24 de junio de 2015

El Rastro, lugar filosófico


El Rastro por antonomasia hace justo un siglo



Un observador vulgar derivaría sus reflexiones hacia el aspecto ético-moral de este espectáculo. «El Rastro -diría- es una imagen de lo que son las pompas y vanidades mundanas. Como estos cachivaches son los honores, las glorias, los placeres humanos. Vivieron un día; hoy son nada». No echaremos nosotros por este camino; entre otras razones, porque esto de juzgar caducos y baladíes los trastos y cachivaches del Rastro es a manera de un agravio que no queremos hacer a los buenos mercaderes de la Ribera de Curtidores. ¡Caducos los trastos del Rastro! Hasta cierto punto, señores míos. Todo tiene en el mundo su palingenesia... o su palintocia; es decir, todo se renueva o todo tiene un segundo nacimiento. Muchas cosas contemplamos en este mercado popular de Madrid que luego vemos -acaso sin reconocerlas- en otros más ensalzados lugares. Las ideas mismas, lo más sutil e impalpable que existe, viejas de cien siglos algunas, nos parecen nuevas, flamantes, cuando un artista les da unos retoques con su maestría de taumaturgo. ¿Por qué queréis, hombres irreverentes y desconsiderados, arrojar el desprestigio sobre el Rastro? ¿No veis que estáis socavando una de las más legítimas y castizas de nuestras tradiciones? ¿Qué habréis ganado cuándo, a impulsos de este ímpetu destructor que conmueve las sociedades modernas, desaparezca también esta institución venerable y secular?

Más que el aspecto ético del Rastro nos interesa el psicológico. ¡Oh, muebles viejos y respetables! ¡Oh, mil diversos trebejos y apatuscos! Vosotros habéis sido los compañeros, los amigos, los confidentes de hombres y mujeres que habrán desaparecido en las lejanías de lo pretérito. Vosotros habréis visto las alegrías y los pesares, los anhelos y las desesperanzas de generaciones, que han puesto, anteriormente a nosotros, un escalón, un peldaño, para que la humanidad siga su marcha ascensional hacia una meta -lejana, indefinida- de justicia y de bienestar. Unos de entre vosotros han figurado en hogares humildes, prosaicos; otros han pasado por mansiones suntuosas. Aquí, este diván de damasco blanco con fajas verdes nos habla de una época romántica y absurda. ¿Qué historias, qué novelas, qué poemas imaginaremos al posar nuestra mirada en el asiento muelle -ya ajado- de este sofá? Hubo un tiempo en que vibraba la música de Rossini; en que Ros de Olano escribía novelas extravagantes, incomprensibles, como «El doctor Lañuela»; en que Villamil pintaba unos interiores fantásticos de catedrales; en que se iba al Prado -y a otras partes, a todas- con un estrecho pantalón gris, estirado por la trabilla; en que sonaba sobre el pavimento de los ministerios una espada terrible: la de Narváez; en que había un restaurant que se llamaba «Los Cisnes» (¿eran los manteles blancos como los cisnes?), y otro “Genéis”; en que a los balcones de mi caserón de la plaza del Ángel se asomaba la más bonita, la más esbelta de todas las españolas: Eugenia Montijo; hoy, al cabo de tanto tiempo -es natural-, una viejecita vestida de luto y que vive muy lejos de su patria... 

Todas las mañanas andan y sudan por Madrid unos hombres infatigables que llevan al hombro unos saquillos de lienzo. De cuando en cuando se paran y lanzan un grito; también gritan sin pararse. (Entre todos estos hombres hay uno cuyo grito, indefinible, de un encanto particular, es como una melopea de almuédano en su alminar.) A la una de la tarde no encontraréis ninguno de estos hombres por la calle; todos, como obedeciendo a un protocolo inviolable, han desaparecido. Su misión en las calles de la corte termina con el filo del día. Estos hombres son los hierofantes de este templo secular que se llama el Rastro: son a la par servidores del dios Tiempo. El tiempo es el dios del Rastro. Estos sus sacerdotes recorren las calles de Madrid y se llevan hacia allá abajo todos los trastos y objetos en que el Tiempo ha marcado su huella. Saludémoslos reverentemente; testimoniemos nuestro respeto a estos cultores de una divinidad dulce e implacable.


Azorín (frag.), 1914 


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