3 de diciembre de 2015

Decesos







Decesos

Llego a casa aterido. De cuerpo y alma aterido. Sumergido en mi sillón, envuelto en las volutas que arroja mi cigarro, absorto en las espiras de humo, no quiero ver los anaqueles del fondo donde se difuminan los lomos de mis libros. No quiero verlos. Pero una pavesa haciendo cabriolas vuela roja y se extingue en un espinazo amarillo. No existe el acaso. Algo llevó a la diminuta favila al libro de pastas amarillas. El primero que me ilusionó. El primero que me ella me entregó. Se fue, y con ella, conversaciones, recuerdos, ilusiones. Cientos. Desde hace años esquivando el destino, desde hace años retrasando su desaparición, desde hace años sabiendo lo inevitable sin querer sentirlo. Aterido. De cuerpo y alma aterido. No es la primera que se va pero fue la primera que me cautivó. Yo era un mozalbete, ella era ya mayor. Pasaba a su lado y la miraba con admiración, pero sólo podía mirarla, no me atrevía a ir más allá. Hasta que la tentación derrotó a la veneración. El recuerdo, inevitable, acude cristalino. Era un día gélido como hoy. Pasé a su lado y no sé cómo pero supe que me esperaba. Me invitó. Me acogió, me arrulló, me acarició, y al fin hizo que flotara. La gocé aturdido aquella mi primera vez por tanto encanto. Inyectado ya el veneno, ese bendito veneno que no se extingue, que no me abandona, que se acrecienta con cada nueva conquista, la dejé para siempre accesible y salí a la calle embelesado con cantos de sirenas en mis sienes. 

Saboreadas ya sus mieles venenosas la frecuenté casi a diario durante años, hasta que los estudios y el trabajo me llevaron a otras ciudades, otros lugares donde aquella pócima inoculada en el alma me conducía irremediablemente a frecuentar los hechizos de otras. Todas tan distintas y todas con el mismo sagrado veneno en sus entrañas. Y ahora, como si una maldita epidemia se ensañase sobre ellas, se van, desaparecen. ¡Esa lenta evanescencia, hermana de la muerte, creadora de vanos, hacedora de sombras que se alargan hasta el olvido! Cuando viajo, cuando voy a aquellos lugares donde las conocí, presagiando vacíos como cuencas huérfanas de ojos, ya no me atrevo a visitarlas. Marco su número de teléfono. Al otro lado a veces responden. Sólo para decirme que me he equivocado. Se van. Desaparecen. Vencido por el ansia, carcomido por el veneno, camino buscando alivio. Sé dónde ir. A cualquier centro comercial. Entre neones, anunciando sus encantos con colores vocingleros, todas con los mismos ropajes, todas ofreciendo lo mismo, todas clónicas, entre olores mezclados de cafetería y restaurante de comida rápida, ofrecen sin calor, sin emoción, sin convencimiento, sus encantos como cualquier mercancía más. Sirve para aplacar el ansia.

Quedabas tú, la primera. Después de años, cuando volví a la ciudad, me esperabas. Reanudé los encuentros, sino ya como antaño a diario, sí con frecuencia. Embelesado al verte, no me daba cuenta de los esfuerzos para renovar tus hechizos. Aquellos maquillajes tan coloridos, aquellos postizos, aquellos forzados artificios para anunciar tus encantos eran los postreros bríos, quizás los estertores que anunciaban la certeza de lo inevitable, que yo, siempre cautivado, siempre seducido, no quería ver. Y hoy al ir a visitarte, sin aviso, la realidad me golpea el pecho. Sin obituario, y por toda esquela un cartel amarillo chillón que reza “Se alquila local”. El día es gélido. Camino hacia casa aterido. Me vuelvo y al mirarte el escozor de los ojos apenas me deja leer el gastado cartel: Librería Prometeo. Camino aterido. De cuerpo y alma aterido. Quedabas tú, la última.

[El Amanuense]



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