Afiche y fotograma de Desierto Viviente, de Disney |
No es muy conocida la colaboración de Albert Camus con Walt Disney. En 1954 el cineasta americano reclutó un grupo de escritores franceses, buena parte de ellos académicos, para dar lustre a un libro con fotogramas extraídos de su documental Desierto Viviente. El texto de Camus, más allá del rigor científico que entrañe o del que adolezca, es bellísimo y damos de él aquí un fragmento.
La edición francesa del libro, notable por su composición
La noche y el silencio caen de pronto sobre el desierto transfigurado. Por un breve instante todavía, algo, en estas soledades, espera aún lo imposible, el milagro continuado: fuentes mudas manan en la arena, y un tallo invisible se llena de insectos felices. La paz va a triunfar, el ratón dormirá cerca de la serpiente, el lince renunciará al asesinato; el Edén, en una palabra, agitará las ramas de sus grandes árboles por encima de las praderas fértiles en las que duermen las fieras inocentes. La mañana puede levantarse a continuación sobre las colinas inmutables y los valles desolados, la cacería implacable puede reanudarse. El sol del mediodía puede alcanzar su cénit, abarquillar las flores para quemarlas y matar la vida y la esperanza sobre la inmensa llanura. El recuerdo, al menos, reside en el frescor y en la belleza. Será oscurecido por el viento que, de nuevo, recubrirá plantas y animales con una ceniza de arena; perderá uno tras otro sus colores, las fuentes se secarán, la hierba crepitará antes de morir. En la guerra nuevamente declarada, los animales se morderán mutuamente en la garganta; amores salvajes se sucederán entre los dos desiertos del cielo y de la estepa. El Edén está lejos, las praderas han ardido, y en adelante, quizá durante largos años, el miedo, la sed, los breves triunfos, la muerte, reinarán en estas soledades. Sólo la tregua jadeante de la noche aportará a los animales un descanso, y aún inquieto. Pero la esperanza que pierde su apoyo y su luz, la esperanza de la noche, tiene un nombre que esconde el secreto de toda grandeza y que se llama obstinación. ¿Quién viviría o crearía en los eriales que la Naturaleza o la sociedad ofrecen al hombre, de no ser por la obstinación sagrada? ¿Quién consentiría en soportar la recriminación y el temor, y en caminar por el desierto que cada cual lleva dentro de sí, sin esta testarudez soberana que rechaza la dimisión y convierte la misma muerte en una victoria? Los desiertos son, por esta razón, reinos de la única virtud, la que existe por sí misma, sin necesidad de ninguna otra: la voluntad de existir.
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