27 de mayo de 2015

La prueba de Gromo (Novela por entregas)




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DE CÓMO VALENTINA KRISTEL DESCUBRIÓ LAS DEPRAVACIONES DE GROMO A TRAVÉS DE LAS PALABRAS DE TRES ESCRITORES. Y DE CÓMO EL PLACER QUE LAS PALABRAS LE SUSCITARON AL EDITOR, LE PROVOCÓ…

Valentina Kristel había sabido por una paciente de Ángel Ricardo, lectora de la colección La sonrisa horizontal de Afrodita, que Gromo asistiría aquella tarde a una mesa redonda sobre literatura erótica en la biblioteca de la Asociación Contra las Enfermedades Venéreas, donde todos los invitados leerían algunos textos, además de responder a las preguntas que el público asistente les hiciera. No pudo encontrar mejor ocasión para su propósito de escudriñar la cabeza del editor, y por si fuera poco tal asociación estaba a sólo cuatro manzanas de allí, en dirección a la parte más nueva de la ciudad. Iría con tiempo para situarse en primera fila, así no se perdería ningún detalle.
Una hora antes de comenzar el acto, se puso un sweater fino de lana, unos leggins estampados, unos zapatos de tacón alto y una cazadora de cuero negra. Se pintó los labios, se maquilló y se perfumó las muñecas y el escote. Puso su libreta de notas dentro del bolso y se dirigió hacia allí. Durante el trayecto fue pensando en dos preguntas certeras que le podría hacer, seguramente no tendría muchas más oportunidades, así que cuando le tocara su turno se las formularía una detrás de otra.
Preguntó en información dónde era la mesa redonda y le indicaron un salón de actos de no más de doscientas personas. Le dijeron que todavía no había nadie, aunque podía pasar si lo deseaba. Se sentó en la primera fila, más o menos en el centro. En el escenario había una mesa grande con un tablero y cuatro patas, de modo que tendría a la vista todo el cuerpo de Gromo para no perder detalle alguno. Estuvo garabateando palabras en su agenda hasta que comenzaron a llegar los asistentes. Había en todos ellos una mirada intensa, huidiza, como si recelasen unos de otros o no desearan ser vistos. Al fin llegaron los participantes, eran cuatro, tres hombres y una mujer. Gromo no era el más corpulento, aunque parecía mucho más voluminoso que en las fotos. Vestía una americana marrón, que colgó en el respaldo de la silla, un polo azul celeste churretoso con manchas costrosas de origen incierto y unos amplios pantalones de tergal de color crema. Al sentarse se dio cuenta de que seguramente no llevaba calzoncillos, porque el badajo le campaneaba en la entrepierna con soltura cuando se movía de un lado y otro para susurrarle algo a sus acompañantes. Una de las patillas de las gafas llevaba pegado un esparadrapo de color carne y el pelo rezumaba aceite si no virgen, por lo menos lampante. 

Después de que uno de los bibliotecarios los presentara, dio paso a Mariano Cortés, un hombrecillo de semblante mezquino y ojos de grillo, autor de un libro de cuentos sadomasoquistas titulado Coños asesinos: «Gala se acuclilló para verle de cerca el glande agujereado por la sífilis. Tal visión le inspiró tal ternura que no se lo pensó dos veces, abrió su boca desdentada y se lo introdujo hasta el fondo. No dejó de lenguetearlo hasta que estuvo bien erecto, y pudo abrirse paso entre las bubas de su vagina…»
Gromo comenzó a zurear como un palomo en celo, estiraba y encogía el cuello, movía los codos hacia fuera y aflautaba sus labios varias veces por segundo, se diría que no pensaba en otra cosa que en sentir en sus propias carnes aquel placer por la descomposición, la degradación más nauseabunda. Quizás recordara algún episodio de su vida íntima y por eso parecía sentirse inmensamente complacido.

El segundo era Gerardo Pera, de hechuras raquíticas, piel cetrina y aspecto enfermizo, autor de una novela corta de ciencia ficción titulada Manzanas de silicona: «Después de practicarle tres orificios más de los que tenía, por donde le metió sus tres pollas implantadas, la muñeca androide comenzó a desinflarse, a perder todos los fluidos hasta que no quedó más que uno amasijo mezclado con semen verde…»
Gromo bizqueaba, parpadeaba, tragaba saliva elevando la nuez como si se hubiera atragantado. Esta vez era un chillido como el de una rata herida lo que salió de sus orificios nasales. Masticaba las manzanas de silicona como un poseso, a la vez que aleteaba con las piernas en un intento por refrescar su ardor oculto seguramente en alguno de sus múltiples esfínteres, que delatarían su perverso gusto por el artificio. 

Llegó el turno de Pompeya Gracia, un monte de mujer encaramada sobre unos muslos poderosos y unas pantorrillas torcidas, con unas tetas capaces de eclipsar al amante más bragado, y una cabeza gromoiesca digna de un escultor ciclópeo, era autora de un diario erótico titulado Mis amantes perecederos: «Habíamos estado cenando sin parar durante tres horas, tras las cuales llegamos a mi apartamento. Encendí la lámpara del dormitorio, pero como la intensidad de la luz resultó poco romántica, manipulé el reostato que había instalado al efecto y dejé todo en penumbra. Le quité los calzoncillos de pata larga de varios tirones, le rasgué la camisa como había visto en una película, cada vez con más violencia, según me pedían mis enfurecidos jugos gástricos. Media hora más tarde no sabíamos si era el sebo de uno o de otro lo que mordíamos con fruición. Apagué totalmente la lámpara de noche por ver si los instintos de primate obraban la cópula, pero él lanzó un quejido de orangután impotente, se levantó y se marchó, debido a una indisposición estomacal…» ¿Verdad, mi querido Gromo?
Antes de que pronunciara esto último. Gromo había comenzado a sudar profusamente, a dejar escapar una babilla blanca por la comisura de sus labios, que empezó a manifestarse en pequeñas pompas con la respiración agitada y sibilante. Temí que empezara a escupir de un momento a otro. Las piernas las había juntado y hacía fuerza para mantenerlas unidas, a pesar de lo cual un tercer pedúnculo se hacía paso entre ambas, bajo unos lamparones húmedos, frutos de la exudación quién sabe si seminal. Las manos y las mandíbulas le temblaban. Todo indicaba que de un momento a otro iba producirse una explosión orgásmica. El pecho le subía y bajaba en estertores asmáticos. Tras la frase final, exhaló un sonido gutural, grave, de ahogo amoroso, se levantó, miró a Pompeya con toda la lubricidad de la venganza, se disculpó por encontrarse mal y se marchó tapándose la bragueta con la americana.

A Valentina Kristel no le importó no haber podido escuchar de sus labios el colofón a tanta belleza. Minutos después de marcharse Gromo, se levantó y se marchó, no le importó perderse el coloquio. Con aquello era más que suficiente para coger el tono de su historia y conseguir que reaccionara del mismo modo que había observado. Sí, la degeneración, lo artificial y lo deforme eran el camino. ¿Acaso no era ella igual?, pensó.

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