12 de noviembre de 2014

Eddie Poe I






Eddie Poe

A muy pocas personas les he contado lo que ahora he decidido escribir. A los que pudiera interesar esta historia es fácil que me juzgaran de fantasioso, y a los que no le interesara tampoco era cuestión de aburrirles. Aunque no había olvidado los acontecimientos que a continuación narraré, fue pasando el tiempo sin decidirme a contarlos,  hasta que hace poco, brujuleando por internet me tropecé con la noticia que se había vendido un manuscrito de Poe (el poema The Conquerer Worm) en una casa de subastas americana por un precio estratosférico. Al leer la noticia asaltaron mi mente recuerdos cristalinos a pesar de que ha transcurrido mucho tiempo. Unos recuerdos empujaban a otros y parecía que todos querían salir a la vez por estrechos vericuetos. Llevan varios días estas antiguas imágenes rondando por mi cabeza sin hallar el acomodo perdido. He fracasado repetidamente tratando de recluirlas donde se guarden los recuerdos, pero una y otra vez salen a competir con las vivencias del día a día. Ahora sé que escribiendo la historia ocurrida hace tantos años quedarán libres, o cuando menos, difuminadas  por mi mente. Sí, según voy escribiendo noto el efecto calmante.  

Fue hace ya unos cuantos años, cuando Jimmy Carter y Breznev mandaban en el mundo. Gracias a un familiar me pasé un verano en Virginia, concretamente en Richmond. Era el premio por haber acabado el bachillerato. En unos días me familiaricé con el entorno (vivía en el casco histórico) pero me costó más con el húmedo y caluroso clima y mucho más todavía con el idioma. Creía que me defendía bien con el inglés hasta llegar allí, pero algunos giros y sobretodo el acento me rompían la cabeza. 

Un día me encontraba en un pequeño supermercado, cerca de mi nuevo domicilio, haciendo unas compras. Me llamaban la atención la cantidad de productos, y todos nuevos para mí, que había en las estanterías y cada poco me paraba a fisgonear. En una de esas paradas algo me envistió por detrás, machacándome el tobillo izquierdo. Al instante vi todas las estrellas, a la vez que salían automáticamente de mi boca un par de maldiciones en un perfecto castellano. Al girarme me encontré atropellado por un carro de la compra animado por una diminuta anciana de ojos vivarachos. Se sorprendió  más de oír unas palabras en español que del propio atropello. Se le iluminaron los ojos negros detrás de unas enormes gafas de carey. Se dirigió a mí en un castellano con fuerte acento y casi me dio un abrazo de la alegría que le entró al oírme hablar, a pesar de que lo que oyó no era precisamente lo más florido del idioma. Empezó a preguntarme, y sin esperar respuesta, ya estaba preguntándome de nuevo. Según decía estaba encantada de poder hablar español y con un español. Lo cierto es que yo todavía no había dicho nada después del arrollamiento, en parte por el dolor del tobillo y en parte porque la mujer no me dejaba hablar, monopolizaba ella toda la conversación. Literalmente no podía apoyar el pie y cuando la mujer se percató se ofreció para ayudarme a caminar. Entre ella y un dependiente me ayudaron a subir a la furgoneta de reparto y me condujeron hasta mi casa.

Allí me quedé recluido cinco días, ninguno sin que la anciana me visitara. Era parlanchina pero agradable y simpática. Estaba encantada de hablar español que decía tenerlo ya rusted. Durante esas visitas pude enterarme de su nombre, Julia Moran,  soltera, y de su ascendencia irlandesa y española. Según ella, en origen el apellido era Morán, pero en las costas irlandesas viró a Moran. Los Moran provienen de la Península de Dingle, en el condado de Kerry, y es apellido bastante común. Lo que me dejó pasmado fue la explicación de Julia sobre el origen del apellido. Procede de tres hermanos españoles que arribaron a las costas de Dingle náufragos después del desastre de la Armada Invencible. Allí trabaron lazos con unas gentes no muy partidarias por lo visto de su majestad Isabel. Por lo que ella sabía el apellido Morán era muy común en una zona de León, en España, llamada Luna. El arrebato le llegó cuando le dije que yo era de León. Abrió tanto los ojos que casi se le salen de las enormes gafas. Me dio un abrazo tremendo diciéndome que incluso podíamos ser parientes. Tuve que contarle cómo era León y cómo era la región de Luna mientras ella ni parpadeaba. A cambio me prometió que en cuanto pudiera caminar bien me llevaría a conocer lo más interesante de Richmond y aledaños, lo cual no dudé ni un segundo. Lo que son las cosas, cuántas veces había imaginado practicar inglés, y lo que se terciara, con las chicas de instituto que veía en las películas, y allí me encontraba, practicando español con una octogenaria…

