17 de junio de 2020

Kafka en su infierno




Kafka en su infierno



Héctor se despertó con el nombre de Franz. Se percató de que no era el suyo, porque al pronunciarlo en voz alta, su tímpano vibraba con movimientos extraños, y porque en su documento de identificación personal aparecía impreso sobre los vestigios de una raspadura grosera. El desconcierto ante lo que creía una imaginaria eventualidad absurda, fruto de tantos meses de confinamiento, le produjo una parálisis transitoria del ánimo, incluso de su menguada masa muscular. Se quedó sentado en el sofá sin más reacción que la perplejidad ante el vacío que se extendía ante sí. Desde la ventana, abierta de par en par, llegaba por primera vez desde hacía tres meses el bullicio de la realidad. Ni esta circunstancia lo sacó del sopor en el que estaba sumido. No sabia qué hacer con su nuevo nombre, qué libros le gustarían, cómo tomaría el café, solo, con leche, cortado..., ni qué actitud tomar ante el nulo efecto de las palabras que le iba proponiendo para familiarizarse con él. Franz guardaba un silencio inquietante, como si estuviera esperando la oportunidad alevosa de un conspirador. De todas maneras, qué le importaba ese nombre, si en el fondo seguiría siendo el mismo de siempre. No se dejaría manipular en todo caso por él, pensó, le impondría su personalidad, quisiera o no, además... es posible que cuando saliera a la calle, todos sus conocidos recordaran su verdadero nombre y le restituyeran  con ello su deseada vida cotidiana. Así acabaría con esta pesadilla léxica.

Sobreponiéndose al entumecimiento de la voluntad, se despojó del pijama que no se había quitado en mucho tiempo, buscó la ropa de calle utilizada la última vez y se vistió con la lentitud ritual de un torero, pero antes se duchó y se afeitó la larguísima y poblada barba que le había crecido durante su aislamiento.

—¡Hombre, Franz, me alegro mucho de verte! ¿Qué tal te ha ido? Aunque ya veo por tu buen aspecto que has sobrevivido fenomenal a la pandemia —le dijo Bernardo, el panadero, nada más poner el pie en el local—. Ahora mismo te doy tu hogaza de espelta —continuó sin esperar a que formulara su petición.
No dio crédito a lo que oía. Hacía treinta años que su pan favorito era el de harina de Kamut, y los mismos que Bernardo no se equivocaba. Se asustó tanto, que se dio la vuelta sin siquiera pararse a desmentir los dislates del panadero.
—Déjalo, Bernardo, volveré mas tarde —le espetó con prisa por marcharse a la floristería de Rosa, a la cafetería  de Alba y a la carnicería de Alfredo, para verificar que no estaba siendo objeto de una broma pesada.
—Pero... Franz, si yo no me llamo... —fue lo último que escuchó tras cerrarse la puerta a su espalda.

Minutos después comprobó que a Franz le gustaban las gardenias, el café expreso en vaso y las carrilleras de ternera, y que Rosa se llamaba Alicia, Alba, Maricarmen, y Alfredo, Marco. La seguridad y discreción con que se habían dirigido los cuatro a Franz, no albergaba la más mínima duda de que no estaba siendo objeto de una burla. Así lo constataron también los demás clientes que se dirigieron a estos tres últimos por sus recientes nombres, y no por los que él recordaba.

Héctor regresó a casa con su nueva identidad, el pan de espelta, las gardenias blancas y unas carrilleras de ternera en la bolsa de la compra, tras tomarse el obligado expreso. Dejó la mercancía sobre la encimera de la cocina y posteriormente fue a su biblioteca, donde eligió el tomo I de las obras completas de Kafka, que empezó a releer, por si allí encontrara alguna explicación a que todos hubieran asumido de buen grado sus nuevos nombres y sus nuevas personalidades, al menos en público, según pudo constatar por sus respectivos silencios interrogativos, cuando articuló con aparente y deliberado descuido sus antiguos apelativos familiares.



                                            José Miguel López-Astilleros

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