25 de mayo de 2015

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas







II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


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PARAGUAS DE SOMBRA

El caso de Elvio Villagrás fue uno de los más singulares, aunque en este mundo hermético de los libros vivos con hechuras de cansancio nada hay que no sea singular, con trazas de novelesco. Era Villagrás un hombrecillo de no más de metro y medio, con una cabecita empotrada en unas espaldas desproporcionadas y una melena copiosa de color cetrino, gastado, que le hubiera dado una apariencia romanticona, si no fuera porque hasta las caderas era todo él una generosa bola oronda como de caricatura de cerdito animado, sostenida por unos amplísimos pantalones pardos de tergal, que no permitían adivinar si toda su persona flotaba sobre ellos o de verdad habría debajo dos columnas de un Hércules venido a menos. Y sin embargo, el rostro apacible de iluso, como de alguien que ha descendido de su torre de marfil tibetano, denotaba una vida interior al margen de su cuerpo. Sólo la incapacidad de encaramarse a los lugares más altos, para fisgonear los títulos que no alcanzaba a ver desde abajo, fundía sus muecas de disgusto con sus otras imperfecciones, trocando todo su ser en un renacuajo panzudo en su última fase, que aspira a un beso transformador.
Elvio venía a Laminium no cuando llovía, sino diluviaba, no cuando nevaba, sino ventiscaba, en todas las ocasiones en que la ciudad quedaba desdibujada y desaparecía por cualquier inclemencia brutal, fuera por un meteoro u otra circunstancia con idéntico resultado, y así su presencia no fuera advertida, salvo por quienes se hallaran en la librería. Se presentaba con la respiración acelerada, mirando a todos lados con desconfianza, tal si estuviera siendo perseguido. Se apostaba bajo la marquesina del establecimiento para cerrar su gran paraguas negro, que le daba el aspecto de un enorme y macabro hongo flotante, aunque sería más apropiado decir que el artilugio oficiaba más de protector contra las miradas indiscretas, que contra lo que cayera del cielo, allí estaba él, bajo aquella tienda de campaña oscura. Una vez dentro, podía verse que en la otra mano arrastraba un carrito de la compra de escay. Introducía el paraguas heredado de algún abuelo en el paragüero, y comenzaba el registro de las distintas secciones, en busca de obras nuevas o que no recordara, o cuya compra hubiera aplazado. Para que nadie le birlara estas últimas, solía esconderlas cambiándolas de lugar, después archivaba el lugar donde estaban en su cerebro de perro rastreador, aunque era común que lo olvidara, con la consiguiente sorpresa al dar con ella cualquier día insospechado. A las dos o tres horas tenía elegidos una buena cantidad de libros, que iba apilando en el suelo, unos encima de otros, hasta que calculaba siempre la misma cantidad de dinero, incluyendo el descuento del regateo al que sometía de manera implacable a Barbadillo. Lo que este no le dijo nunca fue que siempre accedía a sus pretensiones, no por la habilidad dialéctica ni comercial desplegada, sino porque la voz nasal, meliflua y gangosa de Villagrás se le pegaba al paladar con repugnancia, y luego tenía que enjuagarse la boca con un trago de orujo, y los oídos con media hora de los Concierto de Brandenburgo. Pagaba la mercancía, metía todo en el carrito de la compra y desaparecía hasta una nueva conjunción tempestuosa de uno o varios agentes meteorológicos. Salvo en una ocasión, que recuerde, bueno no, que recuerde Jerónimo, porque esto me lo contó él, aunque más bien creo que lo imaginó.
Las autoridades militares de no sé qué tiempo histórico habían decretado ese día el último toque de queda en la ciudad dos horas antes de lo habitual, eventualidad que Evio Villagrás aprovechó para presentarse como siempre, atrincherado bajo su paraguas, pero sin carrito de la compra. Se dirigió al librero, le pidió una escalera, con la cual se encaramó a un altillo, donde rebuscó tras varios ejemplares de las obras completas de Miguel Candián (un poeta olvidado de las primeras vanguardias, cuyo poemario más estimado por los lectores de su tiempo, Arrabales narcóticos de un derrotado, pasó injustamente desapercibido para la crítica). De entre el polvo y los restos de antiguos libros desmenuzados por las polillas, y quién sabe si también por algún blaps mortisaga como yo, sacó un ejemplar de Bajo el paraguas de un déspota misántropo, de un autor del que no había referencia en ningún documento conocido, Blas Romero, cuya existencia el librero había olvidado por completo, porque no se había parado a leer el libro en su día, para averiguar si tenía o no algún valor literario o siquiera documental. Trató de dar marcha atrás pidiéndole a Evio una cantidad exorbitada por él, pero el otro reaccionó frunciendo los labios e incendiando los ojos, además de cerrar los puños y enrojecer sus mejillas hasta el límite de la explosión. Ante esto nada pudo hacer, es más, dejó que se lo llevara sin coste alguno a cambio de que le contara, si lo sabía, de qué iba el libro, a lo que Villagrás respondió que se asomara a la calle durante los treinta años siguientes. La historia quedó aquí, inconclusa, pero no le pregunté quién era o había sido realmente Evio Villagrás ni Blas Romero, aunque sospecho que eran el mismo sueño, la misma pesadilla, por absurdo que parezca, y es que a veces las sombras conviven con la luz, emboscadas en lo terrible.

José Miguel López-Astilleros
  

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