29 de junio de 2020

Acromatopsia



Acromatopsia


I


Hacía dos meses que el editor me urgía para que entregara la novela por la que ya había cobrado un adelanto por mis derechos de autor. Siempre le decía que estaba a punto de concluirla para tranquilizarlo, aunque de sobra sabía que estaba perdiendo la paciencia, a juzgar por las palabras cada vez más malhumoradas que me dedicaba, tanto por teléfono como por correo electrónico. No era un capricho mío el no entregársela de una vez por todas. La redacción del último capítulo se había complicado con otros compromisos inexcusables, que me tenían de un lado para otro, dando una conferencia tras otra sobre el Romanticismo alemán y su influencia en la literatura europea hasta mediados del siglo XX. Por esta razón la pandemia vírica y el posterior confinamiento de la población me vino de perlas. Debo aclarar que no hay ninguna intención frívola por mi parte en esta declaración, no sea que algún malintencionado ya haya echado mano de la picadora de carne, a la que somos tan aficionados.

Me enclaustraría en el ático en el que solía escribir, lejos de la familia, así lograría terminar la novela prometida. Viviría como un absoluto robinson urbano. Pasaría todo el tiempo escribiendo y leyendo. Me comunicaría con mi esposa y mis hijos una vez al día por videoconferencia durante breves minutos, a instancia mía, para confirmar que tanto ellos como yo estábamos bien de salud, al fin y al cabo Karina era una mujer fuerte y los gemelos estaban en su último año de carrera. Mi presencia no era indispensable para ellos, además comprenderían la necesidad que tenía de este retiro. Asimismo, como pensaba desconectarme del mundo, telefoneé a mi hermana Carmen Isabel para que, después de explicarle mi decisión, me avisara cuando se terminara la reclusión obligatoria, solo de este modo estaría seguro de no sufrir ninguna interferencia del exterior.

Tracé el plan de un modo tan pormenorizado, como solía hacer con los detalles de cada una de mis obras, con la precisión de un neurótico inseguro. Almacené alimentos imperecederos y todo lo necesario para un largo período de tiempo. Metí el reloj de pulsera en un cajón, además del despertador, al cual extraje la pila, para evitar ese molesto ruido del mecanismo, que en el silencio de la noche me provoca irritación cuando tengo insomnio. A estos les acompañaría el móvil, silenciado al completo previamente, salvo las llamadas telefónicas entrantes de la familia por si alguna emergencia. Probaría a escribir a mano en las libretas que solía utilizar hacía diez años y que sustituí por el ordenador. Aún me quedaban varias decenas de ellas. Incluso rescataría mi caja de plumas estilográficas, de donde elegiría a la privilegiada que me serviría para pergeñar  el manuscrito del capitulo final.

Las primeras noches necesité tomar un hipnótico para dormir. No iba a ser fácil acostumbrarme a esta nueva situación. El ático, elegido como lugar de trabajo, no daba a la calle para evitar distracciones y facilitar la concentración. Tanto el salón como la cocina, el baño y el pequeño dormitorio, poseían dos grandes claraboyas el primero y una más pequeña cada una las demás habitaciones. El aislamiento acústico y visual era casi total, solo unos cuantos rectángulos de cielo en el techo abuahardillado me servían de vínculo con el mundo de fuera. La luz cenital que penetraba por estas marcaba de modo impreciso el tiempo. Con la claridad me despertaba, abría la lucerna más baja para ventilar, y el tiempo de la ficción comenzaba cada día, bien el de mi relato o el de los libros que leía, porque me instalé en ellos con una entrega incondicional, religiosa podría decir, en recuerdo de la fe con la que profesaba en mis inicios al oficio de escritor y al deleite compulsivo e impetuoso de lector apasionado. Con la llegada de la oscuridad desde las alturas, el tiempo de la ficción daba paso con docilidad a la realidad del sueño, otro tiempo de ficción distinto, pero esta vez escrito en el magma acuoso donde ni los deseos ni las frustraciones sobreviven al despertar. Solo el instinto de alimentarme cuando el reloj biológico me lo demandaba, interrumpía durante no más de lo necesario las distintas cronologías ordenadas por la coherencia de mi misma obra o la de los demás autores en las suyas. Establecí en mi itinerario vital tres vértices, en los que recalaba de uno en otro cada día: el escritorio, el diván, la cama y la cocina, convertidos estos últimos en uno solo por tratarse de exigencias digamos… domésticas, aunque eximidas de este calificativo las actividades oníricas derivadas, que con frecuencia utilizaba en mi creación.

