3 de junio de 2013

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas













MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

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ÓSMOSIS

A estas alturas, seguro que están pensando ustedes que soy un escarabajo mentiroso y marrullero, porque doy por sentado que, aunque hubiera aprendido a leer, soy capaz de pasar las hojas de un libro, y eso es imposible dado mi exiguo tamaño de tres centímetros. En primer lugar, en mi descargo debo decir que mi tamaño está entre los más grandes de todas las especies de mis congéneres, así es que no se pongan soberbios y no vengan ahora a dar en pensar que la insignificancia es una cuestión de magnitudes mensurables por las ciencias aplicadas, sino algo mucho más complicado, y hasta si me apuran subjetivo. En segundo lugar, ¿quién de ustedes ha demostrado que no hay o haya habido algún ejemplar de insecto con la capacidad de extraer la sabiduría de los libros por otros medios diferentes a los suyos? Como es mi caso. A saber. En la pared de la biblioteca donde había adosado por fuera un canalón, atascado desde hacía mucho, cuando llovía la humedad rebosaba y se filtraba hasta contagiar de blandura y podredumbre a los libros de la estantería interior, al lado del ventanal que iluminaba el recinto. Esta circunstancia hizo que me pareciera un bocatto di cardinale el comienzo de Los palimpsestos del alma, un folletín decimonónico que había pertenecido a un tatarabuelo de mi anfitrión, su autor era un tal Amadeo Acquanera, descendiente de un hijo bastardo del insigne Belisario Acquaviva, quien viéndose en gran aprieto, pidió a su amigo Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán, que trajera a España a la futura madre, Francesca Acquanera, que cambió su apellido en honor y mofa de su antiguo amante, para alumbrar a su hijo en tierras lejanas, cuya descendencia dio lugar siglos más tarde a una estirpe de libertinos, cuya herencia de vicios y rufiandades vino a finalizar en un escritor de folletines rancios y pudibundos, que fue el último de la saga familiar, pues murió sin más sucesión que unos cuantos ejemplares de sus obras y muchas deudas. La esquina inferior de la tapa se había arqueado hacia fuera, dejando entre las primeras hojas un espacio por el que inserté mi boca, para comenzar a darle los primeros mordiscos. Hasta que no llegué a las primeras palabras, el sabor me pareció un poco nauseabundo, pero la facilidad con que se dejaba devorar la celulosa, me animó a seguir. “Un atardecer la vi apoyada en la balaustrada que se asomaba al Jardín de Mantua, por donde se remansaba la corriente del río. Su mirada inaprensible dejaba escapar sus pensamientos”. Me encontré leyendo sin darme cuenta de que mis mandíbulas sólo habían llegado hasta los primeros quince caracteres. Fue así cómo me percaté de que las palabras de un libro constituían eslabones férreamente unidos entre sí, y que si tirabas de una del modo que fuera, las demás la seguirían hacia tu entendimiento. La historia de la bellísima Rosaura, hija de un noble y una cupletista, a quien esta había abandonado en un orfanato, para seguir gozando de la consideración de su amor, llegó a mí con todo el dulzor y la amargura exagerados de este tipo de novelas. A partir de entonces accedí al conocimiento de los libros por esta extraña ósmosis del lenguaje escrito hacia mi cerebro, aunque no sería el único modo en el que se me revelasen sus secretos. 
                       José Miguel López-Astilleros





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