11 de junio de 2015

La prueba de Gromo (Novela por entregas)





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DE CÓMO LOS TRES ESCRITORES SE PUSIERON A ESCRIBIR SUS RESPECTIVAS NOVELAS PARA ENVIÁRSELAS A GROMO. Y SE TRANSCRIBE LA SINOPSIS DE LA PRIMERA DE ELLAS, LA BESTIA TATUADA DE ABEL ALTARRIBA.

Tras avistar a Gromo por parte de Juan Negro y ser testigos de su reacción a la lectura de algunos textos libidinosos, por parte de Abel Altarriba y Valentina Kristel, decidieron ponerse a escribir como posesos diabólicos, carnívoros, gromívoros podría decirse, pues el ánimo que los impulsaba era poder excretar en palabras todos los pensamientos del editor, para lo cual creían haberlos devorado durante su breve experiencia ante él. Estimaron que seis semanas serían suficiente para concluir una novela de no más de ciento ochenta páginas, durante las cuales no se verían ni una sola vez, ni tendrían relación alguna entre ellos. El día fijado traerían consigo un paquete con un ejemplar de cada una de sus obras y una sinopsis de la misma, como era costumbre proceder en estos casos. Se dirigirían a correos y las enviarían por separado a la editorial Gromo. Después sólo quedaba confiar en que él mismo las leyera, no la Gran Mama, la lectora del Gorigromo. Y les contestara lo antes posible.



SINOPSIS INCONCLUSA DE LA BESTIA TATUADA DE ABEL ALTARRIBA

Bárbaro Frisón se apostaba tras este pseudónimo para seducir a sus víctimas. No las elegía entre las nínfulas más tiernas que caían en sus redes, en sus mensajes ultraviolentos, tan rudos y descarnados que ellas pensaban que se trataba de alguien imaginativo, y por tanto una creación onírica. A él no le interesaban estas, porque despreciaba a las criaturas que no habían atesorado aún una conciencia del dolor a lo largo de su vida, y esto sólo es posible en quienes exhibían estocadas infames tanto en sus contestaciones como en su epidermis, y en regiones más interiores; por eso sólo seleccionaba para sus prácticas de desuelle amoroso, a mujeres justo en la edad a las que los tormentos sobre su cuerpo las despiertan del sopor de la decadencia, insensibilizadas por fragores de batallas pasadas. De entre todas las conversaciones que mantenía en el chat, tardaba mucho en elegir quiénes serían las escogidas. Para ello las sometía a virulentos cuestionarios sadomasoquistas, cuyos textos habían sido pergeñados por un maestro en palabras de ascenso y derrumbe, catástrofe y placeres al borde del exterminio. Conforme aumentaba el nivel de asfixia, iban quedando menos. ¡Tan vívida era la inmersión literaria, que los campos desolados de batalla provocaban virtualmente sobre sus cuerpos, aun en sus almas atravesadas por toda clase de armas! Cuando sólo quedaba media docena de ellas, tras varias noches de charlas sicalíptica, Bárbaro ya la tenía elegida, pero no se conformaba con hacérselo saber, seguía hasta derrotar al resto, haciéndoles ver que hay territorios vedados a quienes no poseen en sus entresijos cicatrices suficientes, para reconocer el verdadero arte amatorio.
Su nombre ficticio era Mantis Devota. Era tan grande en toda su extensión como la voracidad de sus ojos. Hombruna, de gestos inmisericordes y cortantes. Tanto las manos como los pies parecían haber sido diseñados por un maestro armero. Sus facciones denotaban una singular propensión a una melancolía agresiva y vehemente, incluso a una sinrazón sanguinolenta. Sólo los labios ponían algo de sensibilidad y armonía en todo aquel aspecto magro y ventrudo. Aquella noche era su primera cita con Bárbaro Frisón. Esperaba encontrarse, a juzgar por el exorbitante lenguaje patético  y experimentado en aflicciones y tormentos, con una criatura de factura mitológica. Por eso no reparó en él cuando lo vio sentado en un taburete de la barra, a pesar de llevar una bufanda malva anudada al cuello como señal. 
Bárbaro era recogido, enjuto, de límites escasos, cuerpecillo de estatua famélica, manos sarmentosas y piernas en paréntesis de bailarina, calvo hasta los cuatro pelos del cogote, cariestrecho de mentón escurrido, de no más de un metro cincuenta o cincuenta y cinco. Sólo los ojos saltones denotaban una fantasía desproporcionada y brutal. A pesar de su breve arquitectura, no se arredró cuando reconoció a Mantis, toda un coloso cuya sombra cabría temer; por el contrario, se apoyó sobre el reposapiés del taburete y se irguió para saludarla. La impresión del primer momento era crucial, si no quería que saliera huyendo como las primeras. Al ir a depositar el segundo beso en la otra mejilla, deslizó bajo la blusa que la cubría la hoja glacial de un cuchillo carnicero sin que ella lo advirtiera, la superficie plana tocó su piel, después giró la hoja hasta colocar el filo sobre los ijares. Ella sintió que la hoja pronto viraría hacia la punta, para comenzar a eviscerarla sin recato, elevó el cuello, entreabrió los ojos hacia la oscuridad de un placer sórdido, emitió un grito afásico, que más bien pareció un resuello agónico, y comenzó a evacuar del vientre un orín dorado y caliente, mezclado con otro blancuzco y espeso, que se le quedaba filtrado en las bragas y pegado a las piernas. La mirada de desprecio que Mantis le había dedicado a su Frisón a primera instancia, pronto se tornó en una de almíbares letales de amor, de puro amor por sucumbir a su amante desollador. En cambio Bárbaro quedó desilusionado, porque aquella mole mantecosa y terrible había sucumbido con demasiada facilidad sin oponer resistencia. La llevaría a casa, por no quedar como un hombre sin palabra, pero el despiece sería de oficio, nada de innovaciones, la víctima no lo merecía…



Juan Negro y Valentina Kristel adivinaron en aquellos dos personajes a Gromo y Abel Altarriba, aunque no le dejaran concluir su sinopsis, porque preferían leer el libro cuando lo editaran. Definitivamente, le dijeron, la historia era con mucho mejor que la mayoría de los de la colección. Lo animaron diciéndole que si el editor la leía, no podría sustraerse a verse reflejado en él y publicarlo, aunque sólo fuera por vanidad ególatra. Estos dos decidieron no leer sus sinopsis respectivas, se conformaron con exponer oralmente un par de consideraciones, quizás porque pensaron que Altarriba había puesto el listón muy alto o por lo contrario.

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