30 de octubre de 2015

DAKOVIKA, segunda parte (una novela por entregas)





Capítulo 4

Me dormí o me desmayé y tuve sueños con Jesús. Siempre me había conmovido su historia y en mis sueños lo veía y lo tocaba como a un muchacho y él se dirigía a mí no como alguien que lo supiera todo sino como alguien muy inocente. Podía sentir su piel y sus cabellos y su pureza y le veía temblando como yo de dolor y de frío y de miedo y pensando en que, si era posible, que todo pasase de él. Se sentó a mi lado en mis sueños y se puso a llorar. Lo que más me impresionaba en el sueño aquel era que Jesús era un chico más joven que yo y me daban ganas de ayudarle y de arroparle como si yo fuese su padre y no el dios que siempre nos habían dicho.
Al final Jesús desapareció y un dolor que nunca antes había sentido me atravesó la cintura. Era una presión que parecía que me iba a partir en dos. Me desperté. Abrí los ojos contra el techo de majestuosos arcos y se volvieron piedras nada más, puro peso y materia. Entonces me di por vencido. Quedé tendido y el mundo se acortaba paulatinamente hasta cercar mi alma en un aire vacío y espeso que flotaba sobre mi cuerpo. Lo peor del dolor no es que creas que te vas a morir, ni siquiera que sientas que te mueres, lo peor de todo es cuando el dolor es tan grande que quieres morirte, porque entonces, además del dolor y de la muerte, te invade una pena infinita de ti mismo. Empecé a desearlo y aquello me producía una angustia tan grande como el propio dolor y pensé que ambas cosas me destruirían inmediatamente, que dolor y angustia juntos tomaban tal dimensión que me aniquilarían pero que esa destrucción consistiría precisamente en ser lenta, inacabable y aquello me hizo desear aun más morir y el deseo me hizo angustiarme todavía más. Entonces, algo de lo que ahora carezco pero que entonces aún tenía, una fuerza interior, una rebeldía inconsciente e injustificada, una esperanza en que todavía no había llegado mi hora, en que me quedaba por vivir la única cosa que podría dar sentido a mi vida, el ser feliz, me hizo incorporarme con las piernas todas manchadas de sangre y dirigirme hacia el cáliz. Agarré la copa sagrada recordando cómo había escuchado tantas veces que a quien bebía del vaso de Cristo se le concedía la eterna juventud. Cogí el Santo Grial para beber de él, me lo llevé a los labios pero estaba seco. El único líquido que tenía a mano era mi propia sangre que manaba de una forma inexplica-blemente abundante por una herida tan pequeña. Coloqué el vaso debajo de la brecha y enseguida se coló un hilo rojo de ella en su oro. Lo bebí y me dormí sin saber si soñaba o moría.

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