20 de junio de 2013

Una novela por entregas









Capítulo 20


Garnach, no nos cabía duda, había expoliado la poesía de aquel desconocido del pasado para sembrar el presente con pujos de revolucionario del arte. De ahí aquellas extrañas ventas de los libros de Vokislav, los paquetes de Lamieva y el interés del anticuario. Los copiaba y los robaba pagando cuatro perras a los desgraciados que se los suministraban y eclipsaba al mundo dándoselas de vanguardista y no era sino un trapero como nosotros, un basurero del tiempo que había encontrado su mirlo blanco, su diamante oculto entre las ponzoñas apestosas de los papeles podridos y la escoria del libro viejo. 
Dejamos aquel aforo conturbado y narcótico en vapores de cannabis con la voz fúnebre de Garnach reverberando en las palabras robadas a Vokislav contra las vigas ancianas del C.C.A.N. Nos fuimos directamente al anticuario y le dimos una paliza. Lo tiramos al suelo y buscamos en los cajones de su mesa los libros de Vokislav. Larsen, imbuido de un ímpetu ético, justiciero e inesperado, y sobreponiéndose a la tentación del buen negocio recién descubierto, se puso a horcajadas sobre el guiñapo de tendero y rompió en alto todos los libros de Karbajc, cuyos pedazos le llovieron al otro lentamente para pegársele a la jeta y los pelos ensangrentados. 
Después corrimos al local de Lamieva a buscar más libros de Vokislav con la intención de destruirlos para que Garnach no siguiera usufructuándolos y manteniendo la memoria de Vokislav en el olvido. Creo que reaccionamos tan violentamente porque aquel hecho nos daba la razón, demostraba que no era absurda nuestra existencia rebuscando en lo olvidado. Garnach lo había conseguido, había hallado la joya oculta pero, lejos de proclamar que los ridículos traperos del tiempo eran capaces de traer al presente tesoros ignotos, se lo calló y disfrazó el hallazgo de producto del presente.
No había nadie y forzamos la puerta como la otra vez. Todo permanecía igual, llovido y nevado e inundado de libros destartalados. Al fondo la luz que permanecía siempre encendida. De tropiezo en tropiezo nos arrimamos a la bombilla en cuyo contorno gravitaban animados ácaros orbitarios. Debajo un tablero de al menos dos metros, sujetado por cajas de frutas en sus esquinas, formaba lo que parecía ser una mesa de trabajo. Sobre ella distintas partes de libros, cubiertas y contracubiertas abiertas como un pájaro muerto, guardas arrancadas como pequeños oleajes solitarios, solapas como lápidas, lomos perdidos como mástiles que flotaban a la deriva de algún naufragio, hilos de colores enhebrados en agujas, tripas al desnudo sin sus tapas de ejemplares desventrados, con sólo el texto sin que fuera posible saber ni título, ni autor, ni época de ellos... Al otro extremo algunas cubiertas de papel viejo extendidas y, al lado, botes de pintura y pinceles muy finos. Se veían aún los trazos indicativos a lápiz alrededor de las letras a color. Los títulos y los nombres de los autores se correspondían con los colores de la paleta. Ambos, títulos y autores, eran para mí totalmente desconocidos: Las puertas del paraíso de Jerzy Adrzeyewsky, Sólo el olvido de Liev Karban u Obituario de Monteiro Rossi. Parecían estar allí a secar, pero, ¿quién podía querer fabricar aquellos libros viejos, con cartones desgastados e incluso con agujeros de polilla? Sin duda se trataba de alguna falsificación pero, ¿para qué falsificar libros viejos de desconocidos?
Miré a Larsen con extrañeza y me devolvió el gesto.
–Esto es muy raro –dijo con verdadera mueca de preocupación–. Algo muy extraño está teniendo lugar en este sótano.
–Mira esto –añadí–. Son libros viejos que no existen.
–¡Qué fraude más estúpido! –concluyó él.
En el suelo, a nuestros pies en un caja de zapatos bien ordenados, había unas decenas de libros viejos que parecían el resultado de aquella extraña cirugía que sobre aquel madero debía haber tenido lugar. Todos de Vokislav Karbajc. Parecían preparados para ser vendidos. Larsen se tiró a ellos y se abrazó de rodillas a la caja babeante. Ya no quería destruirlos. Quería quedárselos, leerlos, vendérselos a Garnach y extorsionarle, chantajearle y hacer que su éxito fuera también el nuestro. No tuve que esperar a que me lo dijera. Era capaz de leer su pensamiento perfectamente tan sólo con ver su enjuto cuerpo descompuesto como un muñeco de trapo abrazado a la caja. Estaba a punto de llorar como si protegiese a su primogénito de la espada sanguinaria de un Herodes que era yo. 
Saqué de su regazo un libro con suavidad para que entendiera que estaba de acuerdo en el plan. Busqué la portadilla donde debería ir la dedicatoria con la seguridad de que Garnach consultaría esa página, y, en ella, le escribí una carta repleta de insultos, amenazas y chantajes.
"Querido gran poeta, lo sabemos todo. Sabemos que tu arte poética y tus últimos triunfos están sostenidos en la mentira, la usurpación de la personalidad y el robo. Eres lo más abyecto: Una mierda. Sabemos que chupas la sangre de un muerto y olvidado, Vokislav Karbajc. Tenemos sus libros, si los quieres tendrás que pagar y mucho, tal vez tanto como ganes con ellos.
Firmado
Los traperos del tiempo".




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