15 de febrero de 2015

La prueba de Gromo (Novela por entregas)






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«Dr. Spasmósevic. No me enteré de que padecía microfalosomia hasta que Rosita, la chica más puta de mi clase, se ocultó tras unos matorrales y nos vio mear a los chicos cuando bajamos del autobús, durante una excursión a un hayedo. Pronto se extendió como un reguero de pólvora viperina e incandescente, que yo la tenía pequeña. Seguro que no se hubiera dado cuenta, si no se la hubiera mamado a medio mundo y no hubiera tenido con qué comparar. Lo peor es que no caí hasta entonces en mi anomalía, puesto que la proporción entre mi estatura y mi miembro no me habían hecho sospechar nada. Además, de unos padres tan protectores como los míos no cabía esperar que me dieran el más mínimo disgusto. Por aquella época no medía más de metro y medio de altura, aunque a partir de someterme al escarnio de mis compañeros, mi cuerpo comenzó a crecer desmesuradamente como compensación. Ahora tengo veinticinco años, me gustaría saber si el problema estuvo en que mi cosita no se desarrolló lo suficiente, o por el contrario fue mi estatura casi dos metros centímetros la que dejó atrás a aquel pobre y distante pingajo en su gigantismo loco. Lo demás no me importa, porque soy feliz trabajando en mi tapicería y viviendo con mi pequeña Bárbola, para quien todo lo mío es ciclópeo, y todo lo suyo para mí es diminuto.»
Abel Altarriba nunca pensó durante sus cinco años de Filología Clásica, que acabaría trabajando como redactor de PlayEros, una sórdida revista pornográfica cuyo público no bajaba de los setenta años. Podría haberse preparado unas oposiciones y terminar sus días como un profesor vencido por la diosa Fortuna, pero su pasión por la escritura lo llevó a no claudicar, y aceptó el puesto que, según él, le haría recordar algún día aquellos años como cruciales en su formación de escritor. Aquella mañana registró el correo destinado a su sección, el Consultorio del Dr. Spasmósevic; aunque también escribía los exiguos pies de fotos y relatos libidinosos, e incluso, ajena a su labor literaria, había hecho algunas fotos soeces a prostitutas cocainómanas por orden suprema del director, Amando Estefanía. Como no encontró ninguna consulta en la bandeja de entrada del Dr. Spasmósevic, sobrenombre con el que contestaba, tuvo que redactarla por su cuenta, para responder a su vez a la semana siguiente, algo que se había convertido en habitual desde que comenzara a descender el número de ejemplares vendidos. Al tiempo de poner punto y final a la misma, coincidió que llegara a esa hora Amando, quien se interesó por lo que había escrito. Conforme lo iba leyendo, su rostro se enfurecía por momentos. Sólo al terminar la lectura, se encaró con él y le dijo que cada vez que penetraba la bacteria de la literatura en su mente, la revista se infectaba de decencia y las ventas bajaban. Le manifestó que la primera regla de estilo en PlayEros consistía en adaptarse a su público, puesto que el objetivo de cada texto que saliera de aquella redacción, habría de conseguir la erección y masturbación de los pocos consumidores intelectuales que leían la revista, y si no terminaban manchándola con su decrépito semen, no la volverían a comprar. Le hizo levantarse, tomó su asiento frente al ordenador, abrió un nuevo documento y comenzó a redactar una nueva consulta: «Dr. Spasmósevic. Tengo la polla pequeña, aunque eso no fue impedimento para que mi vecinita del tercero...» Dejó de teclear unos segundos y lo conminó a que se diera una vuelta por el tercer piso del número 23, donde madameAgatha, entre tanto concluía, para que se diera cuenta de una puñetera vez qué era lo realmente excitante, o al menos captara la psicología de quienes iban por allí, a ver si se le pasaban esas ínfulas grandilocuentes de artista de frasco de formol, enjabonado con champú de falsa palabrería filósofo-erótica de niño reprimido, y no sé cuántas lindezas expresivas más, que de algún modo lo contradecían.
