla. Así lo constataron también los demás
clientes que se dirigieron a estos tres últimos por sus recientes nombres, y no
por los que él recordaba.
Héctor regresó a casa con su nueva identidad, el pan de
espelta, las gardenias blancas y unas carrilleras de ternera en la bolsa de la
compra, tras tomarse el obligado expreso. Dejó la mercancía sobre la encimera
de la cocina y posteriormente fue a su biblioteca, donde eligió el tomo I de
las obras completas de Kafka, que empezó a releer, por si allí encontrara
alguna explicación a que todos hubieran asumido de buen grado sus nuevos nombres
y sus nuevas personalidades, al menos en público, según pudo constatar por sus
respectivos silencios interrogativos, cuando articuló con aparente y deliberado
descuido sus antiguos apelativos familiares.
José Miguel
López-Astilleros
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