24 de diciembre de 2015

El dandi




El dandi
El hombre rico, ocioso, y que, incluso hastiado, no tiene otra ocupación que co- rrer tras la pista de la felicidad; el hombre educado en el lujo y acostumbrado desde su juventud a la obediencia de los demás hombres, aquel en fin que no tiene más profesión que la elegancia, gozará siempre, en todas las épocas, de una fisonomía distinta, com- pletamente aparte. El dandismo es una institución vaga, tan extravagante como el duelo; muy antigua, ya que César, Catilina, Alcibíades, nos ofrecen tipos deslumbrantes de ella; muy general, ya que Chateaubriand la ha encontrado en los bosques y en las riberas de los lagos del Nuevo Mundo. El dandismo, que es una institución al margen de las le- yes, tiene leyes rigurosas a las que están estrictamente sometidos todos sus súbditos, sean cuales fueren por lo demás la fogosidad y la independencia de su carácter. Los no- velistas ingleses han cultivado, más que los otros, la novela de high life, y los franceses que, como el Sr. de Custine, han querido escribir especialmente novelas de amor, han tomado primero la precaución, muy juiciosamente, de dotar a sus personajes de fortunas lo bastante grandes para pagar sin vacilación todas sus fantasías; a continuación los han dispensado de toda profesión. Estos seres no tienen otra profesión que la de cultivar la idea de lo bello en su persona, satisfacer sus pasiones, sentir y pensar. Poseen así, a su antojo y en gran medida, el tiempo y el dinero, sin los cuales la fantasía, reducida al estado de sueño pasajero, apenas puede traducirse en acción. Es desgraciadamente muy cierto que, sin el ocio y el dinero, el amor no puede ser más que una orgía de plebeyo o el cumplimiento de un deber conyugaL En vez de un capricho ardiente o soñador, se convierte en repugnante utilidad.
Si hablo del amor a propósito del dandismo, es porque el amor es la ocupación natural de los ociosos. Pero el dandi no tiene el amor como fin especial. Si he hablado de dinero, es porque el dinero es indispensable para las personas que hacen un culto de sus pasiones. Pero el dandi no aspira al dinero como algo esencial; un crédito indefinido podría bastarle; abandona esta grosera pasión a los mortales vulgares. El dandismo no es siquiera, como muchas personas poco reflexivas parecen creer, un gusto desmesurado por el vestido y por la elegancia material. Esas cosas no son para el perfecto dandi más que un símbolo de la superioridad aristocrática de su espíritu. Igualmente, a sus ojos, prendados ante todo de la distinción, la perfección del vestido consiste en la simplicidad absoluta, que es en efecto la mejor manera de distinguirse. ¿Qué es pues esta pasión que, convertida en doctrina, ha hecho adeptos dominadores, esta institución no escrita que ha formado una casta tan altiva? Es, ante todo, la necesidad ardiente de hacerse una origi- nalidad, contenida en los límites exteriores de las conveniencias. Es una especie de culto de sí mismo, que puede sobrevivir a la búsqueda de la felicidad que se encuentra en otro, en la mujer, por ejemplo; que puede sobrevivir incluso a todo aquello que llama- mos ilusiones. Es el placer de sorprender y la satisfacción orgullosa de no sorprenderse nunca. Un dandi puede ser un hombre hastiado, puede ser un hombre doliente; pero, en este último caso, sonreirá como el lacededemonio bajo la mordedura del zorro.
En ciertos aspectos, el dandismo limita con el espiritualismo y el estoicismo. Pero un dandi nunca puede ser un hombre vulgar. Si cometiera un crimen, es posible que no cayera en desgracia; pero si ese crimen proviniera de un origen trivial, el desho- nor sería irreparable. Que el lector no se escandalice de esta gravedad en lo frívolo, y que recuerde que hay grandeza en todas las locuras, fuerza en todos los excesos. ¡Ex- traño espiritualismo! Para aquellos que son a la vez sacerdotes y víctimas, todas las complicadas condiciones materiales a las que se someten, desde el arreglo irreprochable a todas las horas del día y de la noche hasta