El Rastro, verano del 2013 |
30 de junio de 2013
Los restos del naufragio
Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas
MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS
8
LA ENFERMERA CIRCASIANA
Lo de Firmin fue una venganza del maestro Sapiencio, ya saben, el dueño de la primera biblioteca que degusté, a la que debo mis primeros placeres y desvelos. Días después de mi periplo por el Bósforo, descubrió con estupor los minúsculos restos triturados de algunas páginas. No hubiera puesto el grito en el cielo, si no fuera porque pertenecían a los libros que Edzhe Nur Sadakoglu, la enfermera circasiana que lo había atendido de unas fiebres en Esmirna, le había enviado a través de una librería internacional, en recuerdo de un amor platónico que no pudo ser y de una ciudad destinada infructuosamente a ser testigo de sus amaneceres juntos. No podía tolerar la afrenta de que alguien se hubiera atrevido a mancillar los únicos vestigios, que lo unían con aquella hermosa descendiente de legendarias concubinas de los bajás turcos de hacía siglos. Sabía que los estragos no habían sido causados por roedores, debido a que sólo les faltaban algunas letras, por lo que ideó una estratagema, que ofendió lo más íntimo de mi orgullo. En el rincón más húmedo e insalubre del recinto había descuidado, a modo de cebo, un ejemplar magro, de pocas hojas. Transcurrieron semanas desde que lo advirtiera, sin que me llamara la atención lo suficiente como para acercarme siquiera a un metro de distancia. Había en él algo de un no sé qué de repugnancia contra la que mi intuición se resistía. Pero como el moho hiciera aparición en la página de derechos, la lignina y la tinta comenzaron a difundir el olor a descomposición típico de los libros viejos, un aroma subyugante al que no me pude sustraer. Ya fue premonitorio que la primera pieza con la que comencé a leerlo, vía esófago, fueron los primeros números del código ISBN. Casi me da un patatús, porque era la primera vez que me ocurría, que tras una cifra se escondiera una historia, y menos la de una rata de ciudad llamada Firmin. Sam Savage contaba que esa criatura peluda y asquerosa había aprendido a leer comiéndose los libros, pero que después había abandonado dicho hábito para convertirse en un intelectual respetuoso. Además, en la cubierta ponía que la obra llevaba más de un millón de ejemplares vendidos; es decir, que si alguna vez mis andanzas llegaban a la imprenta, la ignominia de mi imitación se vería multiplicada, y no digamos la censura por no haber dejado de mordisquearlos, como Firmin. Odiaba a Firmin, a Sapiencio, a Savage y a la imposibilidad de comportarme de otro modo. Durante meses me estuve alimentando sólo de las revistas que había apiladas bajo el hueco de la escalera, fuera de la biblioteca, expulsado por una rata que me había sumido en la vergüenza. Las pornográficas y las de viajes tenían el papel satinado, sus comidas exóticas y el agua sin clorar me producían diarrea, cuando no un escalofrío intestinal los arreglos de Photoshop, que se escondían en pechos, vientres y caderas. En cambio, las de literatura y filosofía, editadas sin lujos, me provocaban mal de altura y vértigos. Pero no crean que me di por vencido, porque todavía habría de volver al santuario de Sapiencio por algún tiempo, antes de que decidiera marcharme definitivamente.
29 de junio de 2013
Bécquer: Descensus ad inferos
Una temporada en el infierno
BÉCQUER: DESCENSUS AD INFEROS
Bécquer, ese “acordeón tocado por un ángel” que ha sido recurrente en nuestro periplo ultramarino, hoy cae de cabeza en el infierno. Esto parece impensable para alguien que compuso:
Hoy la tierra y los cielos me sonríen,
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto... La he visto y me ha mirado...
¡Hoy creo en Dios!
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto... La he visto y me ha mirado...
¡Hoy creo en Dios!
¡Pecados de juventud! En un libro de cuentas de su padre al que ya hemos aludido (transcrito en el tomo I de las carísimas obras completas de la Biblioteca Castro), también escribió:
¡Oh!, coño entre los coños escogido,
peluca entre pelucas bien rizada,
quien te metiera el instrumento erguido
y te dejara de joder cansada.
Cuando la anchura de tu papo mido,
que cuando menos tiene una brazada
digo: "coño más grande y más profundo
ni con candil se encontrará en el mundo"
peluca entre pelucas bien rizada,
quien te metiera el instrumento erguido
y te dejara de joder cansada.
