¡Dejadme escribir!
Yo no estoy loco. Sólo quiero escribir. Escribir con una pluma, con un bolígrafo, con un mísero lápiz, pero escribir, sólo pido escribir. Para hacerlo me han ofrecido primero una máquina y después un ordenador. Teclas, ¡cómo se puede escribir con unas teclas! Los he rechazado ¿y por eso estoy loco? Unas hileras de teclas y otros botones obscenos quieren que sean el medio por donde fluyan mis angustias, mis miedos, mis anhelos, mis esperanzas. Puedes seguir escribiendo como antes pero ahora hazlo con un ordenador me dicen, es por tu bien. Todo lo que hacen es por mi bien. Al principio lo intenté, de veras que lo intenté. Incluso me pusieron de tutor una linda muchacha, virginal joven toda ella de blanco, que me enseñaba a utilizar aquella máquina. Malditas teclas. Al pulsarlas sentía como picotazos de un cuervo en mi cabeza, me espantaban las ideas, me embotaban la razón y creo que de seguir utilizándolas me hubieran arrancado las palabras de la mente dejando negros vanos en su lugar. Vanos, esos vanos que tengo en mi memoria. Hay cosas que no logro recordar y eso me obsesiona. Sé que una negra cortina me oculta algo y no logro saber qué es. Sólo cuando sueño, a veces, se corren esos telones para dejar ver, entre brumas, insinuantes reflejos que se disipan al despertar. Pero sí tengo nítidas las imágenes escribiendo, cuartillas en blanco surcadas por líneas y más líneas de escritura azul, negra o morada, con algún ocasional garabato realizado mientras ponía en orden imágenes que luego serían escritas. Y tachaduras, tachaduras que se deslizaban como cicatrices en el papel. Lo recuerdo muy bien. ¿Por qué me martirizan así? ¿por qué no me dejan escribir como yo quiero? Nadie de los que me rodean tiene siquiera un miserable lápiz que pudiera robar. Nadie. Lo intenté el día que me trajeron aquí y fue la última vez que mis manos tocaron un objeto con el que pudiera escribir. Era una magnífica Mont Blanc. Se la arranqué del pecho al director de este centro. Sobresalía del bolsillo de su blanca bata, prendida por una provocadora patilla dorada. Sólo la tuve en mis manos uno segundos. ¡Qué placer! pero efímero. Me la arrebataron. Sí, ya sé que fue por mi bien.
Estoy harto de que todo lo hagan por mi bien. El ordenador es por mi bien, los muros que me rodean son por mi bien, las pastillas que me dan son por mi bien. A veces he estado algo confuso pero yo no estoy loco. Ya hace tiempo que he cambiado, ya no pido que me dejen escribir, he urdido un plan que por fin ahora voy a realizar ¿Acaso un loco puede forjar un plan? Enterrados en el tiempo han quedado aquellos primeros días que, iracundo, exigía, y por encima de ellos los que, desesperado, rogaba que me dejaran escribir. Ni un solo día ha dejado de carcomerme el ansia de escribir, pero he dejado transcurrir el tiempo con infinita paciencia y no he vuelto a pedir que me dejen hacer lo que más deseo ¿Acaso un loco tiene tanta paciencia?
Dichoso el día que cambiaron la antigua cerradura de llave del despacho del director por un discreto teclado con números embutido en la puerta. Sabía que ese cambio sería mi salvación y con paciencia he esperado hasta hoy. Paciencia para ver, quizás sólo lo vea yo, cómo hay cuatro teclas ligeramente más sobadas que las otras seis. ¿Acaso un loco sabe que estas cuatro cifras se pueden combinar de veinticuatro maneras diferentes? ¿Acaso un loco pude memorizar las veinticuatro combinaciones? Ha llegado la hora. El director ya se ha ido y sólo deambulan por el pasillo pobres diablos arrastrando los pies que no saben quiénes son ni a dónde van, pero he de cuidarme del paseo de los celadores. Sólo dispongo de unos segundos. Pruebo una combinación, de las de la primera mitad, 1492. No se abre la puerta. Otra combinación, esta vez de las de la segunda mitad, 4192. No abre. ¿Acaso un loco sabe de indexación? Otra, de las de la primera mitad, 2149. No se abre. Ahora pruebo otra de las de la segunda mitad, 9241 Clack! Cede la cerradura y me adentro ansioso en el despacho. Cierro la puerta a mis espaldas. Hasta que me echen en falta al menos tengo media tarde por delante. Eufórico busco lo que he ansiado tanto tiempo.
