2 de septiembre de 2013

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas








MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

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LOS  MOTINES

Hay palabras que llevan implícitas en sí mismas un viaje o muchos viajes, amén de otras ideas y emociones. Esto fue lo que me ocurrió con la palabra “motín”, eje central del subtítulo de un libro cuya ilustración de cubierta me sobrecogió, La tragedia del Batavia. El motín más cruel de la historia del historiador galés Mike Dash. Apenas llevaba saboreadas cien páginas, cuando tuve la necesidad de rastrear el origen de aquel ejemplar en la que tomaba ya por mi biblioteca, aunque sólo fuera de manera vicaria. Para tal propósito hice viajar a Sapiencio hasta Ámsterdam. Después de visitar el Rijksmuseum, merodear por los puestos callejeros de libros de la plaza Spui y tomar algo en L’Hoppe como cualquier turista, echó un vistazo al escaparate de la librería Athenaeum, tras lo cual decidió que la verdadera literatura había de buscarla en las aventuras prostibularias y anónimas del Barrio Rojo, donde daría rienda suelta a toda la sangre contenida durante demasiado tiempo en su imaginación y en sus prejuicios, contra los que tenía la voluntad, también él, de amotinarse. Pero como el atardecer de aquella tarde de verano se resistía a dar paso a la noche, decidió hacer hora paseando por el Singel hasta la plaza Dam, desde la cual accedería al canal Oudezijds Voorburgwal. En su camino por el lado derecho se topó con una pequeña librería anticuaria, que aún permanecía abierta contra todo pronóstico, se asomó a su interior a través de su escaparate, y a punto de abandonar su interés, un muchacho negro con pantalones blancos ajustados y todo el torso desnudo tatuado salió de allí con celeridad, como un espíritu destilado por los anaqueles repletos, o quizás como una llamada de atención, que eso nunca lo sabría. Esta visión le produjo un extraño desequilibrio, que compensaría con su entrada, aunque no supo para qué ni con qué objeto, puesto que se trataba de un establecimiento cuyos fondos parecían estar impresos exclusivamente en holandés. Echó un vistazo a las baldas que caían a la altura de sus ojos, en derredor, hasta toparse con una anciana desgarbada de prominente estatura, que agazapada de un modo inconcebible tras una minúscula mesa, daba asiento en un cuaderno a los ejemplares que sacaba de un baúl forrado con tela de damasco carmesí. La saludó con un “buenas tardes”, a lo que ella correspondió con un displicente “Good afternoon, sir”, al que siguió “I’ve got something for you”, a la vez que le mostraba el libro de Mike Dash, traducido del inglés en 2003. Le dijo también que no lo encontraría en ningún sitio, puesto que se trataba de una edición agotada sin demasiado valor, pero de la que nadie quería desprenderse. Así fue cómo Sapiencio sintió remordimientos ante El hombre colgado del siglo XVI de la cubierta, grabado en rojo sobre fondo negro, y cómo pasó toda la noche leyéndolo hasta el amanecer, sumergido, ahogado en aquel infierno de crueles hombres excesivos y sedientos mares tropicales, lejos de la carne expuesta en las vitrinas con reflejos de neón. Me pregunto si habría recibido su reprobación si se hubiera enterado de que me había inventado su vida y su biblioteca, o tal vez hubiera comprendido que una biblioteca no es la posesión de unos cuantos libros en propiedad, sino la impresión que deja su lectura en nuestra vida, modulada por las necesidades y afectos que cada una de las obras amadas nos deja. Viajes, en fin, que nos llevan a otros viajes, que a su vez nos remiten a otros, y de estos, a su vez, a otros, más allá de nuestra renuncia a iniciar un camino o a finalizarlo. Cuando horas más tarde hube terminado mi lectura, incluso la de las innumerables páginas de notas, me alejé con más melancolía que horror, porque su majestuosa sombra impedía que la savia circulara por el no menos magnífico, aunque exiguo librito Los náufragos del «Batavia» de Simon Leys, toda una lección de cómo se debe asumir una derrota con grandeza.
José Miguel López-Astilleros




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