7 de julio de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas







II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


6

PERVERSIÓN


Los chirridos de la cancela desengrasada y el tintineo de las llaves chocando unas contra otras me despertó unos segundos antes de las diez de la mañana, lo supe porque en uno de los pocos huecos libres de las paredes había un reloj de péndulo, que instantes después comenzó a dar unas campanadas graves y siniestras. Mucho me costó acostumbrarme a ellas. Algunas veces llegué incluso a correr al otro extremo de donde vociferaba aquella máquina perniciosa, como si aquel sonido tuviera la propiedad de convertirme en un fugitivo de no sé qué penal, y a cada hora en una perseguidora implacable. No escuché las pisadas de Jerónimo acercándose a la puerta de la trastienda debido a la reverberación metálica, por eso su insignificante figura se me presentó inadvertida hasta cierto punto, y no he de ocultar que entonces el efecto sorpresa elevó su estatura ante mi vista en unos cuantos palmos, aunque enseguida menguó, tan pronto se hizo el silencio. Toda primera vez tiene algo de perversión, pero sólo lo fue para mí, porque Barbadillo no me advertiría sino días más tarde. Desde donde estaba aún me dio tiempo a esconderme tras uno de los pocos ejemplares completos de la voluminosa Enciclopedia Animal del Ruedo Ibérico, que había apilada en el suelo sobre unos cartones por sobrepasar en mucho la altura de los anaqueles, y desde allí asomarme a su presencia, a sus preparativos para comenzar la jornada y a mis conjeturas, como digo, perversas, en unas lo hacía un ladrón sigiloso de sueños mortisaguianos, en otras un devorador de inconfesables junglas de papel, un acechador de infortunios varios, un escritor sin obra en pos de su espíritu y hasta la reencarnación deforme de mi antiguo anfitrión, convertido en ectoplasma menguante. Posaba el maletín de su ordenador portátil sobre la mesa de la trastienda, lo sacaba y lo enchufaba a la red eléctrica. De detrás de las dos mil páginas de la Gramática para sicarios del lingüista colombiano Marlon Abello y las tres mil del Anuario ilustrado de un año en blanco de la Fundación Carmelo Alcántara, extraía una botella de orujo, así como varios vasitos de una gaveta del escritorio, los colocaba en posición geométrica de espera y echaba un trago a morro, antes de sentarse a fichar y trajinar con libros de un lado a otro, no sólo de la trastienda, sino de la sala principal, aún desconocida para mí. Pero se me olvidaba lo más importante y sorprendente. Siempre traía un bolso de piel deslucida en bandolera, que colgaba en una percha, del cual sacaba un libro en encuadernación artesana con la letra J mayúscula en el centro de la cubierta, sin título ni nombre de autor en ningún sitio visible. Hiciera lo que hiciera siempre lo mantenía no muy lejos de él, ocupando un puesto preferente, así que de tanto manoseo había adquirido un color pardo, grasiento, de libro de consulta, o tal vez de deseo, como se verá en otra entrega. Aquella J solitaria me llenaba de zozobra, porque cada vez que pensaba en ella la imaginación se me bloqueaba, cosa rara en mí, hijo del delirio, además nada podía hacer por averiguar de qué trataban aquellas hojas de perfil mugriento, puesto que además de no perder de vista el libro, no había día que no lo acompañara cuando abandonaba la librería para comer o cuando echaba el cierre. Desde que descubriera esta rareza de Barbadillo, no hubo manera de que me alimentase ninguna de mis lecturas nocturnas, así es que no tuve más remedio que atreverme a encontrar la manera de acercarme a su secreto, si no quería perecer de hambre crónica. ¿Qué extraña influencia ejercía en mí, para no ser capaz siquiera de inventar aun la más peregrina e inverosímil de las historias sobre su contenido? Sólo la nada o la plenitud más absolutas podían producir en la imaginación y en el alma un estado semejante al de la inefabilidad, decía la mística alemana Hildegarda de Ratisbona en su opúsculo Moradas de la inocencia; pero en mi caso, nada de nada y menos de absolutos, sólo desasosiego. Jerónimo me contó que al verme tocando con mis palpos su libro amado, me identificó en seguida como lo que era, un escarabajo de cementerio, y por eso levantó la Poesía efímera de Guido Navagero que tenía entre sus manos, para aplastarme sin dilación, porque juzgó que mi olfato venía guiado por el rastro de una corrupción insospechada de sí mismo, aunque en el último momento detuvo el golpe por parecerle que bien podría haber sido destilado por el propio libro, ya que los insectos formaban parte de su mundo onírico más recurrente. Así pues, con la naturalidad de un niño, haciendo gala de una perversión superior a la mía (entendiendo por perversión la perturbación del orden o estado de las cosas), se dirigió a mí y me preguntó el nombre, y yo el suyo. Suspiré con alivio, y él me correspondió diciéndome que ese encuentro podía ser el futuro de una buena amistad, pero tales palabras me sonaron tan peliculeras y figuradas, que a punto estuve de escapar de su vista, si no es porque me prometió husmear en aquel enigmático libro tan custodiado, a pesar de que nunca lo había hojeado en mi presencia, ni olfateado, ni siquiera acariciado.
José Miguel López-Astilleros

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