22 de junio de 2020

Eros confinado







Eros confinado




Los tres meses de confinamiento obligatorio los pasamos Laura y yo cada uno en su casa con su familia. La primera semana fue la más dolorosa. Las largas sesiones de videoconferencias no podían sustituir nuestros prolongados besos, ahora diseminados sobre el vidrio de nuestras respectivas tabletas electrónicas. Con el tiempo construiríamos un mundo de ensueño entre los dos.

Todo comenzó la noche que nos exhibimos en la soledad de nuestra habitación, mostrándonos de cuerpo entero en pijama. Más tarde acompañamos los posados con palabras “sugerentes” y miradas tórridas. Pero no quedó ahí la cosa, porque llegó un momento en que todo eso se nos antojó insuficiente. Hubo un vacilante titubeo antes de desbrozar la selva espesa que daba entrada a ciertos paraísos inexplorados, sobre todo porque nunca nos habíamos atrevido a tanto, ni siquiera a soñar con intentarlo. Cualquier objeto que tuviéramos a mano oficiaría de llave mágica, para acceder al tesoro de los placeres del otro, máxime cuando logramos vencer nuestros prejuicios respecto a lo prohibido y lo reprobable. La imaginación y el deseo obraron el milagro de los hallazgos que hicimos: el elástico de una prenda íntima, unos dedos siervos de una voluntad ajena, un patito infantil de goma, recuerdo de travesuras acuáticas, la lubricidad luminosa de un lápiz de labios, la viscosidad insinuante de dos gotas de gel nacarado, unas esquirlas de hielo desafiando al ardor de la epidermis... Transitando por este camino de perfección sin límites, llegó el día en que tuvimos que abandonar la virtualidad de nuestras citas clandestinas a media noche.

Ardíamos en deseos de encontrarnos después de nuestra dilatada separación. Frente a frente, parapetados tras nuestras respectivas mascarillas, nos tomamos las manos y nos miramos durante un buen rato, en silencio, suspendidos en el ritmo frenético de nuestras pulsaciones. Tratamos de reconocer nuestro sofisticado universo de emociones en el destello de nuestras pupilas, creado a lo largo de los noventa días pasados, y especialmente de sus noventa noches. Pero no lo hallamos desbordándose por doquier, como esperábamos. Permanecía oculto, cubierto por la espesa capa de un pudor antiguo y censor, que terminó por disuadirnos de continuar con el encuentro, en vista de que ninguno estábamos dispuesto a que nuestra relación prosiguiera donde la habíamos dejado, cuando nos despedimos aquel atardecer ya lejano, ni a olvidar nuestras noches de deleitosa fantasía. Soltamos nuestras manos al unísono con un gesto de mutua, silente aprobación. Y regresamos de nuevo a nuestra casa, a nuestra habitación, con la urgencia de dos amantes compulsivos, a encender nuestras tabletas de inmediato, con el fin de inundarlas cuanto antes con toda nuestra libido más loca e íntima, sin la menor necesidad de la realidad táctil del otro, como si fuéramos dos esplendorosos personajes de ficción dentro del lector más perverso que uno pueda imaginar.


                                                                                                                                                       José Miguel López-Astilleros


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