10 de noviembre de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas






II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


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CONVERSACIONES (I)


No escucha quien pretende del otro las palabras que uno mismo pronunciaría, ni tampoco quien prescinde de la vibración de las sílabas en la atmósfera. Y sin escuchar no hay conversación posible. Jerónimo Barbadillo y yo no nos escuchábamos, porque cada vez que hablábamos, daba igual quien arrancara las palabras de su lengua, si cada una de ellas ya hacía tiempo que merodeaba por el alma del otro. A pesar de ello nunca nos planteamos acabar con la inutilidad de tal esfuerzo. Así seguimos cultivando lo que nos empeñábamos en llamar conversación, que no era otra cosa que el mismo monólogo a dos bocas, debido a la confusión de identidades a la que habíamos llegado, después de compartir tantas ficciones sobre nosotros mismos y hasta sobre la misma ficción de nuestras lecturas. A tanto llegó nuestra mutua identificación, que acabó creciéndome en el magín un cráneo desértico como el suyo y a él un caparazón tan hermético como el mío, y a ambos la misma ansia por atesorar libros, que sólo en varias eternidades podríamos llegar a leer, pero que nos conformábamos con sentir en nuestra cercanía, almacenados quien sabe si en la sentina de una nave ahogada, a donde sólo llegaría la sombra de otro ahogado, a rescatarlos y vivificarlos con el rayo pálido de unos ojos viejos, aún vigorosos, una noche de soledades y de premoniciones. Pero como decía, tampoco se escuchan las palabras o pensamientos dictados por alguien a unos personajes esclavos o a un lector ausente, aunque tiemblen en nuestra mente como una realidad vaporosa sólo deseada, y nada más que deseada, por mucho que imaginemos la densidad del aire por donde circulan, porque sin la seducción del sonido y de la carne del espacio por donde viajan hasta nuestros oídos, y los conmueven, no será posible el acto mágico de escuchar al otro, y sin ello, finalmente, no podrá dar comienzo una, cualquier conversación. Eso sin contar con la obligación de abandonarse uno mismo para salir al encuentro del interlocutor, lo cual conlleva la aceptación de que ahí afuera hay alguien distinto a ti. Llegado a este punto de mi razonamiento, podría decirse que la conversación, tal como debería entenderse según las bases que he delimitado, era para mí una fantasía insatisfecha, hasta que un atardecer, a unas dos horas de echar el cierre a la librería, se fueron personando tres hombres con un intervalo de unos cinco minutos los dos primeros y de veinte el tercero. Sin mediar apenas un saludo de cortesía entre cada uno de ellos y Barbadillo, se internaron hasta la trastienda, tomaron asiento y como obedeciendo a un ritual aprendido de una manera mecánica, el primero colocó la sillas de un modo equidistante entre ellas alrededor de la mesa, sacó la botella de orujo y unos vasos minúsculos de cristal labrado, que con tanto secreto y celo guardaba el anfitrión donde ya referí días atrás. Todos tendrían la misma edad que Jerónimo, salvo el último en llegar, apoyado en un bastón ingles de bambú con empuñadura de bronce, pero dejemos para más adelante qué aspecto tenían y cuál era la personalidad de cada uno. A partir de entonces recalaron por allí cada cierto tiempo, atendiendo a una fechas que pactaban tras finalizar cada encuentro. Procedían todos de diferentes cenáculos, de donde hubieran sido expulsados por motivos distintos, que iban desde presentarse ebrios o atacar cualquier argumento con virulencia, a poner en entredicho con ironías ofensivas ciertas ideas asumidas por la sociedad bienpensante como principios sacrosantos, fueran sobre política, literatura, economía, arte o música, daba igual. Con el tiempo pude averiguar que el verdadero disidente era un Jerónimo Barbadillo desconocido para mí, que solía frecuentar varias tertulias de café, en las cuales intervenía muy esporádicamente, pero cuyas deposiciones eran admiradas por la originalidad de sus planteamientos y la gravedad de su oratoria clásica; aún así siempre dejaba sembrado un germen patógeno incómodo en quienes lo escuchaban, por eso solía alternar su asistencia entre varias, porque en ninguna de aquellas reuniones, pensaba, se daban las condiciones ideales para desarrollar los prodigiosos alumbramientos a los que podrían dar lugar unos buenos conversadores, tal como se describían en el apócrifo tratado de Tertulius sobre el arte de conversar, rebautizado como Oratoria y dipsomanía para un buen decir, interpretado y traducido por el descubridor del único ejemplar custodiado en la biblioteca de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Nicasio Bellaparole. El caso es que Barbadillo, viendo la progresiva deriva de estos tres personajes y antes de que los invitaran formalmente a abandonar sus respectivas tertulias, les propuso citarse en Laminium, aunque para llegar a tomar esta decisión, tuvo que observar en cada uno de ellos el apasionado y definitivo gusto por la contraargumentación y la ebriedad, independientemente de sus convencimientos y sus principios personales, sólo así, de este modo tan delirante, sería posible llegar a una conversación en la cual las palabras fueran las protagonistas ellas solas, despojadas de algún modo de sus referentes en lo posible, tal que así devinieran en un verbo musical, como el canto de una ópera cuya lengua desconocemos, pero que aún así nos conmueve. 

José Miguel López-Astilleros

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