11 de julio de 2014

Las malas compañías


El Rastro, verano de 2014


No le faltaba razón a Borges cuando dijo que la lluvia siempre sucede en al pasado. Allí nos fuimos en una mañana aguada. Debajo de un árbol esperábamos a que escampase sin hacer caso a los consejos de Vinilo Vitrubio: “Quien se mete debajo de la hoja, dos veces se moja”.
Tinofc se acordaba de Gromov (su mejor contacto de almacenes de saldos) y del enlace de la librería París-Valencia donde todo el catálogo de Bitzoc estaba a dos euros. “Si al final voy a acabar apreciándolo, aunque sea sólo por el interés”, así se despachó el calavera del arroyo. El Amanuense contaba sus penas del ingrato oficio de padre: “mi hijo, el jodío, no estudia nada; no salió a la artista figurativa. Sólo le interesan los videojuegos. Hace poco se hizo una foto con el joven gurú de ese mundo virtual”. “Donde esté el futbolín de nuestra juventud…” Ahí quedó estancada la nostalgia del trapero.
¿Sabéis algo del estepario? Estará en los San fermines aprovechando las dietas universitarias. Lo mismo le dan para el Greco que para los encierros.

Como no tenía pinta de cambiar nada nos acercamos al bar de la Mari (la última vez que estuvimos,  había nevado y tomamos un caldo estepario). Allí cerca de la barra descargó el primo de Freud la bolsa de Mercadona de donde salieron los fascículos de Antigüedades," que se vende mejor que los churros de Santa Ana". El polaco se dio cuenta que le faltaba un número; con la discreción del inspector Ocramalliv se calló y no le clavó la puntilla gromoviana.
A través de la ventana veíamos una manada de ñus con paragüas buscando refugio. El café y el pincho de tortilla nos secó la humedad y despertó la lengua de Tinofc que de repente saco su poleskine y convocó en un solo acto la memoria y el recuerdo.
“Me acuerdo de mi primer tocadiscos donde escuché a Camilo Sexto, me acuerdo del primer libro que compré a Felipe que desde que cerró la librería va pregonando por Cadórniga que tiene la mejor biblioteca de León. Me acuerdo del primer carajillo que tomé en la cafetería Breton (Logroño). Me acuerdo de los catálogos de la Fontana que nos alegraban el día, de las tarjetas de Valdés, de la edición monárquica del dúo Pessoa con un billetito de papel de liar que ponía Viva la República. Me acuerdo de los Sábados montoneros  en Cuchilleros. Me acuerdo de lo que me dijo un viejo librero: “Nosotros empezamos con 1000 pesetas y sin libros, y ahora no tenemos ninguna peseta y 1000 libros”.
El Amanuense siguiendo la dinámica nemotécnica de Perec empezó a sacar punta a sus recuerdos y dejó caer sobre el mostrador sus días de psicólogo analítico del lenguaje, sus experiencias como titerote en la nave de Industrias y andanzas, de los años en que Ridruejo no era nadie (ahora tampoco) y se reía de todos diciendo: “los libros ni se venden ni se compran”, del Eskizo, el vendedor de vídeos, que le quiso colocar a su hijo una trilogía de dos películas argumentando que la primera era sólo de promoción y de marketing, y que el director había empezado en la segunda y había terminado en la tercera. 
La llamada del soltero de oro nos despertó de esta ensoñación donde nos habíamos deslizado durante media hora. El asteroide fuera de órbita nos esperaba en el coche. 

Salimos del bar Arena saltando para esquivar los charcos que no sabíamos lo que piensan. El polaco entró en un estanco y salió ladrando: "Ya no quedan en este país Ideales, tendré que conformarme con los Celtas”. Pegados a la pared caminábamos por la acera cuando nos paró el licenciado Vidriera para preguntarnos por  las licencias que se necesitaban para vender en el Rastro. El trapero le mandó que hablase con el policía local que cobra el impuesto en el sumidero. Fue cruzar la calle y nos pilló la maldición del diluvio. Entramos en el coche del maletilla como tifosis ultramarinos, El Amanuense, Larsen y el cronista Podaderas. El polaco se fue a por el alpiste al quiosco. 
Dentro del coche empezamos a cucear toda la mercancía desparramada por los sillones del Ford Capri. Pudimos ver un disco de pizarra de Caracol , un mapa de Madrid que fray escribano desplegó y señaló con el dedo el barrio de Chueca y dijo: “¡Arranca, nos vamos al desfile!”. Sonó como un disparo en el corazón.  Con un acelerón quinqui empezó la road movie. En el parabrisas veíamos alejarse la figura del polaco que empapado movía el brazo con dos ejemplares del Libro de las enumeraciones.

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