Mis anfitriones, después de tanta visita, cogieron cariño a Julia, y cada vez que sonaba el timbre me miraban maliciosamente diciéndome que ya venía mi girl friend. El día que ya pude caminar, como me esperaba, Julia hizo de cicerone y en un taxi que nos recogió a la puerta de casa empezó la excursión. Pronto enfilamos por la enorme Monument Avenue, presidida por el general Lee. Por allí estaban también "Jeb" Stuart, Jefferson Davis, "Stonewall" Jackson. Si trataban así a los perdedores cómo sería con los que habían ganado la guerra.  El paseo fue una auténtica clase de historia sobre la guerra de secesión.  Estaba oscureciendo cuando decidimos volver a nuestras casas. Ya de regreso, pasamos al lado de un edificio de piedra, de aspecto más bien modesto. Julia interrumpió su charla sobre el presidente Jefferson y se quedó mirando el edificio, pensativa. Permaneció un buen rato ausente y por respeto no quise interrumpir sus pensamientos pero como pasaba el tiempo y la notaba cada vez más ausente le pregunté si se encontraba bien. Inmediatamente se recobró diciéndome que se encontraba perfectamente. Me dijo entonces que hacía tiempo que no pasaba por allí y al ver la casa le abordaron los recuerdos. Sabrás quien es Edgar Allan Poe, me preguntó mirándome fijamente a los ojos. Pues bien, ese edificio era el museo Allan Poe. Sepa usted jovencito que mi abuelo fue amigo de Poe cuando más o menos tendrían la edad que tienes tu ahora. He de decir que con 18 años recién cumplidos sabía de Poe no más que cualquier muchacho de instituto: que fue un romántico, alcohólico y que escribía cuentos macabros. Enseguida empezó a contarme cómo su abuelo y Poe se conocieron y se hicieron amigos. 

Fue en la universidad, en Charlottesville, a pocas millas de aquí. Se conocieron en una pelea en la que ambos se zurraron de lo lindo. Su abuelo se llamaba John y era un año más joven que Poe. Cosas de la juventud, decía Julia, pocos días después de la trifulca se habían hecho amigos inseparables. En aquella época en la universidad de Thomas Jefferson no había mucha disciplina, reinando cierta anarquía. Los estudiantes se preocupaban más por las juergas y francachelas que por los estudios, y ahí John y Poe no se perdían una. Eddie, como John llamaba a Poe, era divertido, enamoradizo y seductor. Un día, se organizó una de tantas fiestas estudiantiles. Esta era de disfraces. En aquel ambiente alegre y distendido se juntaban y separaban jóvenes continuamente. Formando gran algarabía iban de una taberna a otra y tan pronto se reunían cinco o seis como se encontraban solos John y Eddie.  En aquella mascarada, aunque todos eran compañeros, no se reconocían unos a otros. Tanto John como Eddie estaban ya un poco achispados cuando junto a otros tres cofrades recalaron en una taberna llamada The Last Joke. Los cinco se sentaron alrededor de una mesa redonda con gran bullicio. Pidieron unas jarras y para beber tuvieron que quitarse las máscaras, dejándolas sobre la mesa. Todos bebieron a la vez, pero cuando fueron a posar las jarras, Eddie se percartó de que una estaba llena, sin tocar,  y el lugar que ocupara su dueño estaba vacío. Se lo hizo saber a los demás y todos dirigieron la mirada hacia el lugar vacío. John incluso miró debajo de la mesa, pero allí no había nadie. Todos, a coro,  prorrumpieron en sonora carcajada, excepto Eddie, que pálido, propuso ponerse las máscaras otra vez. Al hacerlo se contaron: ahora volvían a ser cinco. Con voz perentoria Eddie ordenó quitarse de nuevo las máscaras: otra vez volvían a ser cuatro. Esta vez nadie se rió. Se miraron unos a otros perplejos, clavados en sus asientos. Fue Eddie el primero en reaccionar, cogiendo a John por una mano y tirando de él llevándolo casi en volandas fuera de la taberna.  Dentro se quedaron los otros dos muchachos, los que estaban justo a la izquierda y a la derecha del desaparecido, inertes y rígidos como témpanos. Cuando las autoridades fueron a levantar los cadáveres tuvieron que amputarles los dedos de las manos, pues habían quedado tan agarrados al borde que era imposible desprenderlos de la mesa. Pero lo peor fueron las caras de los pobres chicos. En este punto al leer mi propio rostro Julia interrumpió el relato, y para ahorrarme angustias, prefirió no seguir con la macabra descripción. A partir de aquél día a Eddie se le veía apesadumbrado, se hizo más callado, rehuía las escapadas y las juergas, antes tan de su agrado. Sus compañeros lo achacaron a mal de amores. Sólo John sabía el auténtico motivo. Quizás aquel acontecimiento juvenil fuera una advertencia del Destino, decía Julia, o quizás fuera el desencadenante de desequilibradas fuerzas latentes que marcarían los derroteros de sombras por los que transitó el pobre Eddie. Sea como fuere Eddie no volvió a ser el mismo, aquello lo marcó para siempre.

[El Amanuense]

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