9 de abril de 2020

El cuarto espejo




Elena Rodríguez



EL CUARTO ESPEJO


Tuve mala suerte. Cuando el gobierno decretó el confinamiento de la población en sus hogares, debido a la expansión de un virus desconocido y letal, aparte de muy contagioso, me pilló solo. Acababa de divorciarme de mi tercera esposa. Tuve muy mala suerte, porque entre cada divorcio y cada nueva relación jamás había transcurrido más de un mes, el mes en el que me hallaba en ese momento, justo cuando hacía dos semanas que había conocido a Sonia y habíamos descubierto que congeniábamos, además de entendernos en aspectos importantes tanto para ella como para mí. En un par de semanas más con toda seguridad hubiéramos decidido compartir el mismo techo, y quien sabe si llegar al matrimonio.
La soledad era para mí una experiencia nueva. Desde que recordara nunca había dejado de estar acompañado. Con mi primera esposa, Carla, y mis tres hijos, Arturo, Juan y  Olga, apenas había sitio en casa para más intimidad que la conyugal, habida cuenta que nuestros sueldos no nos permitían una vivienda mayor. Con  Beatriz, mi segunda esposa, tardé en casarme cinco días después de firmar los papeles de ruptura, ya que llevábamos dos meses viéndonos  a escondidas en un hotel de las afueras. La vida con ella tampoco supuso un remanso de placidez, puesto que siempre que llegábamos del trabajo, ya tenía prevista nuestra asistencia a clases de baile latino, nuestra colaboración en una ONG dedicada a salvar gatos extraviados, y no sé cuántas actividades más, que me dejaban el cuerpo molido cada día, sin el más mínimo deseo de aventuras existenciales. Con Adriana, la tercera, sucedió algo parecido, solo que en esta ocasión no parábamos en casa porque le apasionaban los viajes y las largas caminatas, preferentemente por la montaña. Pero como era de esperar, por vivir en una ciudad mesetaria, en ausencia de trochas a más de mil metros de altitud, recorríamos a todas horas los barrios más recónditos y lejanos de la ciudad, una y otra vez, sin descanso. Jamás les reproché a ninguna de ellas la falta de sosiego, me bastaba con la vanidad de que hubieran sucumbido a mis dotes de seductor.

Si no hubiera sido por los espejos, los dos meses de confinamiento me hubieran servido para ver unas decenas de películas que nunca había tenido tiempo de ver, leer algunos libros de autores clásicos, de esos gordos que siempre nutren las listas de los cincuenta libros cuya lectura es obligatoria antes de morir, ponerme a dieta para bajar los niveles de colesterol…, entre otras tareas siempre pendientes. El primer espejo que se interpuso en mi camino fue el del baño. Mientras me aseaba y me lavaba las manos con minuciosidad, como sugerían las autoridades sanitarias, fue cobrando vida la figura reflejada en él, según me iba quedando absorto en el azogue. Se trataba de un hombre joven, cuyo rostro mostraba gestos de arrogancia y suficiencia. En sus ojos, que parecían los míos pero sin llegar a considerarlos como tales, más por recelo que otra cosa, pude intuir tres minúsculas luciérnagas brillando en la oscuridad de su pupila, volaban de un lado a otro con vivacidad, para después apagarse agónicamente poco a poco entre estertores diminutos de luz, lo cual acababa por privar a sus ojos del esplendor de la vida, como los de un pescado mal oliente. Así, día tras día, hasta llegar a provocarme un extraño sentimiento de culpa, como si mi observación fuera la causante.
Huyendo de esta amargura, fui a dar con el espejo de la entrada, cuyo fin decorativo era darle amplitud a ese reducido lugar. Nunca había reparado en este al ser una zona de tránsito. Tan solo recordaba haberme percatado alguna vez de una sombra fugaz desplazándose a toda velocidad sobre su superficie, con el rabillo del ojo izquierdo o derecho, según estuviera entrando o saliendo de la vivienda. En esta ocasión me encontré a un hombre maduro con incipientes canas, cuyas facciones, marcadas por la personalidad de las arrugas aún no demasiado profundas, transmitían soberbia y jactancia. Conforme fue pasando el tiempo, me fui demorando con más detalle en su nariz. De una de sus fosas nasales había comenzado a salir algo así como una raíz del tamaño de un cabello, que comenzó a anclarse en los poros de la epidermis y colonizar los pómulos, para de ahí quién sabe si extenderse por toda la cabeza, hasta tal vez transformar la naturaleza del parasitado. Cuanto más repugnante me parecía el avance de tan singular criatura, más me arredraba y confundía la sensación de que la fuerza que la alentaba surgía de mi propia alma.
Decidí evitar aquella invasión haciendo lo mismo que con el otro espejo, colocar una toalla sobre él y golpearlo con el mazo del mortero, para que no saltara ninguna microesquirla infectada hacia ningún rincón. Dos semanas después el delirio y las alucinaciones habían cesado con esta contundente medida. Sin embargo, una noche, al ir a dormir, me senté en la cama para quitarme los zapatos, enfrente tenía el armario con sus dos puertas correderas de espejo. Durante aquellas dos semanas, simulé indiferencia ante su presencia unas veces, otras me repetí que allí solo podría aparecer yo y nadie más que yo, nadie más, nadie más, ¿me oyes?, nadie más…, salmodiaba incansable como si fuera un conjuro. Fue inútil. Un hombre entrado en años, todavía atractivo para su edad, con aires de playboy de un siglo extinto, me miraba burlón y sonrisa fanática, con un rictus en su boca que expresaba todo el desdén por el mundo acumulado en su vida. Varios pliegues de su labio inferior fueron eclosionando para dejar salir una oruga parduzca de cada uno, de no más de un milímetro de longitud. De inmediato se aplicaron a devorar con fruición obsesiva el mismo labio que las había hospedado, del mismo modo que los gusanos de seda hacen con las hojas de morera. Acabado su primer sustento, treparon con sus decenas de patas hacia el superior. En pocos minutos dejaron así mismo las encías al descubierto, descarnadas a su vez en menos tiempo aún, tras haber engordado de manera inusitada y haber mudado su color por uno anaranjado casi transparente, como primer paso hacia su monda calavera.

Luego de arremeter contra el tercer espejo, di gracias por no tener ninguno más en casa. Claro que, pensándolo bien, no bastaría con eso para escapar, pues había un sin número de materias susceptibles de albergarnos en su seno. Aún así estaba seguro de poder controlar dichas situaciones, como lo había hecho hasta ahora, con eficacia y determinación. De lo que no estaba tan seguro es qué haría cuando el confinamiento llegara a su fin y me encontrara con Sonia, dentro de sus hermosos ojos meridionales.


                                       
 José Miguel López-Astilleros


En respuesta al llamamiento de nuestro querido Amanuense. A ver si los ultramarinos están a la altura de la generosidad que se les supone y envían un cuentín para mitigar el desconcierto y la incertidumbre de este encierro.








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