Cuando la anchura de tu papo mido,
que cuando menos tiene una brazada
digo: "coño más grande y más profundo
ni con candil se encontrará en el mundo"
Que Bécquer no era un santo es bien conocido, y los biógrafos dan cuenta del sifilazo que cogió provocándole como secuela un tipo de estrabismo que parece apreciarse en alguno de sus retratos. Y hay datos de que, a poco de morir, el autor de las Rimas y Leyendas mandó quemar un legajo de papeles a su amigo Augusto Ferrán porque “serían mi vergüenza”. Aún más, también consta que Antonio Machado destruyó un autógrafo becqueriano porque no aportaba nada a su obra (pero muy poderosas tuvieron que ser las razones para tal auto de fe).
De otro lado, no hay unanimidad sobre si la obra satírica y subidísima de tono Los Borbones en Pelota es o no de Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer bajo el seudónimo colectivo de SEM. De ser cierta esta autoría, la imagen del “huésped de las nieblas” se vería radicalmente trastocada. Cabe señalar, para concluir, que esta obra tuvo una historia editorial curiosa durante la transición, y se rumorea que la Casa Real compró todos los ejemplares que pudo para evitar su difusión: un secuestro de facto muchos años antes que el de la revista El Jueves que ha encarecido notablemente esta obra en el mercado de segunda mano.
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Colaboración conjunta de Charlus (el dibujo de Zichy que tan bien ilustra el poema cunicular de Bécquer procede de su ejemplar de Crítica de la Razón Cínica) y Jupien, que atesora su edición de Los Borbones en Pelota como oro en paño.
Juego de cartas de Max Aub
Juego de cartas (1964) es una de las novelas más radicalmente innovadoras de
Max Aub, y, sin embargo, es también una de las menos estudiadas por la crítica1. Las
razones de ese aparente desinterés son, sin embargo, externas a la misma obra y
responden probablemente a la escasa circulación que tuvo, sobre todo en España, la
primera y única edición de este singular libro-objeto que realizó en México el editor
Alejandro Finisterrre.
Nos hallamos ante una novela epistolar que parte de la doble acepción del
sustantivo "carta", pues cada una de las páginas de esta obra es, simultáneamente, naipe
de una baraja dibujada por el apócrifo pintor Jusep Torres Campalans, y misiva que
intercambian los personajes de la novela. Todas esas epístolas giran en torno a la figura
de Maximo Ballesteros, quien acaba de fallecer por causas no demasiado claras, y
expresan opiniones, generalmente contradictorias, acerca del mencionado personaje.
Quienes se han ocupado hasta el momento de Juego de cartas han incidido
fundamentalmente en ese carácter lúdico y vanguardista que configura la razón de ser
del texto y, quizás también, buena parte de su sentido último.
(Juan Rodríguez)
28 de junio de 2013
Las malas compañías
Diagrama de Copérnico |
Con la gorra del Che se presentó el Trapero en Reto. Le faltaba la estrella moscovita de cinco puntas que le quiso vender el Ilustrado. Tinofc le ganó la mano al Enciclopedista en unos volúmenes sobre los Castillos del Reino de León. Viendo como descargaba en el pretil montones y montones de libros, nos hicimos una idea de la manera de trabajar de los estibadores polacos. A Ocramalliv parecía que le había dado el baile de san Vito, y en cada caja que se paraba pegaba un brinco, miraba a un lado y a otro y arramplaba con todo a lo Molière. De nada bastó que le dijesen que iba a romper el saco. Estaba en trance LSD (libros sin destino). Todo era un sin vivir. En la otra orilla un mermado Larsen harto de escoger los libros, agarraba la caja a lo Ridruejo y la descargaba en el muro. Parecía un enajenado. El Ilustrado lo defendía aclarando que estaba con fiebre y alucinaciones.
Nos descuidamos unos minutos y nos dimos cuenta que los bárbaros habían arrasado todo. Era tal la desolación que habían dejado, que la oscuridad se cebó con nosotros. Habíamos vuelto a la Edad Media.
En el borde del jardín de plantas de romero se había creado una muralla de libros que conformaba una instalación de Arte Contemporáneo.
El cínico de Larsen empezó a lanzar órdagos a Tinofc: "te has dejado Las cartas de Max Aub para jugar en el Campo abierto". "Mira tengo la Poesía completa de Nazim", replicaba un excitado editor". "¿Cómo se te pasó El viaje a Italia de Montaigne?", le castigaba el Trapero. "¿Has visto los seis volúmenes del Laberinto mágico de M. A. y la Biblioteca de Babel?", contestaba Tinofc.
