23 de mayo de 2015

El entierro





El entierro

De veras que lo siento. Yo no puedo hacer más, ya no está en mis manos, está en las manos del Señor. Sólo queda rezar por Andrés.

El cuerpo me arde pero siento escalofríos, además está esa sed que me consume, que me agrieta los labios, que suelda mi lengua al paladar. Estoy despierto pero sueño con figuras geométricas que flotan en un abismo negro. Vienen hacia mí girando, retorciéndose y estirándose, una y otra vez, círculos, rombos, rectángulos, hexágonos y triángulos que según se acercan a mis ojos se deforman y cambian de color sobre un fondo de cortinones negros, negrísimos. Me cuesta respirar, mi pecho oprimido y mi garganta reseca no me permiten hablar, pero oigo a los que están a mi alrededor. Hablan en susurros apagados los hombres, entre contenidos sollozos las mujeres. Hace tiempo que no me preguntan qué tal estoy. Me cuesta mantener los ojos entreabiertos, veo rostros borrosos que reconozco… allí está don Anselmo, allí mi hermana Matilde y junto a ella don Eliseo, y aquí, a mi lado, mi madre bendita. Benditas sus lágrimas que al rozar mi frente alivian los ardores, benditas sus manos que al sujetar las mías encendidas templan mi cuerpo, benditas sus palabras que al oírlas sosiegan mis ansias. No estés triste madre. Cuánto daría por poder hablarte, madre, pero apenas puedo moverme en el lecho que me acoge. Estoy débil y consumido por estas ardientes y a la vez escalofriantes fiebres. ¿Cuánto llevo aquí postrado? ¿Días? ¿Semanas? o sólo unas horas. No puedo pensar con claridad, estoy confuso, me cuesta recordar, pero tengo que intentarlo para salir de este piélago sin fondo. Me encuentro sin fuerzas… ya vuelven hacia mí  esas figuras, deslizándose y encorvándose, doblándose y retorciéndose en silencio… tengo que recordar… tengo que recordar…

Sueño que el sol me deslumbra, entra a raudales por la ventana, encandila mis ojos, tengo que cubrirlos con la mano… ¿dónde estoy?... esa ventana, ese cuadro… esta es mi alcoba… el sol tan alto… ¿qué hora es?... ¡Ahh! cuánto me cuesta moverme… ¿qué hago en la cama?... estoy confuso. Llegan sueños enmarañados… aquí había mucha gente, don Eliseo, madre, don Anselmo… don Anselmo… don Anselmo el médico… no estoy soñando, son recuerdos. Estaba enfermo, maldita pulmonía, por eso me cuesta tanto moverme, todavía estoy débil, pero creo que estoy recuperado, aunque algo mareado y aturdido. Ya no me esfuerzo por respirar, siento libre el pecho. Noto estas bocanadas de aire entrar en mis pulmones, ¡qué alivio este aire! Protestan por el esfuerzo mis costillas, pero este soplo recuperador me aleja de la flaqueza. 

¡Madre!, ¡Madre! dónde estás. Soy Andrés. Ya estoy bien, mira madre, ya puedo hablar… porqué nadie me contesta… Estoy solo… 

Qué reconfortante esta luz que entra por el ventanal. Tengo que levantarme, ya llevo aquí languideciendo demasiado tiempo. Saldré a la calle a  tomar el sol mientras llegan los demás, pero antes tengo que asearme, esta pulmonía me ha dejado hecho una piltrafa. Hola, por lo menos está Sultán, aunque durmiendo, como siempre. ¡Eh!, qué te pasa, ¿te he asustado? Caramba, nunca lo había visto así, sino aparto la mano menudo arañazo me hubiera dado. Se ha ido bufando como alma que lleva el diablo. 

Serán alrededor de las cuatro. Qué sensación recuperar la salud. Acompaña este día primaveral, noto cómo me vigoriza este sol y este aire suave. Qué extraño, no hay un alma por la calle, ni en la plaza. Un momento, campanas, tocan a muerto, por eso no se ve a nadie por el pueblo, están todos en la iglesia. A que se murió don Nicasio el alcalde, el pobre estaba muy delicado, y ya tan mayor. Bueno, me acercaré a la iglesia, así estiro las piernas un poco.

Eh, aquél que está allá a lo lejos es Juvencio. Será el único que no está en la misa de don Nicasio. Me hace señas para que vaya hasta allí. Estará de permiso, todavía no se ha quitado el uniforme. Dios, cómo se parece a su hermano Toño. Cada vez se parece más. Desde aquí son idénticos. Pobre Toño. Amigo, cuánto te echo de menos. Aquel aciago día que amanecía como tantos otros, aquella bala perdida que encontró tu pecho mientras charlábamos. Maldita mil veces esta guerra. Cuándo acabará. Se está llevando a los mejores. Está un poco lejos para ir hasta allí. Me siento algo cansado y este sol empieza a calentar demasiado, prefiero sentarme un rato al fresco en la iglesia. Después te veo Juvencio.

Todo el pueblo está en la misa. No hay ni un asiento libre. Era una buena persona don Nicasio. Qué fresco hace en la iglesia, casi siento frío. Junto al altar veo a madre y a Matilde. Camino hacia ellas. Desde que empezó la fatídica guerra visten de negro. Qué mayores parecen.  Eh, pero el féretro es muy humilde, una caja de pino sin más. Y ese ramito de modestas flores… el difunto no pude ser don Nicasio… Madre, ¿por qué lloras? Matilde, ¿por qué abrazas a madre?..,  ¿por qué hace tanto frío? 

Me asalta una oscura sospecha. Me doy la vuelta y salgo corriendo hacia la puerta, hacia la claridad de la tarde. Mientras corro por el pasillo crece la incertidumbre en mi pecho. Salgo fuera, la luz me ciega unos instantes, alguien se acerca hacia mí… se acomoda mi vista, y al fin la insidiosa sospecha se vuelve certeza. Frente a mí, con su eterna sonrisa, una mano tendida y con el pecho destrozado está mi amigo.

Andrés… amigo, cuánto te echaba de menos.


[El Amanuense]


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