17 de septiembre de 2013

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas










MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

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NARANJOS AMARGOS


El paseo de los naranjos se extendía desde la parte alta de la ciudad hasta los muelles, desde las casas señoriales que huían de la humedad de las brumas marinas, hasta las humildes casitas de un piso con sus tabernas portuarias, donde estibadores y marineros ahogaban rencores y pendencias a cualquier hora del día o de la noche. Dos mundos conectados entre sí por el verdor de los árboles y el amargor de sus frutos, pero de espaldas entre sí, en virtud de la curva que enfilaba el descenso en su último tramo, para ofrecer una puerta de entrada a los vientos fríos del Este, que dejaban sin resguardo natural a quienes más lo necesitaban, por estar más expuestos a las inclemencias y a los duros trabajos. Mercurio transitaba dicho recorrido varias veces al día en verano, sobre todo si se trataba de pescados, para entregar con prontitud la mercancía que alguna sirvienta de los palacetes de la colina había encargado en el colmado del mismo nombre. Jamás se le había ocurrido probar naranja alguna, de ello se había encargado el gesto desapacible de quienes le habían transmitido la inutilidad de dichos frutales, pero aquel día de agosto, con la caja del triciclo vacía y con tiempo suficiente para volver antes de que se cerrara El Mercurio, se sentó bajo la sombra de los últimos ejemplares del paseo, situados frente a la gran casa de los Luraschi, que dominaba todo el barrio con su frontal arrogancia y su máxima elevación sobre las otras. Quizás fue el deseo reflejo o la envidia al contemplar a unos niños como él comiendo naranjas en el jardín del otro lado, lo que le indujo a tomar una, clavarle las uñas para pelarla e hincarle los dientes con fruición. El sabor era dulce y refrescante, a pesar de su zumo calentado por el sol durante todo el día. No le confesó a nadie su descubrimiento, porque aquella revelación había de poseer un significado secreto que lo guiaría en su vida. ”  Así comenzaba la novela Los naranjos del Edén del italiano Filippo Benveniste, que siempre ocupaba un lugar preferente sobre el escritorio, puesto que cada cierto tiempo era releída por mi anfitrión, fuera desde el comienzo o de modo aleatorio. Para mí también era una obra única, no sólo por su calidad literaria, sino porque entendía que no había otra igual entre los otros miles de volúmenes. Hasta que la fatalidad hizo que en una de mis inspecciones, hallase sobre ella otro libro con el mismo título y el mismo autor, aunque totalmente diferente en la textura de su papel, dimensiones, grosor, tipografía, encuadernación e ilustración de cubierta. Metí las narices como pude y me desagradó su olor a nuevo, lejos de los aromas de aquel a quien pretendía suplantar. No podía explicarme el fenómeno de tal duplicidad, sobre todo cuando leí sus primeras cincuenta páginas, de las más de ochocientas de las que se componía. En él se contaba la misma historia, pero con palabras diferentes y lejanas a las emociones que guardaba en mí del anterior. Antes de sospechar criminales imposturas y maquinar arteras maniobras de destrucción, volví sobre su página de derechos, donde me percaté de que había salido de los talleres gráficos hacía un mes, y que el traductor era diferente, lo cual me proporcionó la causa de que el texto fuera distinto, aunque perdurara lo esencial del contenido. La desilusión de saber que aquel libro ya no era único, me impidió seguir leyendo esa nueva versión, porque estimé que la inocencia de la primera lectura era imposible de reproducir, por mucho que a los entendidos les pudiera parecer mejor traducción. De todos modos, ninguno de los dos la leímos. Quizás el amor por los naranjos amargos le indujo a creer que si no los poseía en esta nueva edición se le escaparía algo.
José Miguel López-Astilleros

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