Larsen no tenía nada que hacer, aunque tenía las cartas en su mano, no siempre se juegan bien cuando se está ante un tahúr tan experimentado como el Polaco. A los pendecieros la suerte les acompaña.
Según una dedicatoria que apareció en La biografía de Camus de Olivier Todd, todos los libros procedían de la librería de Uriarte. "El primer libro que vendo a mi amigo José Luis Z. Que no sea el último. Uriarte. Mayo de 1979".
No sabemos cuantos vendió pero nosotros sí sabemos cuántos compraron los viciosos rastreros de lo barato .
Cuando llegó Gromov y vio toda la miseria que habían dejado las malas compañías, su cara se convirtió en un endecasílabo de Quevedo. Se quedó con las ganas de comprarle al Lobo la primera edición de las Tribulaciones de un chino en china. Era la única que le faltaba de las diez ediciones diferentes que tenía. El Apagado Larsen se negó a negociar con el ruso alegando motivos de salud mental.
No desplazamos hacia Cacharrería mientras Larsen llevaba al Enciclopedista a su Búnker. Cargaron el maletero con tres enciclopedias de vertebrados, lagos, cascadas y océanos. Y de propina el minilarousse ilustrado de 130 volúmenes.
En la plaza de la Guinda (Tendido 7), "en una mañana brumosa, pero no átmosférica" según el parte del Amanuense (le da a todos los palos que termine en logo: metereólogo, psicólogo, politólogo, paleontólogo... ) Hablaba poco pero bien hilado. No podemos decir lo mismo del científico Gromov que desde su ático con su telescópio descubrió la semana pasada la Galaxia Ultramarina. Nos comentó que hace dos días localizó el satélite de Karerino y el agujero negro de Ridruejo.
Se nos acercó el Marchante para enseñarnos un grabado. El Amanuense le escupió una oferta alta que no podría rechazar. El pintor cerró los ojos, los oídos y escapó a toda mecha con la joya bajo el brazo.
"Solamente lo hice para que creyese que era un grabado valioso. Mi hija los hace mejor", aclaró el floritólogo.
" Y digo yo... Voy a inagurar una nueva sección: "Libro Albedrio". Nos dio la risa. Todas las semanas el ultramarinólogo está creando nuevas secciones. Éste es el abanico de las últimas: "Libro te quiero", "Casi me libro", "Los libros que no vendí". Mejor que se dedique como Alfanhui a Industrias y Andanzas, y deje sus sueños de la Sección Libre.
Nos preocupaba no haber visto al Pescador en toda la mañana. Eso quería decir que andaba detrás de algo que no quería que lo supiésemos y eso inquietaba a la facción dura de los Ultramarinos.
Al final lo encontramos arrancando un motor de explosión. Nos preguntó si nos íbamos ya. "Vamos a regar", le lanzó el agricultólogo.
Caminábamos para no perder la costumbre de los días fríos. Ante nosotros brilló en el suelo un céntimo oxidado. Gromov dobló el espinazo (pocas veces lo dobla; siempre delega, a no ser que vea una edición de Rico en el suelo) y, siguiendo el consejo de los siete iluminados, dijo: "Si desprecias una moneda perdida, la fortuna te puede volver la cara".
Mientras nos acercábamos a Reto para ver con más tranquilidad el desastre causado por los Vándalos, Suevos y Alanos, el astrofísico ruso nos hizo un recorrido por las librerías de segunda mano de la ciudad impar. La Leona se le salía de la jaula del presupuesto bestiario y Libros&Libros la visitaba siete días a la semana. (Aunque el domingo cerraban, se acercaba a ver si habían cambiado el escaparate.)
El Editor de Labici nos habló de la librería Pessoa y del bohemio Chema que desde que cerró la Carnicería (lugar de culto gracias al famoso artículo de Bruno Marcos), pacía como un lobo solitario en un pueblo abandonado de la montaña, escribiendo en su blog Misoginia y libertad.
Como el asesino, volvió al lugar del crimen el inspector Ocramalliv y su amigo Hammett. Nos daba un poco pena toda la gente que escarbaba en las cajas y se quejaba, con razón, de que nunca había nada.
A Tinofc le daba la risa, pero seguía buscando El Spleen. El Hidrólogo regaba unas Flores del Bierzo, lozanas y mustias. Por la fecha de 1896 tenían que ser de plástico.
