24 de febrero de 2016

Galaterarias





En la mejor librería del mundo habíamos quedado algunos Ultramarinos convocados por el polaco para conversar de la vida mitigada y, si se terciaba, de la vida literaria.
Una vez que traspasamos la puerta verde el librero nos señaló el rincón de la poesía de la experiencia donde podíamos conversar con los difuntos sin levantar la voz. Ocramalliv se movía entre los libros como si se hubiese criado allí; saludaba a todos los que entraban, como si se conociesen de toda la vida, y les presentaba al esquivo malabia como el famoso editor de Manual de Ultramarinos. Uno de los presentes, Jesús, seguía al dedillo los consejos del polaco a la hora de elegir un libro para regalar a su mujer. Tinofc le puso en la mano un Kamasutra para días lluviosos (Impedimenta) con unas ilustraciones de palo, y sin decir nada se lo dijo todo. Vimos a Larsen agachado dando un repaso a los poetas. «Para saber si estamos ante un buen poeta hay que leer el último verso del primer poema y el primer verso del último poema», con esa sabiduría de mutilado de guerra el trapero repasaba las novedades.
Leo, el librero, le recomendó la antología La vida callada; sacó del mostrador un ejemplar domesticado y le leyó, con voz aflautada, un breve poema de Susana Benet, que el polaco recordaba haber leído en La veleta, donde un gato negro se paseaba por la cubierta (gracias maestro Liendres). Menuda memoria tiene para los libros, pero le preguntas: ¿qué fue de Gromov? Y no se acuerda de nada.

El trapero se quejaba de que sólo hubiese un ejemplar de nadie vendrá a salvarnos de Yolanda Morató, y por tanto se lo tendría que jugar a pares y nones con Tinofc. Desde su púlpito el librero se defendió: «los cinco que había se los llevó Juan Bonilla».
Le preguntamos si se vende bien los libros del escritor jerezano, pero Leo nos daba largas y no quería contar nada porque decía que nuestro blog era un campo minado de maledicencia. Nos señalaba al polaco que los compraba por duplicado, uno para el bibliotecario de Mansilla de las Mulas y otro para él. 

Solo necesitamos sacar el ovillo para que el librero, necesitado de la compañía de los solitarios, tirase de él y nos mostrarse sus agujas de crítico literario, no dejando títere con cabeza ni poeta sin premio de consolación. No entendía el éxito del libro Ciudad de sombra, -tal vez porque no lo había leído-, ni el afán de X T por seguir escribiendo novelas mediocres que no merecen ni una primera oportunidad. De las publicaciones ultramarinas solo le habían gustado la primera volandera dedicada a los vendedores del Rastro y unos microsuicidios de los que no se acordaba ni del título ni del autor. Un grupo de turistas interesados por las guías de la ciudad interrumpieron su discurso sobre el auge de Eolas en la era digital.

Después de acompañar al polaco en su ritual de la ceniza empezamos con la alegría del carnaval a elegir los libros que nos llevaríamos. Así cumplimos con la única condición que nos había puesto el librero para permitir la tertulia ultramarina en el local: cada uno tiene que salir por la puerta con un libro, pagado.
Sobre el mostrador fueron aparecieron los Cuadernos de J. Lozano (con una hermosa cubierta), nadie vendrá a salvarnos, Un día de regalo (un borrador de poema) de JB, Via labirinto de Bonet, Leer para contarlo de Melero, Ciudad de sombra (con marcapáginas y pegatina) de Avelino Fierro, Broza de Manilla, Palmeras en la nieve (para regalar). El polaco tuvo que pagar con tarjeta porque se había gastado todo lo suelto en una cartel de La Barraca de Sáenz de la Calzada que encontró en Cadórniga y en unos puerros de Sahagún del mercado de la plaza.
El librero metió toda la mercancía en las nuevas bolsas galateas donde ya aparecía la palabra inglés con su tilde. «Se me había quejado muchos clientes por ese atropello al idioma, hasta una traductora y profesora de filología moderna de la Universidad me presentó una reclamación formal».
Nos despedimos del librero que discretamente nos dijo que llevásemos tanta paz como dejábamos. Afuera el frío nos esperaba con su abrazo de cristal. La calle estaba vacía, solamente acompañada por el eco metálico de las campanas de la catedral. En el trípode de madera se recomendaba el libro Últimos pasajes a la diferencia de Bruno Marcos.

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