Quiso la fortuna que transcurridas muchas semanas, vi cumplido un viejo deseo postergado sine die, leer por fin los tres tomos de las Vidas paralelas de Plutarco y el monumental Reloj de príncipes de Fray Antonio de Guevara. Al tiempo de llegar al final de este último, coincidió que también puse punto y final al cometido principal que me había llevado hasta esa vida de ermitaño. No solo había concluido el capítulo pendiente de la novela, lo había corregido hasta la saciedad y hasta tecleado en el ordenador portátil. Pero no solo esto, también coincidió que sonara la melodía del teléfono que identificaba la llamada de mi hermana. Me comunicó que a partir del día siguiente se levantarían las restricciones a la movilidad. Dadas las circunstancias concurrentes, envié el texto a mi editor antes de abandonar el ático y me dispuse a salir a la calle. La última noche me acosté con la tranquilidad y satisfacción del que acaba de consumar unos cuantos anhelos. Sin embargo, durante el sueño todo eso fue sustituido por pesadillas incomprensibles, relacionadas con mi incorporación a la inminente realidad del otro lado, sobre la que me habían crecido unas sospechas imprecisas, que trascendieron las horas nocturnas, para afincarse durante el despertar en una parte de mi conciencia. Pensé que se debía a las consecuencias de haber estado durante tres meses tan abstraído en cuestiones intelectuales, lejos del mundo de los sentidos. Quizás necesitara un corto período de adaptación, pensé.


II


Abrí la puerta del ático, pulsé el botón del ascensor y, mientras esperaba su llegada, la volví a cerrar con dos vueltas de llave. Cada uno de los dos golpes secos de la petaca introduciéndose en la pletina metálica del marco, me parecieron los últimos redobles de un tambor patibulario. El silencio reinante aumentaba el efecto dramático de cualquier ruido por leve que fuera. Incluso el zumbido sibilante del ascensor prestaba a la escena una cierta atmósfera de irrealidad. Ya dentro de la cabina tuve la sensación cinematográfica de que posiblemente estuviera solo en el mundo, y de que tal vez fuera uno de los pocos supervivientes de una hecatombe apocalíptica, de la cual me había librado sin saber cómo. Atravesando el primer piso, le sonreí con ironía a mi reflejo en el espejo del panel de enfrente, como reproche por tales ocurrencias, más dignas de un adolescente que de un escritor que se preciara de imaginación.

Me dirigiría a casa lo antes posible, eso es lo que le prometí a Karina. Caminaría hasta allí, cincuenta minutos de paseo me vendrían bien para activar la circulación y los músculos, bastante agarrotados según pude comprobar más tarde. Pero antes me detendría en el café San Marcos a tomar uno de sus deliciosos expresos, acompañado por una de sus también deliciosas rosquillas crujientes. ¡Qué diantres, con tanta imaginación calenturienta, el mundo seguiría donde estaba, con todos sus placeres esperándome! Con este pensamiento inducido por la necesidad que tenía de optimismo, me eché a la calle sin mayor preocupación.

Salí tan obsesionado con la idea de recuperar viejos hábitos, de disfrutar de esas pequeñas cosas cotidianas que a la postre son las que más se echan de menos, que apenas me percaté de la alteración visual sufrida por mis retinas, no por haber perdido la noción de la perspectiva, consecuencia lógica por otra parte, al no haber superado mi campo de visión no más de cinco o seis metros durante este período de encierro, sino porque en un principio noté que la riqueza de la gama cromática de colores había menguado. Conforme fui reparando en mi alrededor, en pocos minutos me di cuenta de que mi apreciación inicial se había quedado muy corta. Todos los colores se reducían a una extensa escala de grises, como las antiguas fotografías, mirara donde mirara. Cerré y abrí los ojos varias veces, agité la cabeza, quizás con el propósito de sacudirme el susto del mismo modo que se hace con algún resto pegajoso adherido a una mano. Me resultó chocante que este síndrome hubiera aparecido al abandonar el portal del edificio, no antes, como recordaba. Seguí caminando atribulado y con pesar. La situación no era estática, pues para mi sorpresa, aparecieron los primeros colores al fijarme en las copas de unos árboles, su verdor me regocijó, como me regocijaron los variados colores de las flores y el azul celeste del cielo. En cambio todo lo demás permanecía sumido en un gris mustio, inexpresivo, carbonífero. Me animé pensando que poco a poco iría recuperando la sensibilidad para captar los pigmentos de los edificios, los automóviles, los semáforos, todo, incluso de los viandantes, ahora seres sumergidos en la indiferencia monocroma de sus rostros y figuras. Aunque no a todos estos últimos afectaba esta veladura plomiza. Los niños se distinguían entre ellos por sus sonrosados mofletes y su frecuente indumentaria de vivos estampados, con una luminosidad que podría decirse sobrenatural, por ser emanada su energía desde la inocencia interior. Cuanto más tiempo transcurría, más alterado me mostraba con esta circunstancia y con las que observé más adelante. Esta otra me llamó la atención cuando pasé por delante de una oficina de empleo. Había una larga cola esperando el turno de entrar. Tuve la sensación de que la figura de cada una de las personas allí presentes hubieran sido modeladas con ceniza compacta, semejante a la impresión que me causó el grupo escultórico de Rowan Gillespie, titulado Hambruna, y situado en Custom House Quay en Dublín. La tristeza de sus rostros me llevó a pensar en la posibilidad de que no estuviera aquejado de una acromatopsia parcial, como todo parecía indicar, sino, por qué no, fuera el mundo quien padeciera una deficiencia desconocida de la pigmentación, provocada por algún extraño fenómeno que de momento no alcanzaba siquiera a intuir como tampoco a imaginar.