En un momento mágico se alinearon todos los Ultramarinos; esa tropa que milita siempre cerca de un libro y tiene su propia Galaxia, gracias al gran trabajo de investigación del denostado Lapón, y al que, desde esta parcela de alfalfa que es la tierra, felicitamos, Sr. Ivan Dmitrich Gromov.
22 de junio de 2013
Avisos
El Rastro, primavera del 2013 |
Toda la desdicha del hombre procede de no saber quedarse tranquilo en su cuarto.
Pascal
21 de junio de 2013
Las malas compañías
El Rastro, primavera del 2013 |
En Reto seguimos contemplando desde hace varias semanas el desmantelamiento del Centro social del Ayuntamiento. Todo parece una alegoría de la vida cultural de esta ciudad.
Desde que Tinofc reinvindica la novela como género total, llena todos los domingos la bolsa de Mercadona con folletines de los últimos siglos. El escéptico Larsen ha dejado de lado "ese género caduco" y solamente recoge a poetas esquinados como Bruno M. Carcedo, Víctor M. Díez, Artigue, Pascual, Sarabia... "Todos me hacen querer más a los clásicos".
En el Arroyo revolvían los Ultramarinos entre unas cajas de singles. Buscaban la banda sonora de sus años de guateque, tardes de coches de choque y sesión vermut. Cada uno perseguía su música: los vinilos de la Movida, los sesenta, la rumba navajera y la canción melódica. Todos los plásticos de 12 y 10 pulgadas habían sido ya expurgados, solamente estaban sus primos pobres de 7 pulgadas creando una sensación de feria discográfica sixties.
El Trapero se compró la pistola de los Soprano, pero le querían vender una de bolas y otra de agua. No aceptó el farol y escapó con su cámara al Delta a fotografiar objetos inútiles y bellos.
En el rincón del Pastor, un mermado Amanuense se quejaba del precio (400 eiros) de una colección de Revistas de tauromaquia. "Si le pide precio ese pierdemisas seguro que se lo deja en la mitad". Todo le pasa por pagar con tarjeta. Debido al tiempo perdido con los surcos y las pulgadas llegó tarde el primo de Freud a un ejemplar del Guzman de Alfarache del siglo XVIII. Se le veía triste y con ganas de escapar al pueblo a escuchar a Danza invisible con un martini con ginebra, y olvidarse del pícaro y la madre que lo parió.
A la sombra de un platanal, el Ilustrado miraba con detalle unos folletos del Reglamento de los ferroviarios. "Siempre quise ser guardavías como mi abuelo", nos contó con la esperanza de aparecer en estas crónicas con el aire romántico que dan las vías y las estaciones de tren.
Perdimos a Ocramalliv en la ferretería de Bembibre. A la vuelta nos enseñó la llave inglesa Bellota (marca de calidad). Larsen le escuchaba con curiosidad sabiendo que la única marca que le sonaba era Adidas.
Vimos al Ultraísta un poco lento de reflejos quejándose de todo para no variar. Tinofc le ofreció la llave para que arreglase su avería, y casi se la tira a la cabeza. Nos alejamos para no entretenerlo más y que descargase antes de la una.
El Editor de Labici nos desveló que su mayor ilusión sería tener una ferretería en el barrio, con su catálogo de herramientas, tuercas, tornillos, cerraduras, clavos, silicona, candados... Y que su mujer trabajase en su mercería con sus botones cintas, alfileres, corchetes, dedales, coderas... ¿Serían felices en el trato y comercio de las cosas menudas? Sueños de un provinciano.
Así bien podría llamarse el próximo diario del humilde Leopardi del Torío, que aspira a párroco del palomar de Manzaneda con sus homilías papirofléxicas.
Con un hermoso catálogo del Zorro rojo (cortesía de Tinofc) se fue el Trapero. Con la música de Negra noche de Sabina sonando en su coche, escapó el Polaco contento con las Memorias de Julien Gracq donde nos cuenta que "la literatura me interesa porque tiene que ver siempre con, mayor y menor fuerza, con el mundo de los afectos".
20 de junio de 2013
Una novela por entregas
Capítulo 20
Garnach, no nos cabía duda, había expoliado la poesía de aquel desconocido del pasado para sembrar el presente con pujos de revolucionario del arte. De ahí aquellas extrañas ventas de los libros de Vokislav, los paquetes de Lamieva y el interés del anticuario. Los copiaba y los robaba pagando cuatro perras a los desgraciados que se los suministraban y eclipsaba al mundo dándoselas de vanguardista y no era sino un trapero como nosotros, un basurero del tiempo que había encontrado su mirlo blanco, su diamante oculto entre las ponzoñas apestosas de los papeles podridos y la escoria del libro viejo.
