9 de junio de 2020

El leviatán dormido



 Foto / Mario Paz





El leviatán dormido


Sea noche de tristeza,
no haya en ella regocijos.
Maldíganla los que saben maldecir el día,
los que saben despertar al Leviatán.

Job 3: 7 y 8



La primavera había sido suspendida, los sueños plácidos habían sido suspendidos, la conciencia había sido suspendida, los interrogantes habían sido suspendidos… solo la vida orgánica y una perplejidad temerosa ocupaban el mundo de quienes permanecíamos en arresto domiciliario, por un motivo que, después de tanto tiempo, habíamos terminado por olvidar. Pero llegó un momento, y digo momento porque el tiempo como lo concebíamos había sido abolido, en que animados por un resorte ancestral, algunos decidimos comenzar a salir a la calle por iniciativa propia.

Segundos antes de pisarla, nos arredró una duda vivificadora, señal de que seguíamos vivos. Nos preguntábamos si la imagen que teníamos de la realidad observada desde nuestra ventana, correspondía a la verdad, o si por el contrario solo era una imagen parásita y fija, almacenada en nuestra retina, escenario ilusorio del exterior: árboles engalanados con el transcurso de la naturaleza, enamorados sentados en los bancos dedicándose zalamerías, ancianos apurando sus melancólicos días soleados, niños corriendo hacia el infinito, el viento aligerando la pesadez del aire cálido… Nadie se atrevió a imaginar lo que nos encontraríamos si todo esto ya no formaba parte de la vida. Aunque por otro lado, para nuestro perentorio solaz, esta ocurrencia solo podía ser debida a las consecuencias del duradero y pasivo letargo, tal resaca amnésica sufrida por los efectos de la potente y colectiva anestesia que nos habían administrado.

A través de la puerta acristalada del edificio, miré enfrente, hacia los dos portales que tenía ante mi vista. Desde allí era observado por otros en mi misma circunstancia. Sin que mediara anuncio previo de ninguna clase, todos abrimos la puerta a la vez y pusimos el primer pie en la acera. Antes de que pudiéramos percatarnos de cualquier detalle concreto de la avenida, fuimos arrancados de allí con celeridad vertiginosa y succionados de manera violenta por un torbellino, a cuya merced quedamos quienes en las inmediaciones habíamos emprendido la temeridad de la fuga. Mientras girábamos en su seno, nos fue creciendo alrededor una membrana que fue adquiriendo la forma de una esfera casi transparente, dentro de la cual reinaba un silencio opresivo, quizás porque en su desarrollo no había quedado en la burbuja apenas un soplo de aire. Pronto lo pudimos comprobar, puesto que por mucho que tratamos de gritar, ni un solo sonido escapaba hacia fuera, así que nos resignamos a la más absoluta incomunicación verbal. Solo los signos visibles de nuestra desesperación, dibujados en nuestros rostros, nos permitieron saber que al menos no habíamos perdido contacto visual los unos con los otros, aunque de poco nos valía.

La luz, que hasta entonces había permanecido constante, dentro de una moderada intensidad, fue debilitándose, a la vez que cesaba la inercia del movimiento. Quedamos dentro de nuestras inhóspitas, desoladas placentas, flotando en una semioscuridad cavernosa, lejos de presentir cordón umbilical alguno. Por más que intentamos recabar al menos un solo indicio que nos mostrara el lugar a donde habíamos ido a parar, nada logramos averiguar sin embargo, porque más allá de un par de centenares de metros las tinieblas saturaban el espacio y el tiempo, convirtiéndolos en incertidumbre de pesar.

No obstante, la esperanza que residía en las regiones más reservadas de nuestro cerebro, se aferró como un liquen prodigioso a aquellas condiciones tan adversas. Y de tanto perseverar en la vida, las brumas comenzaron a iluminarse con parques en plena floración, cafeterías llenas de animados conversadores, teatros con el aforo de aplausos completo… Pero sucedió que como comenzaran a ganarle luminosidad a las sombras, surgieron de los glaciales infiernos unas criaturas informes de ojos cárdenos, revestidos de espículas malévolas, que la emprendieron a dentelladas con tales resplandores, y los devolvieron a la oscuridad, multiplicada esta vez hasta la asfixia. Muchos recordamos entonces que algunos profetas habían vaticinado el despertar del feroz leviatán, en cuyo vientre nos encontrábamos. Pero no fueron escuchados, a pesar de que sus prospecciones ya no se basaban en las vísceras de las aves ni en cábalas seculares desde hacía muchos siglos.

La única manera posible de mantener las constantes vitales siquiera al mínimo, consistía en dejarse fagocitar el alma por aquellos engendros sepulcrales, hasta transformarse en uno de ellos. O bien aprestarse a seguir arropado por la mortaja blanca del reino de la nada.

En la limitada perspectiva nebulosa que se extendía ante mí, fueron desapareciendo las esferas y creciendo…



                                                                      José Miguel López-Astilleros

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