II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM
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MATÍAS STRACCIVENDOLO
Jerónimo Barbadillo me dijo que pasaría el resto de los días que viviera en el infierno, que no era otro que su casa vacía de libros, pues durante el fin de semana varias furgonetas pertenecientes a librerías afamadas de lance se habían encargado de llevarse hasta el último ejemplar. Ya sólo faltaba hacer lo mismo con Laminium, en la cual sólo quedaban dos facsímiles de dos traducciones diferentes de la Eneida al italiano del siglo XVI, de pésima calidad, aunque lo que nadie sabía ni tampoco dijo él, es que quien se los vendió hacía treinta años, le enseñó unas radiografías de sus cubiertas de piel, entre las cuales había unos trozos de papiro escondidos, que aseguró contenían unos versos manuscritos del mismísimo Virgilio, y como el precio era tan irrisorio para tal tesoro, lo adquirió con el compromiso de que mantuviera el secreto hasta que no fueran confiados a otro amante del poeta que quisiera perpetuar el sueño.
Según parece se trataba de su particular eutanasia, puesto que sin sus queridos libros, los humores de todo su ser se volatilizarían con más celeridad, no por la melancolía de no poseerlos, sino porque cada uno de ellos representaba un órgano de su compleja naturaleza, ¿cómo iba a sobrevivir sin el lamento de la reina Dido a mano, que filtrara los residuos de sus amores imposibles e insatisfechos, o sin su edición decimonónica de Don Quijote para depurar la maldad del vivir, o sin su ejemplar de Metafísica de la penumbra de Amado Vitervo, dedicado a su amigo el gran dramaturgo Leónidas Balboa (fallecido en un incendio durante la representación de su obra La reina de Saturno), cuyas palabras acrisolaban el óxido de su soledad, o sin tantos y tantos otros…?
En estos pensamientos míos y algunas palabra suyas estábamos cuando apareció por la puerta un tipo estrafalario. Empujaba un carretón de madera pequeño con algunos libros en su interior, que dejó en mitad del recinto. Soltó la lanza con la que lo arrastraba y se quedó mirando a Barbadillo como quien espera una confidencia. Una cabellera canosa con la raya en medio le caía más abajo de los hombros, su barba rala parecía haber sido apedreada por una nube de granizo, porque no era uniforme ni cerrada, sólo el brillo de unos anteojos pequeños y redondos prestaba un poco de luz a su rostro, que emanaba una cierta displicencia. Su indumentaria estaba formada por piezas devastadas por el uso y soles pertenecientes seguramente a más vidas que la suya: una americana gris que fuera negra en tiempos de estreno, perteneciente a una moda de otro siglo, bajo la cual había una camiseta también negra con el anagrama en rojo de un grupo de rock extinguido, y unos pantalones de pinzas también negros, de esos que se guardaban en el armario para mortaja en épocas pretéritas, sujetos a la cintura con un cordón de seda verde. Este espécimen de las charcas urbanas de los mercadillos y rastros librescos era Matías Straccivendolo, como puede saber poco después, en cuyas manos me pondría Barbadillo con la seguridad de que me proporcionaría hermosos descubrimientos, a pesar de su temible aspecto.
Sin más preámbulo ni formalismo que un saludo correcto y distante entre ellos, Jerónimo me posó en el carretón, al lado de un poemario titulado Nimiedades, cuyo autor se ocultaba en unos caracteres desvaídos y sin tinta. A ambos los había unido en su juventud el frecuentar los saldos de libros viejos, y eso mismo había ocasionado su distanciamiento, porque cierta mañana en el mismo puesto cada uno se hizo con un volumen de los dos de los que constaba la edición de la obra completa, hoy perdida, del escritor Máximo Fergal, y como ninguno dio su brazo a torcer a favor del otro, decidieron deshacerse de ellos como venganza, eso es lo que se dijeron, aunque sabían que ninguno cumpliría su palabra.
Después de darse un abrazo de despedida, Barbadillo le hizo un ademán de que esperara, entró a la trastienda a por los dos facsímiles y el volumen uno de la obra de Fergal, que posó en el carretón, provocándole un emocionado temblor a Matías, incluso alguna lágrima derramada hacia dentro, pero no por el valor de los libros, sino por todas la días sin reconciliarse de los que ya no dispondrían.
Mi nuevo anfitrión me miró mientras agarraba la lanza del carretón, emitió uno gruñido, que tanto podría ser un requiebro como la invitación de un felino andrajoso, y salió de la librería Laminium, donde Jerónimo Barbadillo se desvanecería en su memoria delicuescente, tras despojarse de la última materia que lo diferenciaba de la nada.
José Miguel López-Astilleros