Dejamos aquel aforo conturbado y narcótico en vapores de cannabis con la voz fúnebre de Garnach reverberando en las palabras robadas a Vokislav contra las vigas ancianas del C.C.A.N. Nos fuimos directamente al anticuario y le dimos una paliza. Lo tiramos al suelo y buscamos en los cajones de su mesa los libros de Vokislav. Larsen, imbuido de un ímpetu ético, justiciero e inesperado, y sobreponiéndose a la tentación del buen negocio recién descubierto, se puso a horcajadas sobre el guiñapo de tendero y rompió en alto todos los libros de Karbajc, cuyos pedazos le llovieron al otro lentamente para pegársele a la jeta y los pelos ensangrentados.
Después corrimos al local de Lamieva a buscar más libros de Vokislav con la intención de destruirlos para que Garnach no siguiera usufructuándolos y manteniendo la memoria de Vokislav en el olvido. Creo que reaccionamos tan violentamente porque aquel hecho nos daba la razón, demostraba que no era absurda nuestra existencia rebuscando en lo olvidado. Garnach lo había conseguido, había hallado la joya oculta pero, lejos de proclamar que los ridículos traperos del tiempo eran capaces de traer al presente tesoros ignotos, se lo calló y disfrazó el hallazgo de producto del presente.
No había nadie y forzamos la puerta como la otra vez. Todo permanecía igual, llovido y nevado e inundado de libros destartalados. Al fondo la luz que permanecía siempre encendida. De tropiezo en tropiezo nos arrimamos a la bombilla en cuyo contorno gravitaban animados ácaros orbitarios. Debajo un tablero de al menos dos metros, sujetado por cajas de frutas en sus esquinas, formaba lo que parecía ser una mesa de trabajo. Sobre ella distintas partes de libros, cubiertas y contracubiertas abiertas como un pájaro muerto, guardas arrancadas como pequeños oleajes solitarios, solapas como lápidas, lomos perdidos como mástiles que flotaban a la deriva de algún naufragio, hilos de colores enhebrados en agujas, tripas al desnudo sin sus tapas de ejemplares desventrados, con sólo el texto sin que fuera posible saber ni título, ni autor, ni época de ellos... Al otro extremo algunas cubiertas de papel viejo extendidas y, al lado, botes de pintura y pinceles muy finos. Se veían aún los trazos indicativos a lápiz alrededor de las letras a color. Los títulos y los nombres de los autores se correspondían con los colores de la paleta. Ambos, títulos y autores, eran para mí totalmente desconocidos: Las puertas del paraíso de Jerzy Adrzeyewsky, Sólo el olvido de Liev Karban u Obituario de Monteiro Rossi. Parecían estar allí a secar, pero, ¿quién podía querer fabricar aquellos libros viejos, con cartones desgastados e incluso con agujeros de polilla? Sin duda se trataba de alguna falsificación pero, ¿para qué falsificar libros viejos de desconocidos?
Miré a Larsen con extrañeza y me devolvió el gesto.
–Esto es muy raro –dijo con verdadera mueca de preocupación–. Algo muy extraño está teniendo lugar en este sótano.
–Mira esto –añadí–. Son libros viejos que no existen.
–¡Qué fraude más estúpido! –concluyó él.
En el suelo, a nuestros pies en un caja de zapatos bien ordenados, había unas decenas de libros viejos que parecían el resultado de aquella extraña cirugía que sobre aquel madero debía haber tenido lugar. Todos de Vokislav Karbajc. Parecían preparados para ser vendidos. Larsen se tiró a ellos y se abrazó de rodillas a la caja babeante. Ya no quería destruirlos. Quería quedárselos, leerlos, vendérselos a Garnach y extorsionarle, chantajearle y hacer que su éxito fuera también el nuestro. No tuve que esperar a que me lo dijera. Era capaz de leer su pensamiento perfectamente tan sólo con ver su enjuto cuerpo descompuesto como un muñeco de trapo abrazado a la caja. Estaba a punto de llorar como si protegiese a su primogénito de la espada sanguinaria de un Herodes que era yo.
Saqué de su regazo un libro con suavidad para que entendiera que estaba de acuerdo en el plan. Busqué la portadilla donde debería ir la dedicatoria con la seguridad de que Garnach consultaría esa página, y, en ella, le escribí una carta repleta de insultos, amenazas y chantajes.
