19 de febrero de 2016

DAKOVIKA, segunda parte (una novela por entregas)





Capítulo 14

Un golpe sobre el cristal del parabrisas nos sacó de la torridez mórbida del motor en marcha, justo antes de que sus emanaciones tóxicas nos asfixiaran y acabaran de una vez por todas con nuestras desdichadas peripecias. Vimos una jeta espantosa pegada al cristal que intentaba, con su calor corporal, deshacer el vaho de los vidrios y mirar dentro. En ese instante metí la primera y aceleré hasta el fondo. La cara permanecía adherida al vehículo y me miraba con los ojos abiertos como platos lunáticos. Avancé varios metros a ciegas entre el vaho y la nieve. El volante no respondía y nos deslizábamos descontroladamente. En un momento dado alguna de las ruedas tocó el asfalto y el coche dio un bote al agarrarse a algo estable. En ese momento el hombrecillo se desprendió del automóvil y siguió por el aire varios metros como si fuera más bien un guiñapo de ropas o harapos o paños que se llevaba el viento. Al fin cayó sobre un puesto del Rastro a medio quitar y quedó paralizado. Entonces pudimos ver que se trataba de Larsen que parecía que estaba mucho más viejo y flaco. 
Estuve circulando unos cuarenta minutos, dando vueltas a las manzanas cercanas y veía en los escaparates el reflejo nuestro que era como de un pequeño iceberg que avanzaba por las calles. No paraba de nevar y todas las cosas del suelo empezaban a desaparecer y no podíamos pasar más que por las calles por las que hubieran pasado otros automóviles retirando la nieve. Entonces pensé en ir hasta la calle Cantareros, a la chamarilería. Para llegar tuve que abrir el paso de la cuesta de Castañones que tenía más de un metro de nieve y por la que nadie había pasado. A tientas avanzaba más despacio de lo que lo haría una persona a pie y, cuando chocaba con algo, daba marcha atrás y giraba. El trayecto que, en circunstancias normales no ha de pasar de cinco minutos, se demoró lo indecible, pasaron lo que nos daba una sensación de ser horas, como si la lentitud de la nieve se metiera en todas las cosas y no avanzásemos. Al fin apareció el letrero de la tienda. Sólo asomaban de la nieve la parte alta de las verdes jambas y el letrero. Aparqué al lado, un poco antes, sin quedar enfrente del todo del escaparate. No paró de nevar hasta que anocheció y para entonces nuestro coche había quedado totalmente sepultado por la nieve. De hecho no supimos si se había puesto el sol o si la nieve, más allá de nuestro, techo había tapado su luz.

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