Varias manzanas tuve que dejar atrás en mi trayecto, para constatar que no cabía esperar ninguna evolución más en mi estado, dado que se me había estabilizado la captación del cromatismo, al cerciorarme de que nada ni nadie más había escapado a la tiranía de las sombras. Al fin y al cabo era más fácil asumir intelectualmente el error cometido por un par de ojos, que el de todo cuanto me rodeaba, porque en este caso supondría que tal vez me hubiera pasado toda mi vida anterior percibiendo una mentira sin haber tenido conciencia de ello. Toda esta arquitectura de disquisiciones se me vino abajo, cuando un furgón carcelario gris perla fue deteniéndose al llegar a una intersección, para girar a continuación a la derecha. Desde su interior pude escuchar unos golpes contra la chapa, a la vez que una voz desesperada gritaba con nitidez «¡Todo es gris. ¿No se dan cuenta? Todo es gris!». El furgón aceleró con un ruido bronco, tan violento que terminó por ocultar el eco de las palabras del supuesto preso, mezcladas a la postre en su naturaleza inaprensible con la opaca, lóbrega, humareda que dejó tras de sí el vehículo. En un primer momento no sé si hice un ademán físico de seguirlo, de seguir la declaración que corroboraba una de mis paranoicas sospechas, o si en realidad fue solo una intención de mi voluntad. De cualquier modo, la rápida velocidad a la que desapareció todo vestigio de tal testimonio, me sumió en un sueño alucinado, del cual no sabía cómo librarme. Por si fuera poco, nada más reiniciar la marcha tras la parálisis sobrevenida, dos calles antes de llegar a casa, comencé a distinguir que, entre los viandantes, alguno que otro presentaba un tono sepia. Estos, al pasar junto a mi lado, me miraban de soslayo, sonreían muy levemente y apresuraban el paso en dirección opuesta a la que me dirigía. Primero fueron dos mujeres, después tres hombres, todos con distintos matices en su tonalidad, lo cual les prestaba una distinción entre ellos, a diferencia de los otros, los grises, faltos siquiera de un rasgo ostensible de individualidad. Me asaltó la idea de que los sepia fueran los disidentes de no sé qué, aunque solo fuera porque constituían una muy pequeña minoría, pero también me llevó a pensar a qué bando pertenecía yo. Me resistí a extender mis brazos para cerciorarme de su color, porque en todo caso no sabía qué significaría poseer uno u otro. ¿Entrañaría algún peligro ser descubierto, en caso de no formar parte de la mayoría? Me pregunté. No, razoné, puesto que se movían con confianza y sin temor entre la multitud, lo cual indicaba que los grises no discriminaban esa coloración. Así deduje que… sí, era uno de ellos, porque hasta desde lejos podía advertir algo así como una proximidad hacia ellos que iba más allá de la distancia espacial. Efectivamente, mis manos, mis ropas, mi rostro reflejado en el escaparate de una tienda de paraguas, todo yo estaba tintado de color sepia. El caso es que me pareció raro que no me preocupara esta extravagante peculiaridad. En lugar de ello, me sentí imbuido de una heterodoxa responsabilidad todavía sin nombre.

Antes de llegar a casa, recordé que en un viaje a Budapest, un húngaro me contó que durante las cenas y comidas familiares, allá por los años cincuenta del siglo XX, todos guardaban un silencio tenso, todos eran sospechosos, todos eran delatores, todos eran disidentes, todos eran traidores.


III


Frente a la puerta, tuve miedo al introducir la llave de color sepia en la cerradura gris. El silencio, cruel, permanecía impasible a mi recelosa expectación.



José Miguel López-Astilleros


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