Sobre el escritorio, en un recipiente de cristal, está el tesoro. La emoción es aun mayor de lo que imaginaba. Extasiado, me acerco a la mesa y me siento. Con un estremecimiento y respirando mi propio aliento alargo mi mano y acaricio los bolígrafos que sobresalen del vaso de vidrio. ¡Qué placer! ¡Por fin puedo escribir! Dudo, no sé cuál coger. ¡Ah! ahí está la Mont Blanc que cogí aquel primer día, lejano ya, que me trajeron aquí. La saco suavemente del bote. Ahora nadie me la quitará por mi bien. Le retiro el capuchón con cuidado, lo dejo suavemente sobre la mesa y contemplo el resto de la pluma deslizándola entre mis dedos como si fuera de seda. Miro la punta dorada y veo una diminuta gota de tinta añil que rueda hasta precipitarse en el abismo. Es la señal que esperaba. Cojo una cuartilla y con mano temblorosa comienzo a escribir lo primero que se me pasa por la cabeza: ‘Yo no estoy loco’. Tanto tiempo sin escribir una sola palabra y la emoción hacen que la letra parezca trazada por un niño. Hago otro ensayo: ‘Yo no estoy loco’ queda bien pero se puede mejorar. Ya más calmado vuelvo a escribir: ‘Yo no estoy loco’. Perfecto, esta es mi letra, tal como la recuerdo. Al verla por primera vez después de tanto tiempo aparecen vagos recuerdos que pugnan por ocupar aquellos vanos que me obsesionaban. Noto cómo van ocupando su espacio esos recuerdos, como agua que colma una reseca torrentera, pero están desordenados y al llegar todos a la vez me dejan algo confuso.
Intento reanudar la escritura pero me quedo bloqueado y mis ojos se van hasta la punta dorada de la pluma. Absorto acerco más la pluma a mi cara. Contemplo deslumbrado la punta cada vez más dorada, cada vez más cerca de mis ojos. La acerco más y más, lentamente, hacia mi ojo derecho hasta que la pierdo de vista. Noto cómo acaricia mi párpado inferior y cómo lentamente la voy hundiendo en la piel. La punta toca algo sólido, duro, que se mueve en la cuenca de mi ojo y al momento veo una pequeña esfera, como una canica grande, caída no sé de dónde y rebotar sobre la superficie del escritorio. La sigo con la mirada y veo cómo se precipita por el borde. Ya no la veo, sólo oigo, alejándose, el golpeteo al chocar contra la tarima, clok, clok, clock … Los vanos están cubiertos y los recuerdos se van ordenando, pero todavía sigo confuso. Miro nuevamente la punta dorada de la pluma y suavemente la acerco a mi ojo izquierdo hasta que se va desenfocando. Siento ahora cómo acaricia mi párpado izquierdo y poco a poco noto cómo rasga la piel y se va introduciendo entre el reborde del hueso y el ojo. Miro las palabras que he escrito hace unos instantes y las veo retorcerse y distorsionarse. Lentamente, muy lentamente presiono hacia arriba la pluma hasta que oigo un chasquido. De repente todo a mi alrededor se vuelve de un color rojo intenso y noto un líquido viscoso que se desliza serpenteando por mi mejilla izquierda hasta notar su sabor saldo en mis labios. Al sentir este sabor familiar, y mientras el rojo intenso camina hacia la oscuridad total, se alzan los negros cortinones que velaban mi memoria. Como relámpagos se reordenan los recuerdos en mi cabeza y reconozco cristalinamente la canica grande caída de mi párpado derecho hace un momento. Me parece oir el eco creciente de mi ojo de cristal al golpear la tarima, clock, clok, clok… ¿o es alguien que está golpeando la puerta del despacho?
[El Amanuense]
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