16 de octubre de 2015

DAKOVIKA, segunda parte (una novela por entregas)






Capítulo 3

A duras penas llegamos a los tejados de la Basílica. Encontramos un gran tragaluz que daba a unos salones en sombra. Lo abrimos y, con una antena arrancada que metimos por el agujero, nos deslizamos al interior con la única intención de que no nos cogiera la helada. Al tocar el suelo del interior me desplomé vomitando. Volvía a encontrarme mal, incluso peor que en el buhardillón de los Siena-Pombal. De la herida manaba gran cantidad de sangre en un hilo estrecho. Lamieva me arrastró de los pies y me llevó a otro salón más grande junto a un aparato que daba calor. Aquello fue aún peor porque me subió fiebre. Comencé a tener temblores y todo lo que veía se convertía en pura materia, las paredes, los techos, los objetos que debían ser de un museo, grandes banderas, pendones que colgaban de mucha altura como fantasmas muertos no eran sino telas, tejidos, pura materia. La materia me rodeaba despojada de todo lo demás, era una estampida general de las ideas que poblaban la vida, de las almas de las cosas, y el mundo se hacía más pequeño a cada instante, como si estuviera implosionando y fuera a agruparse en un diminuto punto dentro de mi pecho para morir en él. Morir yo y todo el universo. Entonces no sé de dónde saqué fuerzas. Creo que se debía a que después de asesinar a Garnach se había abierto para mí el sueño de una nueva vida, la vida con Lamieva y aquella ilusión me hacía seguir. Era desolador pero cierto, la energía más fuerte de mi vida había sido aquella que me propulsaba a salir de lo que mi vida había sido. 
Empecé a dar tumbos y sentía a mi alrededor romperse vidrios que debían ser de vitrinas. Entonces me detuve y lo vi. Delante de mis ojos iluminado por una luz muy tenue que debía preservarlo estaba el cáliz, la copa rara que tantas veces había visto de niño con oros torcidos y gruesas piedras preciosas, perlas, esmeraldas, amatistas y zafiros y aquella inscripción tan dura de Doña Urraca. Una pequeña máscara de vidrio lánguida incrustada en su centro me miraba. Debajo de los tirantes de oro esos cuencos de aguas grises como de ónice, toscos, golpeados. No lo dudé nunca, aquella había sido la copa del Cristo, el cáliz con el que Jesús dio de beber a sus discípulos la última noche de su vida.

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