"Querido gran poeta, lo sabemos todo. Sabemos que tu arte poética y tus últimos triunfos están sostenidos en la mentira, la usurpación de la personalidad y el robo. Eres lo más abyecto: Una mierda. Sabemos que chupas la sangre de un muerto y olvidado, Vokislav Karbajc. Tenemos sus libros, si los quieres tendrás que pagar y mucho, tal vez tanto como ganes con ellos.
Firmado
Los traperos del tiempo".
19 de junio de 2013
18 de junio de 2013
Bestiarios del Libro Ultramarino
Un bestiario, en sentido estricto, es un tratado, en verso o en prosa, que describe un conjunto de animales reales y/o fabulosos. Por extensión, también se ha denominado tradicionalmente así a una especie de sumas o misceláneas, donde al lado del repertorio animalístico se reúnen otros textos que hablan de pueblos lejanos e ignotos, de las aguas, de las plantas, de las piedras, y de otros fenómenos y cosas, denotando junto a sus propiedades naturales, otras que responden a una interpretación simbólica de la realidad, que no es sino la forma elaborada del pensamiento mágico que impregnaba la mentalidad común en la Edad Media.
Los dos Bestiarios que se incluyen en este libro pertenecen a la corriente cientificista, más avanzada, que prescinde del comentario didáctico-moral. Se trata de dos repertorios de fuente independiente que aparecen incluidos en distintas partes de un códice de fines del siglo XIV o comienzos del XV que, con el título de Libro Ultramarino, se halla en la Biblioteca Nacional de Madrid (Manuscrito 3.013). El primero de los Bestiarios que componen el libro contiene la descripción de noventa y tres animales, en tanto que el segundo, más breve, reúne únicamente veintiocho.
[Gromov]
17 de junio de 2013
San Próculo en el columpio
SAN PRÓCULO EN EL COLUMPIO
En un ejemplar de las obras completas de Balmes comprado en Libros&Libros me he encontrado una curiosa postal de otro candidato al Santoral Extravagante.
San Próculo se ve en un columpio en el muro sur de una iglesia ubicada en el Tirol como una representación simbólica de su fuga por las paredes de la ciudad de Verona, ciudad de la que llegó a ser obispo.
Al dorso se explica el hecho y se adjunta una sincera e ingenua rogativa de buena salud.
[Gromov]
16 de junio de 2013
Una novela por entregas
Capítulo 19
Volví a la buhardilla. Me descolgué desde el tejado y dormí allí hasta el alba. Con las primeras luces Karenino ladró. Larsen se despertó y empezó a dar vueltas arrastrando un pie por entre los libros del suelo. Cojeaba sin saber si la extremidad se le había paralizado, dormido o congelado. Al levantarme del lecho de libros putrefactos el reloj de arena con alas de murciélago se me cayó al suelo. Larsen se detuvo y sus ojos abichados se dilataron.
–Tenemos que llevársela al anticuario de la calle Cantareros –dijo ceñudo–. Y esos libros. Seguro que le interesan.
Señaló un atadijo con libros de Vokislav Karbajc. No se le había escapado al buitre cómo los codiciaba Garnach. Probablemente los había escogido de entre los que había hurtado en el local de Lamieva, porque libros de ese autor no habíamos visto en la vida antes de que apareciera ella. Se veía que ni siquiera los había ojeado desde el robo. Con dos dedos sucios de hollín cogió un ejemplar: "Los que aún no hemos muerto". Aquel título nos dejó súbitamente helados como una pedrada de nieve en los ojos. Ese "aún" era el punctum más trágico de todos los que poblaban nuestras tristes existencias. Los vivos, pensé, los que aún no hemos muerto somos los vivos, pero decirlo así era decir algo más, eran los vivos que iban a morir, es decir, todos, todos que estábamos condenados a la muerte inexorablemente, y que vivíamos una vida en vilo pendientes de morir. Arranqué el libro de entre las manos del pobre trapero y lo abrí al azar. Era poesía, breves poemas de versos blancos y desnudos escritos al filo del vacío. Apenas unas ramas de luz, animales escuálidos y ateridos invadidos de insectos. En vez de personajes huellas, exudaciones, sombras, en estrofas contraídas, una poesía deslumbrante y cruel desprovista de toda esperanza. Me flaquearon las piernas y caí desplomado sobre mi triste figura acoplado a mi sombra del suelo de libros viejos. A Larsen se le cayó de las manos otro tomo de Vokislav que tenía y asomó la cara al mío. Leímos largo rato la misma página sin valor para pasar a la próxima.
