6 de mayo de 2015

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas








II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


21

FRUTAS PERECEDERAS

Todo lo que observé y viví en Laminium durante las horas de atención al público, resultó tan interesante o más que todo lo que devoré en sus anaqueles, sobre todo después de haberlo recordado mucho más tarde, y no digamos tras modelarlo con palabras, porque es bien sabido que la memoria dota a las horas pasadas de una profundidad que no tienen mientras discurren, convertidas en verdaderas simas por los vocablos que tratan de atraparlas, tanto en su vuelo como en sus caídas, que, queramos o no, certifican el fracaso por retener con fidelidad los universos transcurridos, según han dejado dicho multitud de poetas.
Pasé muchas noches en compañía de Alejandro Fonseca, con lo que quedaba de su presencia en mi mente, después de cada una de sus visitas. Era un hombre vulgar, de estatura media y una edad detenida en plena decadencia, sobre la cual uno tenía la sensación de que lo mismo avanzaría de un momento a otro hacia la senectud o retrocedería hacia la adolescencia. A pesar de ese aire polvoriento de pieza de museo sumergido en la quietud, había en su porte algo imperceptible que bullía, que se agitaba cada vez que aparecía por la puerta, siempre los jueves a primera hora de la tarde. Contra todo tópico sus manos eran robustas y gordezuelas, de campesino. Llevaba puesta, fuera verano o invierno, una boina apenas calada al estilo vasco, ligeramente inclinada con gracia hacia un lado, de tal manera que nunca pude ver si bajo ella se escondía un cráneo mondo y lirondo o aún le quedaba algo de cabello, pues sólo asomaban unos pelos desordenados, ralos y plateados por las sienes y la parte inferior de la nuca. Parecía más un trabajador manual, que un amante de los libros y lector consumado.
Se asomaba a la puerta, miraba en derredor, ponía un pie dentro, se llevaba la mano derecha a la boina en señal de quitársela por respeto y, sin articular palabra, se internaba en uno de los pasillos. Al principio pensé que lo guiaba el azar en sus inspecciones, pero pronto me di cuenta de que había trazado un orden, mediante el cual no volvería al mismo sitio hasta completar todas las estanterías, por mucho que observara la presencia de un ejemplar nuevo al día siguiente en una balda ya explorada. 
Extraía los libros con parsimonia, como si le doliera el hueco que dejaría tras él. Acariciaba con método y dedicación cada una de sus imperfecciones. Los abría por la página de derechos, después por la mitad, allí hundía su nariz y aspiraba el perfume para saber, diríase su grado de madurez, o su hedor, quién sabe si su putrefacción. Acto seguido los cerraba, los sopesaba como quien elige un melón y calcula con los ojos cerrados no se sabe bien si sus edades o qué. A continuación los acercaba a una de sus mejillas y al oído más cercano, escrutando algo que pocas sensibilidades serían capaces de percibir, según me confesó Jerónimo cuando le pregunté, porque hubiera jurado que a imitación mía, de un momento a otro procedería a hincarle el diente.
Fonseca era un campesino que venía todos los jueves a vender sus productos al mercado de la Plaza Mayor, le contó alguna vez. Cuando terminaba las ventas o concluía la jornada de mañana, comía en uno de los restaurantes baratos de las afueras y hacía hora hasta que Jerónimo abriera la librería, donde solía pasar dos horas antes de regresar al pueblo. Nunca se llevaba un sólo ejemplar. Se limitaba a repetir el ritual ya descrito con todos los libros. Pero como le resultara peculiar al librero, este jamás le dijo nada ni lo interrumpió. Fue Alejandro quien, a los pocos días de inaugurar sus particulares auscultaciones, se le acercó con El espejo de la mandrágora, de Gabino Marchante, a decirle que su carne era sabrosa, pero que se deshiciera lo antes posible de él, porque dentro de unos días la descomposición convertiría tal obra en tóxica para quien la probara. Y por estrambótico que pueda parecer, Barbadillo me aseguró que nada más marcharse, habiendo dejado el libro sobre el mostrador, un olor ácido y penetrante ascendió desde aquel, por lo cual tomó la decisión de ponerlo en el montón de deshecho, que solía recoger un gitano todos los sábados, y que revendería a su vez en el rastro dominical por un euro a los ultramarinos, únicos seres vacunados contra toda sustancia literaria ponzoñosa.
Otro día se acercó con Manzanas de bronce, del poeta neoromántico Armando García Castejón, a decirle que debía cambiarlo de sitio para que madurara, pues era tan ligero su peso y fútil su pulpa, que perdería toda la consistencia propia de un fruto de esa categoría y crianza, si seguía allí colocado, entre una antología de poesía ilustrada y una primera edición del Macías de Larra. Y de nuevo, amparándose en la experiencia del suceso anterior, el librero procedió a dejarlo sobre el mostrador, en el que pasada una semana, una mujer melancólica se lo llevó para regalárselo a su nuevo amante. 
Como estas intervenciones hubo otras muchas, hasta que un día desapareció sin dejar rastro, coincidiendo con las pesquisas que hizo Barbadillo para saber algo más de él, tras preguntarle a unos conocidos oriundos de su mismo pueblo, San Bartolomé del Páramo. Lo más sorprendente es que ni un sólo lugareño había oído hablar de tal personaje, y menos que vendiera sus frutas y hortalizas en el mercado de la capital. Todo lo más le contaron que con ese aspecto hacía treinta años había muerto en la localidad un hombre de letras, que había recalado allí, procedente de nadie sabía dónde, según constataron los campesinos más viejos del lugar. Jerónimo guardó silencio sobre quién era aquel hombre de letras y qué había sido de su supuesta biblioteca al morir, parece ser que sin herederos, si es que lo supo, pero esa es otra historia.

José Miguel López-Astilleros

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