EL CUARTO ESPEJO
Tuve mala suerte. Cuando el gobierno decretó el
confinamiento de la población en sus hogares, debido a la expansión de un virus
desconocido y letal, aparte de muy contagioso, me pilló solo. Acababa de
divorciarme de mi tercera esposa. Tuve muy mala suerte, porque entre cada
divorcio y cada nueva relación jamás había transcurrido más de un mes, el mes
en el que me hallaba en ese momento, justo cuando hacía dos semanas que había
conocido a Sonia y habíamos descubierto que congeniábamos, además de
entendernos en aspectos importantes tanto para ella como para mí. En un par de
semanas más con toda seguridad hubiéramos decidido compartir el mismo techo, y
quien sabe si llegar al matrimonio.
La soledad era para mí una experiencia nueva. Desde que
recordara nunca había dejado de estar acompañado. Con mi primera esposa, Carla,
y mis tres hijos, Arturo, Juan y Olga,
apenas había sitio en casa para más intimidad que la conyugal, habida cuenta
que nuestros sueldos no nos permitían una vivienda mayor. Con Beatriz, mi segunda esposa, tardé en casarme
cinco días después de firmar los papeles de ruptura, ya que llevábamos dos
meses viéndonos a escondidas en un hotel
de las afueras. La vida con ella tampoco supuso un remanso de placidez, puesto
que siempre que llegábamos del trabajo, ya tenía prevista nuestra asistencia a
clases de baile latino, nuestra colaboración en una ONG dedicada a salvar gatos
extraviados, y no sé cuántas actividades más, que me dejaban el cuerpo molido
cada día, sin el más mínimo deseo de aventuras existenciales. Con Adriana, la
tercera, sucedió algo parecido, solo que en esta ocasión no parábamos en casa
porque le apasionaban los viajes y las largas caminatas, preferentemente por la
montaña. Pero como era de esperar, por vivir en una ciudad mesetaria, en
ausencia de trochas a más de mil metros de altitud, recorríamos a todas horas
los barrios más recónditos y lejanos de la ciudad, una y otra vez, sin
descanso. Jamás les reproché a ninguna de ellas la falta de sosiego, me bastaba
con la vanidad de que hubieran sucumbido a mis dotes de seductor.
Si no hubiera sido por los espejos, los dos meses de
confinamiento me hubieran servido para ver unas decenas de películas que nunca
había tenido tiempo de ver, leer algunos libros de autores clásicos, de esos
gordos que siempre nutren las listas de los cincuenta libros cuya lectura es
obligatoria antes de morir, ponerme a dieta para bajar los niveles de
colesterol…, entre otras tareas siempre pendientes. El primer espejo que se
interpuso en mi camino fue el del baño. Mientras me aseaba y me lavaba las
manos con minuciosidad, como sugerían las autoridades sanitarias, fue cobrando
vida la figura reflejada en él, según me iba quedando absorto en el azogue. Se
trataba de un hombre joven, cuyo rostro mostraba gestos de arrogancia y
suficiencia. En sus ojos, que parecían los míos pero sin llegar a considerarlos
como tales, más por recelo que otra cosa, pude intuir tres minúsculas
luciérnagas brillando en la oscuridad de su pupila, volaban de un lado a otro
con vivacidad, para después apagarse agónicamente poco a poco entre estertores diminutos
de luz, lo cual acababa por privar a sus ojos del esplendor de la vida, como
los de un pescado mal oliente. Así, día tras día, hasta llegar a provocarme un
extraño sentimiento de culpa, como si mi observación fuera la causante.
Huyendo de esta amargura, fui a dar con el espejo de la
entrada, cuyo fin decorativo era darle amplitud a ese reducido lugar. Nunca
había reparado en este al ser una zona de tránsito. Tan solo recordaba haberme
percatado alguna vez de una sombra fugaz desplazándose a toda velocidad sobre
su superficie, con el rabillo del ojo izquierdo o derecho, según estuviera
entrando o saliendo de la vivienda. En esta ocasión me encontré a un hombre maduro
con incipientes canas, cuyas facciones, marcadas por la personalidad de las
arrugas aún no demasiado profundas, transmitían soberbia y jactancia. Conforme
fue pasando el tiempo, me fui demorando con más detalle en su nariz. De una de
sus fosas nasales había comenzado a salir algo así como una raíz del tamaño de
un cabello, que comenzó a anclarse en los poros de la epidermis y colonizar los
pómulos, para de ahí quién sabe si extenderse por toda la cabeza, hasta tal vez
transformar la naturaleza del parasitado. Cuanto más repugnante me parecía el
avance de tan singular criatura, más me arredraba y confundía la sensación de
que la fuerza que la alentaba surgía de mi propia alma.
Decidí evitar aquella invasión haciendo lo mismo que con el
otro espejo, colocar una toalla sobre él y golpearlo con el mazo del mortero,
para que no saltara ninguna microesquirla infectada hacia ningún rincón. Dos
semanas después el delirio y las alucinaciones habían cesado con esta
contundente medida. Sin embargo, una noche, al ir a dormir, me senté en la cama
para quitarme los zapatos, enfrente tenía el armario con sus dos puertas
correderas de espejo. Durante aquellas dos semanas, simulé indiferencia ante su
presencia unas veces, otras me repetí que allí solo podría aparecer yo y nadie
más que yo, nadie más, nadie más, ¿me oyes?, nadie más…, salmodiaba incansable
como si fuera un conjuro. Fue inútil. Un hombre entrado en años, todavía
atractivo para su edad, con aires de playboy
de un siglo extinto, me miraba burlón y sonrisa fanática, con un rictus en su
boca que expresaba todo el desdén por el mundo acumulado en su vida. Varios
pliegues de su labio inferior fueron eclosionando para dejar salir una oruga
parduzca de cada uno, de no más de un milímetro de longitud. De inmediato se aplicaron
a devorar con fruición obsesiva el mismo labio que las había hospedado, del
mismo modo que los gusanos de seda hacen con las hojas de morera. Acabado su
primer sustento, treparon con sus decenas de patas hacia el superior. En pocos
minutos dejaron así mismo las encías al descubierto, descarnadas a su vez en
menos tiempo aún, tras haber engordado de manera inusitada y haber mudado su
color por uno anaranjado casi transparente, como primer paso hacia su monda
calavera.
Luego de arremeter contra el tercer espejo, di gracias por
no tener ninguno más en casa. Claro que, pensándolo bien, no bastaría con eso
para escapar, pues había un sin número de materias susceptibles de albergarnos
en su seno. Aún así estaba seguro de poder controlar dichas situaciones, como
lo había hecho hasta ahora, con eficacia y determinación. De lo que no estaba
tan seguro es qué haría cuando el confinamiento llegara a su fin y me
encontrara con Sonia, dentro de sus hermosos ojos meridionales.
José Miguel López-Astilleros
En respuesta al llamamiento de nuestro querido Amanuense. A ver si los ultramarinos están a la altura de la generosidad que se les supone y envían un cuentín para mitigar el desconcierto y la incertidumbre de este encierro.
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