2 de octubre de 2015

DAKOVIKA, segunda parte (una novela por entregas)





Capítulo 1


No sé cuánto tiempo pasaríamos allí, en el inmenso buhardillón de Siena-Pombal, porque la fiebre me hacía estar día y noche confundido. Tenía sueños extraños y mi cerebro estaba martilleado de continuo por las percusiones de la máquina de escribir del viejo Dakovika. Cuando despertaba no quería otra cosa que hallar a Lamieva y poseerla, hacer el amor con ella aunque mis fuerzas no me lo permitían y volvía a desvanecerme. Finalmente un día desperté como si nada hubiera pasado. Me encontraba bien y nada me dolía. Tenía todo el cuerpo adormecido como si todas mis células hubieran cicatrizado solas. Me miré la herida y sólo pude ver unos pliegues sólidos de tela de color granate pegados a mi costado.
Las tiras de luz que se colaban por entre las tejas sueltas penetraban  el aire polvoriento para dibujar gotas de claridad por el suelo de toda la estancia.
Me incorporé en el camastro y vi al fondo la joroba de Dakovika y algunas cintas blancas de su cabello que temblaban con el movimiento de las manos sobre las teclas. Algo cayó del techo, miré hacia arriba y vi la cabeza de un cuervo intentando entrar por un agujero. Llevaba todo ese tiempo indeterminado desnudo, tan sólo cubierto por la gabardina abierta en cuyo bolsillo debía estar aún la pistola con la que asesiné a Garnach. Toda la cama estaba regada de trapos con sangre seca de las sucesivas vendas que me taponaron la pequeña herida del disparo de Lamieva que no acababa de cicatrizar.
Entonces se levantó el viejo y avanzó lentamente hasta una mesa como alguien que nunca había aprendido a andar bien del todo. Cogió unos alimentos de un plato de oro que parecían las sobras de unas sobras, algo con saliva que parecía haber sido masticado antes y se lo llevó a la boca y lo tragó.
En ese momento giró la portezuela camuflada en el papel pintado y apareció Lamieva con sus ojos árticos llenos de luz y enseguida quise abrazarla. Eché los brazos sobre ella como si su cuerpo fuera el último lugar al que llegasen mis desdichados días, como si allí, en ese punto borrado del tiempo y de la realidad, tuviesen lugar mi principio y mi fin, mi desaparición y mi vida eterna.
Me rechazó y caí como un saco sobre sus espaldas. Trabajosamente, me arrastró hasta un ventanuco que abrió un milímetro. Señaló hacia la calle con insistencia. Era la policía. Sin sirenas ni luces. Tres individuos esperaban a la puerta del palacete como si fueran a entrar en cualquier momento. Me levanté y fui todo lo rápido que pude a la escalera y bajé al baño. Me quedé en la puerta mirando. Garnach, tal cual se había grabado en mi mente después de recibir mi disparo. Un cuarto de la cabeza volada e infinidad de fragmentos de piel, carne, hueso y sesos sobre las paredes que ya se habían secado. También toda su sangre había ennegrecido y cuajado como una mancha de pasta añil sobre el agua de la bañera que quedaba después de que su cuerpo la absorbiera hinchándose como un cerdo.
Me quedé absorto unos instantes sin darme cuenta de que, en cualquier momento, podían entrar los policías y encontrarme allí. De pronto el capuchón de tela que me taponaba la herida cayó sobre la tarima de enhebro y, detrás de él, tres o cuatro gotas de sangre. Eso me hizo reaccionar y subí de nuevo a la buhardilla donde encontré a Lamieva metiendo a su padre por el hueco del tragaluz superior. Empujé a ambos y los oí caer al otro lado. Luego me tiré yo. El sonido de las tejas asustó algunos grajos que quisieron picarnos y los que tuve que ahuyentar con un graznido que me salió deshumanizado y triste.
Notamos que abrían las puertas grandes que dan a la catedral y varios hombres entraron a la casa de Siena-Pombal. Permanecimos agazapados un largo rato al final del cual oímos grandes golpes. Varios hombres trasladaban con mucho esfuerzo un gran bulto cubierto por una sábana. Por uno de los lados asomaba la pata de garra de la bañera de níquel y por otro uno de los pies brutales de lo que antes había sido el laureado poeta Garnach, con un volumen dos veces superior al que tenía imposible de separar del hueco de la bañera.

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