16 de enero de 2015

Candor de la materia



                                                                                                                                                                Foto de M. Ramone



























CANDOR DE LA MATERIA

al gran ropavejero
CANTAREROS, 5

Tú has entrado allí y no esperabas ver esa congestión, esa pérdida del rencor que hay en las cosas cuando dejan de ser útiles y ya están esperando así, en esa última pureza de la sal mojada, de aquello que se aparta del ritmo solidario de los hombres. Como quien renuncia a ordenar un sueño, has entrado en el estrépito melancólico del mundo abandonado; y todo te sale al paso sin saberlo: espejos turbios, muñones de cornucopia falsa, lámparas de pie de garra, licores de colores angustiados, el menaje sonámbulo de una cocina muerta… ¿quién lo gobierna todo, quién se salió del mundo para atrapar esta república de excusas, un mustio jardín en el que la materia vuelve a ser apacible porque ya no sirve, vuelve a restablecerse en el vigor abrasado de lo nunca más sabido por el uso? Atravesaste hasta el fondo -hasta dejarte morder por el resplandor de lo barato- la espina vertical de este palacio donde tranquiliza la desolación. Allá, empotrado en la sombra, un coronel levanta acta -entre traspiés- de todos los postres sobrantes del mundo, reunidos aquí, en este apretón de objetos disecados que dan razón de lo que un día fue envidia doméstica y ahora respira así, entre las áridas lágrimas que provoca un tango de alas muertas bajo el maquillaje estupefacto del polvo. Y el ojo se te pone a bailar como si encima hubiese astros soltando el olor dulce de los últimos escarmientos. Y ya todo muestra un destino desfallecido que ese hombre, el guardián de lo sobrante, defiende de los hábitos venales del mundo.
Una sola vez estuviste allí, bajo los relinchos azules de un cielo de junio, y algo de ti ha quedado para siempre en la adormilada fraternidad, en el candor sin norma de aquel espacio repleto de muñecas de ojos vigilantes y canciones que sonarían, si es que las oyeras, como suenan los tumores desconcertados en el ingenuo organismo de los seres dormidos.
Adiós, adiós a ti, adiós a todo. Supiste hacer llorar a los relojes parados. Ahora te llevas tu palacio a otros confines. Gracias, coronel, por haber cuidado de lo inmóvil en tiempos imperfectos en que las máquinas agitan por las solapas a los hombres y las muelas de oro se ponen sobre mostradores infectados por igual de lo voluble y de lo encarecido.

TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO


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