las pruebas más peligrosas del deporte, no son sino una gimnasia adecuada para fortificar la voluntad y disciplinar el alma. En realidad, no me equivocaba del todo al considerar el dandismo como una especie de religión. La regla monástica más rigurosa, la orden irresistible del Viejo de la montaña que ordenaba el suicidio a sus discípulos embriagados, no eran más despóticos ni más obedecidos que esta doctrina de la elegancia y de la originalidad, que impone, ella también, a sus ambiciosos y humildes sectarios, hombres frecuentemente llenos de fogosidad, de pasión, de valor y de energía contenida, la trrible fórmula: Perinde ac cadaver!
Se hagan llamar refinados, increibles, bellos, leones o dandis, todos proceden de un mismo origen; todos participan del mismo carácter de oposición y de rebeldía; todos son representantes de lo que hay de mejor en el orgullo humano, de esa necesidad, de- masiado rara entre los de hoy, de combatir y destruir la trivialidad. De ahí nace, en los dandis, esa actitud altanera de casta provocadora, incluso en su frialdad. El dandismo aparece sobre todo en las épocas transitorias en las que la democracia no es todavía to- dopoderosa, en las que la aristocracia sólo está parcialmente vacilante y envilecida. En la confusión de esas épocas algunos hombres desclasados, hastiados, desocupados, pero todos ricos en fuerza natural, pueden concebir el proyecto de fundar una especie nueva de aristocracia, tanto más difícil de romper cuanto que estará basada en las facultades más preciosas, las más indestructibles, y en los dones celestes que el trabajo y el dinero no pueden conferir. El dandismo es el último destello de heroísmo en las decadencias; y el tipo del dandi encontrado por el viajero en América del Norte no invalida en manera alguna esta idea: pues nada impide suponer que las tribus que llamamos salvajes sean los restos de grandes civilizaciones desaparecidas. El dandismo es un sol poniente; como el astro que declina, es soberbio, sin calor y lleno de melancolía. Pero, ¡ay! la ma- rea creciente de la democracia, que invade todo y que nivela todo, ahoga día a día a esos últimos representantes del orgullo humano y derrama odas de olvido sobre las huellas de esos prodigiosos mirmidones. Los dandis se hacen cada vez más raros entre nosotros, mientras que entre nuestros vecinos, en Inglaterra, el estado social y la constitución (la verdadera constitución, la que se expresa por las costumbres) dejarán todavía largo tiempo un lugar a los herederos de Sheridan, de Brummel y de Byron, si es que se pre- senta alguien digno de ellos.
Lo que ha podido parecer al lector una digresión, no lo es. Las consideraciones y las ensoñaciones morales que surgen de los dibujos de un artista son, en muchos casos, la mejor traducción que el crítico pueda hacer de ellos; las sugestiones forman parte de una idea madre y, mostrándolas sucesivamente, se la puede hacer adivinar. ¿Necesito decir que el Sr. G., cuando bosqueja uno de sus dandis sobre el papel siempre le proporciona carácter histórico, legendario incluso, me atrevería a decir, si no se tratara del tiempo presente y de cosas generalmente Consideradas como frívolas? Precisamente, esa ligereza de paso, esa certeza de maneras, esa simplicidad en el aire dominante, esa forma de llevar un traje y de guiar un caballo, esas actitudes siempre tranquilas pero que revelan fuerza, es lo que nos hace pensar, cuando nuestra mirada descubre a uno de esos seres privilegiados en quienes lo bonito y lo temible se confunden tan misteriosamente: «Este es, quizás, un hombre rico, pero con mayor seguridad un Hércules sin empleo».
El carácter de belleza del dandi consiste sobre todo en el aire frío que proviene de la inquebrantable resolución de no emocionarse; se diría un fuego latente que se deja adivinar, que podría pero que no quiere irradiar. Eso es lo que, en estas imágenes, está expresado perfectamente. 
Charles Baudelaire
El pintor de la vida moderna


[el cuervo]

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