Abel Altarriba abandonó los cincuenta metros cuadrados que componían la oscura redacción de PlayEros con la premura del que es perseguido, descendió hasta la calle desde el segundo piso por la escalera, pues el edificio era antiguo y no tenía ascensor, como todos los del barrio antiguo. Ya fuera se juró una vez más no regresar al lenguaje canalla y vulgar del despreciable y playeroEstefanía, por mucho que lo espoleara con sugerencias empíricas de corte sicalíptico o psicológico, aunque bien sabía él que no había de cumplir tal juramento. No obstante, pensó que a su personalidad de escritor no le vendría mal la experiencia del prostíbulo. Cuando pasaba por delante del inmueble, se limitaba a fantasear con las luces de neón rosa escapando por los intersticios de las ventanas cerradas, parpadeando en el envés caótico de su retina. Su corta estatura, su complexión delgada y su salud ruinosa siempre le habían impedido entrar, no fuera que hiciera el ridículo. Imaginaba que aquello era para hombres de acción, de los que se enfrentaban a mujeres de sus hechuras, las mismas que aletearían como magras sirenas en aquel antro. Tal vez lo mirarían con desprecio, sin percatarse de la opulenta carnalidad que albergaba su lenguaje. Un lenguaje que todavía no lo había provisto de valor suficiente para iniciarse él mismo en el sexo, ni siquiera en el voyeurismo. Se lo tomó, pues, como un mandato para no dar un paso atrás. Pulsó el timbre con retraimiento, al cabo de lo cual le abrió Ágatha, la madameque pastoreaba con determinación a sus diez pupilas entraditas en años y en untuosidades. Le dijo que venía de parte de Amando Estefanía, y que le permitiera sentarse en algún lugar discreto durante una hora, él le explicaría más tarde, pero si tenía ganas de algo más, correría por cuenta propia. Lo hizo entrar al salón de recepción, donde escogió un diván del color de las piruletas de cereza para sentarse, parecía sacado de una de esas películas de Almodóvar. Desde allí asistió al merodeo de las señoritas alrededor de los vejestorios que fueron personándose poco a poco. Cada una probaba a atraerse al primero que llegara con un movimiento de caderas, una caricia lúbrica o una frase rijosa al oído, pero no con él, porque pronto se apercibieron de que su aspecto de víctima de postguerra no les traería beneficio alguno. La que atendía por Galana se irguió frente a un hombre de estatura media, bien vestido y gafillas trotskistas como las suyas, que tenía al lado, comenzó ella misma a masajear sus pechos, humedeciéndose los pezones con la saliva que depositaba en los pulgares, pero el otro no le hizo el menor caso, porque estaba ensimismado, enfebrecido, leyendo un libro que ni siquiera había traído él, que alguien había abandonado algún día bajo los cojines del diván. Abel se quedó atónito presenciando la escena. Hasta que la Galana se agachó, le desembarazó las manos del libro con dulzura y lo arrastró hacia una de las habitaciones, no sin oponer una cierta resistencia infantil a interrumpir la lectura. A solas con el libro, lo tomó como si estuviera ante un prodigio. Se trataba del primer libro de la nueva colección de la editorial Gromo, La sonrisa horizontal de Afrodita, que había salido hacía unos meses, se titulaba Libertinos en Venus y su autor era Jorge Malpaso, a quien no había oído nombrar jamás. Comenzó a leer, deslumbrado desde la primera palabra. El salón caduco de aquel piso de renta antigua realquilado se transformó en el salón de un palacio del siglo XVIII, y las viejas glorias del sexo en cortesanas sensuales con perfume en el vello púbico. Tras las primeras cincuenta páginas, levantó la vista para mirar de soslayo a la Galana, que regresaba sofocada, y se sintió como un escritor marginal, para quien lo pequeño aparecía ante su vista con proporciones clásicas. Pero también se acordó de Amando Estefanía, y pensó en por qué no se dedicaba a mirar aquellas enormes tetas con su lenguaje bárbaro, quizás estuviera en lo cierto y fuera la única manera de traer lo monstruoso de estos tiempos a la literatura. A pesar de la confusión, se guardó los Libertinos en Venus en el bolsillo y se marchó con un propósito claro, seguir los pasos Jorge Malpaso.


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