Después de un rato lo cerramos y, tras guardarlo en el gabán con los otros, salimos a la calle aturdidos y demudados. Después de vagar horas sin rumbo, llegamos a la tienda. No había nadie y, cuando estábamos con la nariz pegada al cristal, apareció a nuestra espalda el anticuario. Renqueando sacó el manojo de llaves. Las bombillas huérfanas de las últimas lámparas de la cueva parpadearon al sentirnos y el traje de torero se tiró solo de la silla al suelo. Detrás unas alas de ángel de raso ajado y centenario temblaban de frío. Larsen sacó los libros y el anticuario se puso muy nervioso al comprobar que eran de Vokislav. Los guardó en un cajón y le metió en la mano más billetes de los que hubiéramos imaginado. Sin embargo ni siquiera miró el reloj de arena que robé de la tumba aquella. Se notaba que quería que nos fuésemos cuanto antes.
Salimos de allí y deambulamos como vagabundos hasta que pasó casi todo el día. Pasamos frente al fauno del jardín romántico y paramos a beber de su agua. Larsen se humedeció las entrecanas guedejas y se las cogió en una coleta. Se abrochó los harapos y se sacó del zurrón mágico unas gafas negras de pasta como de Woody Allen. Luego me indicó que se iba al librovejero de la colegiata y que le esperase allí. Allá se fue al trote como un jamelgo viejo. Estuve mientras anochecía en compañía de esa piedra semihumana con patas de chivo y cuernecillos de diablo que me miraba atentamente. En un momento dado me pareció ver que movía los labios. Volvió al poco el pícaro, se sacó dos libros de las entretelas y me ordenó que fuera a vendérselos al de la colegiata, que se los acaba de encargar él. Me acerqué hasta el tugurio. Una campanilla chillona me anunció y de detrás de una pila de periódicos viejos asomo la testuz escarolada del librero.
–Buenas tardes tenga usted –dije con naturalidad.
–¿Qué se tercia?
–Estas dos piezas. De un desahucio.
–Sí señor. ¡Qué tragedia! Gentes arrojadas de sus casas a las calles por esta contumaz crisis de los cojones... Sabe usted lo que le digo, pues que esto va a peor, que el futuro es el pasado, que vamos hacia atrás en el tiempo... Aunque eso, bien mirado, a nosotros los anticuarios hasta nos puede apetecer, pero claro que también nos puede reventar el negocio... Tenían que hacer como yo, que ni casa tengo. Bueno, tengo esta covacha. Vivo aquí, en este negocio, que ni mío es y ni renta pago, pues el casero murió abintestato... Sí, sí... Mire usted... aquí mismo duermo.
Esparció unos cuantos libros sobre una superficie casi plana y sacó una colcha de debajo de un orinal, y, para darle la verosimilitud completa a lo que decía, se tumbó bocarriba, cruzó las manos y los pies y roncó tres veces con los párpados echados.
–Sí, sí –conteste al yacente y le alargué los dos libros mientras permanecía acostado.
Los sopesó encorvando el cogote y puso un gesto de suspicacia desconfiando de que hiciera tan poco que alguien le hubiera hecho ese encargo. A regañadientes me pagó esas piezas casi con toda la seguridad de que le habíamos timado. Salí con el dinero y le hice una señal al pícaro que ya se había quitado el disfraz para reunirnos en el arco de la cárcel. Poco antes le entraron ganas de orinar y lo hizo al pie de una extravagante grúa de obra que, anclada al piso, sostenía un cacho de roca con un cuerno que un escultor chiflado había titulado Unicornio y vendido al municipio arruinado por varios millones. A mitad de la meada puso enhiesto el pito y meo toda la escultura. Aquello consiguió arrancar las muecas de algunas risas a las que nuestras jetas no estaban acostumbradas y, fantasmales y rijosos, penetramos al zaguán de Club Cultural de Amigos de la Naturaleza. El viejo caserón medio caído alumbraba con bombillas cagadas de moscas ancianas la escalera toda torcida. Los murales de generaciones de artistas olvidados recreaban exhaustos entusiasmos de los años ochenta y noventa y se mostraban atacados por blasfemias, lemas revolucionarios y poesías suicidas. Obra toda ella de manos pertenecientes a hombres y mujeres que militaron en todas las revoluciones pendientes que ya nunca tendrán lugar. Incliné los ojos a la lucerna por la que entraban lechadas de luna y vi cuatro figuras pintadas sobre el yeso tumefacto, cuatro figurines hieráticos como almas en pena que se fugaban al cielo, firmadas por tres iniciales, B.M.C. Entonces se me apareció en el descansillo un fantasma que atravesaba una puerta llena de telarañas. Era una mujer con un camisón y descalza, con una aureola de su propio cabello ligeramente erizado. La quise tocar y mi mano la traspasó porque era de aire. En eso se abrió la puerta del piso del C.C.A.N. con una tufarada de humo y ruido que bajaron por toda la escalera. Penetramos de incógnito en el desván. De pronto un inusual silencio se estableció. Los asistentes ocupaban la pieza al completo tumbados y sentados por el suelo y en las pocas sillas desportilladas que había. Un muchacho, todo de pana y con bufanda negra que le pendía hasta la punta del pie, estaba subido en una banqueta y hablaba al resto.
