18 de enero de 2015

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas






II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


16

CONVERSACIONES (IV)

CASIODORO
A la edad de veintitrés años, Casiodoro Hidalgo (de estatura media, trigueño y leptosomático) comenzó a hablar de repente con acento alemán, sin que su padre y quienes lo conocían comprendieran el motivo, la extravagancia, pensaron ellos. Que él supiera, los idiomas que había aprendido su vástago tanto en el instituto como en la facultad de Ciencias de la Información, eran francés e inglés, nada de Alemán. No se le ocurrió preguntarle si obedecía a un juego o a una monomanía pasajera, porque había nacido sin sentido del humor, una malformación de herencia materna. Todo lo que decía y hacía venía revestido de la solemnidad de lo trascendente, como si tal declaración o acto escondiera un propósito fundacional, o al menos la cáscara de un embrión en pleno burbujeo. Por eso no lo interrogaron sobre aquella pronunciación quienes solían escucharlo, se limitaron, pues, a esperar que en una de sus conversaciones ofreciera algún esclarecimiento. Sólo su madre, fallecida hacía dos años, hubiera sido capaz de atreverse a indagar, sin desatar en su lengua de fuego una batería iracunda. Sólo ella hubiera comprendido que las ideas luteranas que le había inculcado en la infancia, le llevarían tras su desaparición a profundizar en ellas para no perderla definitivamente, a leer la Biblia del Oso de su tocayo Casiodoro de Reina, por cuya personalidad se sintió fascinado, y a quien imaginó hablando en sueños su lengua materna con el acento de los habitantes de Francfort del Meno, donde trabajó durante ocho años como comerciante de sedas. Pero lo que no le hubiera confesado, por no herir sus sentimientos, es que algo tuvo que ver también el haberse hecho devoto de la hermenéutica de Dilthey, a quien traía a colación a todas horas en su habla agermanada, durante sus exposiciones filosóficas y humanísticas en las tertulias que por entonces comenzaba ya a frecuentar. Fijación fónica que le acompañaría el resto de su vida, no así las ideas de su hermeneuta de cabecera, abandonadas el día que recién licenciado, un año después, murió su padre de una fulminante embolia cerebral. Circunstancia que le llevó a abandonar su futura carrera periodística, para hacerse cargo de la tienda familiar de tejidos. Ni que decir tiene que estos condicionamientos económicos tan materialistas no casaban bien con las propuestas espiritualistas de Dilthey, lo cual terminó arrojándolo en brazos de Friedrich Nietzsche, y más tarde en los de Martin Heidegger, aunque nunca con la pasión de sus años diltheianos. La venta de sargas, sedas, franelas, damascos, cretonas... dejó arrinconados de por vida su entrega a las letras y al pensamiento en los ambientes cargados del café Greco y Arenal, en su verbo flamígero y  preciso, rocoso, de una dialéctica difícil de asaltar. Con la excepción de María Eduarla Hiniestroza, nadie sospechó jamás (eso creía él) que los vinos de la Ribera del Duero y la grappa le indujeran a escribir dos horas diarias todas las noches, antes de reposar los fantasmas de su resaca entre las sábanas. A ella le confesaba los sábados a media tarde que mantenía la existencia de sus obras en secreto, por miedo a que fueran introducidas en el Index librorum prohibitorum, porque, según le explicaba, su última edición no fue la de 1948, ni suprimido en 1966 por el papa Pablo VI, sino que por el contrario (sabía de muy buena tinta) seguía editándose en secreto, con consecuencias funestas para los indexados, cuya noticia solía llegar a los editores incluso antes de que les llegara un ejemplar de la obra. Mantenía que el Index había mutado desde sus orígenes religiosos e inquisitivos, a otros poderes, judiciales y políticos. Los agentes que identificaban los libros peligrosos para la sociedad y la moral pública hacían sus pesquisas en los cafés literarios, los bares de los arrabales, los clubes de alterne y cuantos antros fueran susceptibles de ser frecuentados por gentes con ínfulas creadoras; así, la mínima sospecha desencadenaba una investigación, que desembocaba siempre en la copia de manuscritos originales, con el fin de enviarlos a la Corporación de estudios históricos, como denominaban eufemísticamente al cuerpo de censores, encargados de dar la orden para hacer desaparecer la obra si llegara el caso de veredicto negativo, incluso de enviar al equipo de sicarios colombianos si el autor se empecinaba en restituir el manuscrito desde su memoria. Lo que no suponía Casiodoro es que cuando se encontraba con cualquiera de sus tres compañeros de tertulia en Laminium, sus miradas de ternura y compasión eran indicativas de que estaban al tanto de sus dislates a través del testimonio de María Eduarla, la dominicana de cuyos servicios sexuales gozaban también ellos muy de tarde en tarde, no a domicilio como Casiodoro, sino en el club Neverlove, donde contaba entre risotadas y cubalibres de ron barato estas cosas, amén de otras intimidades menos heroicas, que disminuían el tamaño de su masculinidad. Antes de dar fin a esta entrega, diré que más de una vez estuve tentado de reventar sus miradas recelosas y pérfidas, señalándoles el Index librorum prohibitorum de 1961, camuflado en el cuerpo del ejemplar número 22 de una edición numerada de un Quijote para coleccionistas, donde quedó fijada su publicación y asegurado su ocultamiento.
José Miguel López-Astilleros

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.