–Pienso que nuestra sociedad de amigos, compadres y camaradas, debe resistir a los tiempos del gran fascio que vivimos. Mucho peor que los antiguos del franquismo donde las cosas estaban más claras y se veían venir. Camaradas, que se nos prohíba fumar, ...con la excusa de la ley antitabaco... como si no fuéramos dueños de nuestros cuerpos y, por supuesto, de nuestros pulmones... Yo propongo que votemos por fumar y beber como estábamos haciendo y que, si no nos han hecho salir de este centro social ni los egoístas capitalistas pequeño burgueses de los herederos, ni los especuladores promotores inmobiliarios, no lo van a hacer los perros moralistas disfrazados de médicos.
Los asistentes cortaron el discurso con aplausos unánimes y el sujeto se arruinó en tosidos flemosos de enfermo crónico.
Uno ya canoso y con gafas de alambre tomó la palabra desde el suelo.
–Yo digo que ya vamos teniendo una edad y que podíamos aprovechar para sanearnos un poco, que lo que une nuestra fraternidad es más la reunión y no el consumo... Además... ¡Qué leches! Si tener aquí un bar es ilegal y un punto capitalista y evasor de impuestos... Joder... Aquí se podía tener un ambigú, no más... Lo que queréis es un antro, un bar chungo, quitad esos carteles de la F.A.I. o la C.N.T.
Un grave silencio acompañó esas palabras como si un tabú hubiera sido desvelado. Acto seguido se sometió a votación asamblearia la continuidad del fumeque y del bebercio y a Larsen le dieron tres codazos para que votara afirmativo alzando el muñón con guantes de trapero. Salió que sí.
Inmediatamente se abrió un reguero entre los presentes que se tiraban a los lados en el piso de tarimas rotas y balanceantes y, desde detrás de los cortinajes de la puerta, apareció, a contraluz y seguido de su séquito, Garnach con su mejor cara de poeta. Avanzaba con los párpados más bajados que nunca por las penumbras de la sala hasta un pequeño podio de muebles pordioseros. Se encaramó a él no sin tropiezos de viejo y se sacó unas cuartillas arrugadas del bolso. Por un instante pensé que iba a sacar la hojuela que le metió Pascal en el bolsillo en el anticuario y leer aquellos poemas, equivocado o adrede, como suyos y luego medité que tal vez ese sería el mejor destino de las pobres poesías de Pascal. Pero Garnach pronunció otras palabras, las suyas de siempre, las que, vestidas de belleza, decían que la vida era una cosa horrible y los seres humanos, en general, líricos y bellos, pero, vistos de cerca y uno a uno, monstruos repulsivos. Hizo la entrada de un poema con la narración de cómo pasaba los ratos de su infancia contemplando animales moribundos y la carroña en el campo en proceso de descomposición picoteada por lo cuervos y sobrevolada de moscas. Aseguraba que aquello formaba el espíritu poético mucho más que las mejores bibliotecas y que, para él, había sido su Museo del Prado. Leyó sin embargo después unos versos distintos a los que solía repetir. De pronto me vinieron sensaciones muy fuertes de que aquellos otros poemas los conocía también pero que no eran de Garnach. Empecé a recitar, en voz baja anticipándome décimas de segundo a cada sílaba, y cuando acabé me quedé compungido y confuso. Bajé los ojos a la cara de Larsen quien exclamó igualmente confuso: "Vokislav". Sin decirnos nada estábamos de acuerdo.
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